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La condición humana

 

Al ensayista Ramón Andrés, autor de Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente, lo entrevistaron recientemente en La Vanguardia. Uno de los graves inconvenientes de escribir sobre el suicidio es que por el mero hecho de hacerlo ya parece que el mundo te deba cinco duros. Yo trato de no pensar demasiado en ello. Este fragmento era el más llamativo:

 

R.A: Las familias ocultan sus casos, la prensa calla, la invisibilidad es lo habitual: creo que reconocer la realidad es un buen modo de respetar al suicida como ser humano.

P: ¿Qué quiere decir?

R.A: ¡Hoy se considera al suicida un enfermo mental! O sea, primero fue delincuente, después fue pecador… ¡y ahora es un loco!
P: ¿Quién dice tal cosa?
R.A: La medicina oficial: sostiene que el 90% de los suicidas tenían una patología mental. ¡Qué falta de respeto a esa persona doliente!
P. Se indigna usted…
R.A: ¡Qué desconocimiento de la condición humana! Si mi desesperación me llevase a quitarme la vida, ¿sería ya un enfermo mental?
P: No lo sé.
R.A: ¡No! Sólo en un tercio de los suicidas subyace una patología mental. El resto, qué reduccionista encajarlos en un diagnóstico médico: ¡la humanidad no cabe en una etiqueta!

 

¡Y ahora es un loco!, dice Andrés. Se trata de un equívoco recurrente, una de esas palabras demasiado grandes que tapan más de lo que descubren. ¿Están locos los suicidas? La mayoría, no. En absoluto. Padecen un trastorno mental, algo sorprendentemente frecuente y que se calcula que afectará a un 25% de la población en algún momento de su vida. Pero sólo una minoría son psicóticos o dementes o deliran. Hace poco me vi con un recepcionista que había hablado con una mujer minutos antes de que se arrojara al vacío desde un apartamento: «Bueno, ella vivía en un quinto. Y esa tarde bajó aquí, con total normalidad, y me dijo que necesitaba que le limpiasen su apartamento y que si mientras tanto le podía dejar la llave de otro. Le dejé las llaves de un undécimo», dijo levantando las cejas y apretando mucho la boca. Con total normalidad. Se antoja contrario a toda lógica, pero la literatura suicidológica nos cuenta justamente que en la inmensa mayoría de casos los suicidas se muestran serenos y coherentes antes de morir. Y de ahí nuestra incapacidad para preverlo, incluso mediante la entrevista clínica.

 

Por lo demás, como en estos diálogos promocionales suele haber poco espacio, voy a traer aquí una modesta bibliografía: Robins et al, 1959; Barraclough et al, 1974; Lesage et al, 1994; Shaffer et al, 1996; Foster et al, 1999; Cavanagh et al, 2003. Todos estos estudios, basados en la autopsia psicológica (entrevistas con familiares y amigos y examen del historial clínico y otros documentos del difunto) sitúan el porcentaje de suicidas con un trastorno mental diagnosticable en el momento de su muerte entre un 90 y un 95%. Ha pasado más de medio siglo desde el primero. Francamente, creo que va siendo hora de que sobre los que relativizan el vínculo entre suicidio y trastorno recaiga la carga de la prueba.

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