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Mientras tantoLa creíble y feliz historia del cándido Gabriel Lisboa

La creíble y feliz historia del cándido Gabriel Lisboa


 

Contarlo todo

 

El mercado de los libros en español es un negocio de riesgo: competitivo, estrecho, con pocas satisfacciones económicas para los autores. Por eso se comprende, hasta cierto punto, que cuando un agente literario y una compañía editorial quieran que el nombre de un autor y de su novela se quede grabado en la mente y en la tarjeta de crédito de los lectores, dediquen las generosas armas de la mercadotecnia a crear expectativa, a manipular al lector con la ilusión de un descubrimiento literario. En el caso de Contarlo todo, la campaña ha sido servida con la anuencia de Mario Vargas Llosa, quien –varias veces– ha respaldado la primera novela de Jermías Gamboa, proclamándolo, sin querer o no, como su sucesor. Además, prestándose al juego de decir que Mondadori ha publicado una historia con la misma intensidad, con similar importancia a nivel de Latinoamérica que La ciudad y los perros.

 

En Contarlo todo, los personajes de Gamboa –El fascinante Spanton, Fernanda y el mismo Lisboa-enganchan con sus lectores, en la medida que estos muchachos –estos freaks, estudiantes de comunicaciones que se pasean sin saber muy bien lo que quieren hacer de sus vidas– tienen pasiones reales que los desgastan, tienen ambiciones que no pueden satisfacer y miedos que son incapaces de identificar pero que los previenen de realizarse. Este grupo de limeños adolescentes de los años 90s, definidos por su desapasionamiento político y sus inquietudes artísticas insatisfechas, avanzan por la segunda década de su vida sin ninguna brújula, imaginándose lo que podrían ser si alguna vez encontraran el camino, la luz, la revelación.

 

Gabriel Lisboa, el protagonista de la novela, es un mestizo pobre, un cholo que escala a una universidad de primer nivel en la hiper racista Lima de los años 90. Muchas de las simpatías que genera, entre quienes tienen el poder de apadrinarlo, está orientada por ese deseo que tienen algunos de buscar premiar a quien se esfuerza, por el hecho de que hizo lo necesario para escapar de la mediocridad, y sufrió hasta alcanzar una posición que pareciera desafiar a la mano de cartas que la vida le había otorgado al nacer.

 

Nadie pone en duda que escribir esta novela de 600 páginas requiere disciplina y concentración. Gracias a ellas, la historia avanza y el lector poco a poco se sumerge en el mundo de Gabriel Lisboa y en esa gesta de superación personal que significa haber nacido dentro de una familia que no tiene nada y llegar a ser un editor de la revista más leída del país. Hay, además, un gesto de tenacidad adicional –que alguna de las parejas de Lisboa entenderá más bien como signo de inmadurez– en dejarlo todo para seguir una vocación. Gabriel Lisboa no sabe lo que quiere pero abandona el conformismo para darle una oportunidad a sus sueños.

 

Las carencias afectivas, motivadas en parte por ese infierno racutanesco que significa su lucha por librarse del acné, vuelven su experiencia de asimilación más complicada. Además, en esa pesadilla de clases sociales que es Lima, los padres de Fernanda le harán sentir que su ambición por una chica blanca es desmedida.  La inseguridad de Lisboa no le permite lidiar con ese rechazo. Hasta cierto punto, él también forma parte de este sistema de choleo limeño donde queda asumido que el blanco de plata es el padrino y el menos blanco tiene que ser el apadrinado. Hay quienes tienen las armas para rebelarse contra la estupidez de ello y otros que no están capacitados para combatirlo. Lisboa está en este segundo grupo.

 

Felizmente están los amigos. Aquí entra a tallar El Conciliábulo, sus tres mosqueteros  que ven el mundo con la libertad y amplitud de mente que les dan sus discos y sus lecturas. Ellos son el apoyo que le permite guardar coherencia a Lisboa y permanecer en la lucha cuando todo pareciera derrumbarse y la tentación de claudicar a sus sueños es más irresistible.

 

Que una novela sea buena no significa que sea una gran novela. Sin embargo, en el caso de Contarlo todo, no es Gamboa sino los editores de Mondadori, quienes han decidido comparar Contarlo todo con La ciudad y los perros. No tiene sentido. Si hay que buscarle parecidos a las historias nacionales, la del cándido Gabriel Lisboa se parece más a la de Ernesto, el niño protagonista de Los ríos profundos de José María Arguedas, quien llega a la ciudad del Cusco asombrándose ante la historia–que oyó tantas veces repetida–de sus muros, quien debe de crecer solo en un colegio de Abancay, con niños que no son como él; quien tiene que forjar amistades y alianzas, vencer enemigos, viendo los sucesos pasar con los ojos muy abiertos, aprendiendo a comportarse en un mundo que le resulta extraño. Al igual que la novela de Arguedas, Contarlo todo cuenta el drama del encuentro y la supervivencia, y describe el mundo desde la mirada de un aprendiz, inocente y generoso en las descripciones de quienes le generan respeto.

 

Hay varias escenas buenas. La escena de sexo (e iluminación) en Ayacucho, está bien lograda. Sin embargo, hay momentos, entre una y otra escena clave de la historia, donde no se puede evitar la sensación de estar leyendo una  crónica bastante plana de la vida de un limeño con pequeños problemas existenciales y demasiadas lágrimas. Y aquella tensión interior que uno percibe cada vez que el niño Ernesto de la novela de Arguedas tiene que ubicar lo que sucede en su mundo dentro de la simbología y la mística que ha aprendido de su padre y de sus ancestros, no está –nunca– en la vida interior del personaje Lisboa. Hay demasiados pasajes donde Lisboa cumple con su papel de cronista y nos embauca como novelista. Es como si empezáramos de pronto a leer un largo artículo de la revista Somos, con una sola línea de historia,  sin opiniones cruzadas, donde se describe un conflicto interno que sólo es explicado desde la nada interesante voz del narrador. No hay historias paralelas, los personajes sólo acompañan a Lisboa en su búsqueda, no se les otorga la libertad de convertirse en protagonistas, a diferencia de ese maravilloso fuego cruzado de vidas paralelas que es la primera novela de Vargas Llosa.

 

Las armas del mercadeo, que ya cumplieron antes con la barbaridad de convertir a Santiago Roncagliolo en bestseller literario, han convertido a Jeremías Gamboa en escritor consagrado sin haber ganado ningún premio, con la misma esperanza con que otros le meten plata a un buen caballo esperando ganancias en posteriores carreras.

 

Sin embargo, si las editoriales desean que la crítica no abandone muy temprano a un autor, habría que gastar menos dinero en mercadeo y más en los detalles esenciales que contribuyen a forjar el prestigio de un nombre.  Jorge Frisancho en LaMula ha hecho un lista de los errores  que plagan las páginas de la novela. Otros comentaristas en México (pues la Feria de Guadalajara fue donde más fuegos artificiales se reventaron) han comparado a la primera novela de Gamboa con un libro de superación personal . Eso le hace daño a la editorial, al autor –expectativas insatisfechas y errores que pudieron haberse corregido empañan los logros– y también al Nóbel que lo apadrinó.

 

Si bien, hay que decirlo, con sus defectos, Contarlo todo es una novela mucho más honesta –y mejor– que Abril rojo o cualquiera de los libros que Roncagliolo ha escrito para Alfaguara.

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