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AcordeónLa crisis alimentaria

La crisis alimentaria

Mil millones de personas están condenados a muerte por hambre. Los intereses económicos vencen a las necesidades humanas                      


Ilustración en blanco y negro de un hombre mostrando un cuadro de una espiga y delante de él muchas manos alzadas

Por primera vez en la Historia el número de personas que pasa hambre en el mundo supera los 1.000 millones, según advirtió el Programa Mundial de Alimentos, PMA, el pasado 15 de septiembre. Sin embargo, esa noticia no provocó la alarma mundial que debiera, pese a merecer la primera página de todos los informativos. Esto denota que la insensibilidad sobre el tema es mayor que nunca entre los grandes fabricantes de la opinión pública. Apenas se publican noticias sobre el hambre hasta que se declara una gran hambruna, es decir, hasta que no se produce una tragedia moralmente inaceptable para el sistema. Un sistema que proclama de forma constante sus valores morales; mientras comunica diariamente datos sobre el crecimiento económico y la crisis financiera, oculta los del aumento alarmante del hambre y la miseria. Importan más los de la evolución de la riqueza, pero no los de la pobreza.

       En contra de las creencias de Marx –quien supuso que la falta de alimentos acompañaría al hombre durante siglos–, o las de Malthus –que creyó en el hambre como elemento regulador de la población a modo de selección natural–, la persistencia del hambre se debe principalmente a un factor desolador: el reparto desigual de los recursos como base del sistema económico internacional, es decir, el incremento constante de la riqueza y el bienestar de la otra parte de la Humanidad. Hay algo evidente: la agricultura mundial, aún en su estado actual de productividad, podría alimentar al doble de la humanidad de nuestros días. No existe ningún fatalismo: el hambre es hoy producto de una serie de decisiones y medidas que podrían revertirse.

       La presente crisis económica hizo que apartásemos el foco de atención de la crisis alimentaria, agravada en 2008 por un incremento de precios de los productos básicos. Pese a una leve caída en 2009, el coste de los alimentos y, en especial, de los cereales aumentó de forma espectacular en el último año. Entre febrero de 2007 y febrero de 2008 en el mercado internacional se elevó el precio del trigo un 130%, el del arroz un 74%, el de la soja un 87% y el del maíz un 31%. La explosión de precios de los productos alimentarios empeoró la hambruna estructural que en 2007 mató a más de seis millones de niños menores de diez años en todo el mundo.

Causas y consecuencias del hambre

       Los expertos coincidieron en apuntar como principales causas del aumento de precios algunos fenómenos meteorológicos –sequías e inundaciones–, que afectaban a las cosechas en países productores; un mayor consumo de carne de las nuevas clases medias en América Latina y en Asia; la importación de grano por parte de naciones hasta entonces autosuficientes (India, Vietnam, China); y el alto coste del petróleo, que justifica la producción de agrocombustibles como fuente de consumo energético alternativo.

       En la mayoría de los análisis e informes sobre el hambre aparecen estas tres causas como denominador común: la primera explicación para la explosión de precios hay que buscarla en la especulación en la bolsa de materias primas de Chicago, donde se negocia la compraventa mundial de la mayoría de alimentos básicos. La segunda causa se encuentra en el destino de las cosechas de cereales a la fabricación de biocombustible. En tercer lugar aparecen las políticas financieras de organismos e instituciones internacionales, que ahogan a los países empobrecidos.

       ¿Cómo se puede aceptar que los alimentos de primera necesidad entren en el juego de la oferta y la demanda? Entre noviembre y diciembre de 2007 el mercado financiero mundial acusó unas pérdidas cifradas en más de un billón de dólares. Cuando la burbuja inmobiliaria estalló en Estados Unidos con las hipotecas subprime, los especuladores se replegaron sobre los mercados de futuros para invertir en materias primas agrícolas y alimentos básicos, empujando al alza sus precios. Los gestores del sistema capitalista han convertido los alimentos en objeto de especulación. Y de la cotización en bolsa de los commodities –productos de primera necesidad– depende la supervivencia de millones de seres humanos. Hoy se acuerda la compra de grano en una fecha y a un precio concreto, y el comprador “invierte” esperando a que el precio de ese grano evolucione al alza y le produzca beneficios. Además, los medios de control de tales inversiones escapan a los países productores empobrecidos, ya que son fijados por las naciones poderosas.

       Resulta útil recordar que el 70% del comercio agrícola está en manos de ocho grandes corporaciones multinacionales como Cargill, que en 2007 realizaba el 26% del comercio mundial de trigo. Obtuvo 550 millones de dólares en beneficios en el primer trimestre de 2007, cantidad que dobló en el mismo período de 2008. Incluso los despiadados economistas del Banco Mundial señalan la especulación como responsable del 37% del aumento de precios, mientras la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) estima la proporción en el doble.

       La segunda causa del incremento de precios se encuentra en el uso irracional de la energía, lo que provoca un constante aumento de la demanda de petróleo, sin que las alternativas solar o eólica tengan la capacidad necesaria para sostener el actual nivel de consumo. Por ello, los agrocarburantes se contemplan como un uso de energía sostenible, desde una lógica meramente limitada a los factores de producción y consumo. La opinión pública acepta la fabricación de biocombustibles a partir de alimentos básicos, sin conocer las consecuencias. Ni siquiera se sabe que existen dos tipos de agrocarburantes: el etanol, alcohol obtenido a partir de la caña de azúcar, maíz, trigo, arroz o remolacha; y el agrodiesel, aceite que se extrae de la soja, la colza o la palma africana. Ninguno de ellos se fabrica a pequeña escala ya que, económicamente, es necesaria una gran producción y distribución de materias primas para que se considere rentable.

       Pese a la defensa de las instituciones financieras internacionales, subvencionadas por el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) para resolver el problema energético, los agrocombustibles –ácidamente denominados morticombustibles–, provocan una serie de consecuencias negativas que afectan tanto a las personas como al medio ambiente. Su producción está suplantando millones de hectáreas destinadas a la agricultura, lo que afecta directamente a las poblaciones rurales que las trabajan, y fuerza el desplazamiento de miles de campesinos y sus familias. Un ejemplo demoledor: para llenar con 50 litros de bioetanol el depósito de un turismo, necesitamos quemar 358 kilos de maíz, la cantidad con la que un niño mejicano puede vivir durante un año.

       Jean Ziegler, ex Relator Especial de Naciones Unidas sobre el Derecho a la Alimentación, tan crítico como coherente, dice respecto a los cultivos transgénicos que es necesario desmontar el argumento que emplean los nuevos cosmócratas. Ziegler asegura que los organismos genéticamente modificados son el arma absoluta contra el hambre. Pero la realidad es que, como ya se ha dicho, nuestro planeta tiene capacidad suficiente para alimentar al doble de la población mundial, sin recurrir a alimentos genéticamente modificados, cuyas consecuencias a medio y largo plazo aún desconocemos. Además, los transgénicos están sujetos a patentes privadas, con marcas registradas cuyos propietarios –tan poderosos como la multinacional de semillas y plaguicidas Monsanto– únicamente responden a la lógica de los beneficios económicos.

       Hasta ahora, cuando un agricultor compraba semillas, siempre guardaba una cantidad para la siembra del año siguiente. Pero las tradiciones y costumbres campesinas se han roto: las semillas de la soja transgénica con agregados de genes resistentes al herbicida Round-Up, cuya patente es propiedad de Monsanto, no pueden guardarse de cosecha en cosecha: hay que comprar semillas para cada siembra y el campesino deberá pagar un canon anual a la corporación propietaria de la patente. Por otra parte, esas empresas pretenden involucrar en su agresiva política comercial a Naciones Unidas: en época de hambrunas, como la reciente de Zambia, el gobierno estadounidense manda al Programa Mundial de Alimentos maíz transgénico, y así Monsanto se establece en Zambia. Porque los campesinos zambianos no pueden apartar grano para siguiente siembra y quedan sometidos para siempre a la dependencia de la firma multinacional.

       Carlos Vicente, que dirige la organización no gubernamental GRAIN en Argentina, afirmaba en una reciente entrevista que el cultivo de la soja transgénica ocupará este año en su país unos 20 millones de hectáreas, sobre un total de 35 millones de superficie cultivable. Esa vasta zona forma parte de lo que se conoce como “República Unida de la Soja”, un enorme territorio que abarca Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, dedicado al monocultivo de soja transgénica. Grain exige que se impida fumigar entre 500 metros y dos kilómetros en torno a zonas urbanas. Vicente, perteneciente a una comunidad agrícola que dista poco más de 40 kilómetros de la capital federal y 200 metros de un sojal, denuncia que “los sojales se fumigan con un herbicida de cuya patente es dueña Monsanto, el glifosato, que arrasa la maleza y cualquier otro tipo de vegetación. Imposible pensar en una huerta, por ejemplo. Además ataca a los anfibios y, como no hay ranas que se coman los mosquitos, el riesgo de epidemia de dengue es mayor”. Esa soja es resistente al herbicida glifosato. Así, todo queda en las mismas manos: semillas y herbicida propiedad de Monsanto.

       La responsabilidad de los programas de ajuste estructural del FMI y las políticas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) constituye la tercera causa de la crisis alimentaria. Durante años, estos organismos han dado prioridad a la exigencia del cobro de la deuda externa y al cultivo y exportación de productos que ellos decidían, tales como el algodón, la caña de azúcar, el café, el té o los cacahuetes, lo que ha producido un gran desequilibrio ante la seguridad alimentaria de los países empobrecidos. Estos son productos de consumo secundario en países bien alimentados, aunque su monocultivo destruye la agricultura de subsistencia nacional de los países productores, que no controlan el comercio. Por ejemplo, en 2007 Malí exportó 380.000 toneladas de algodón mientras se veía obligada a importar la mayor parte de sus alimentos: resulta evidente que una equivocada política agrícola impuesta a los países en desarrollo es responsable de esta catástrofe. Sin embargo La Unión Europea parece seguir el mismo camino. John Lipsky, número dos del FMI, estima que la utilización de cultivos alimentarios –maíz y trigo– para producir bioetanol es la causante del aumento de precios de los productos agrícolas básicos.

       En 2007, en Estados Unidos, se emplearon 138 millones de toneladas de maíz para la producción de bioetanol, es decir, un tercio de la cosecha anual del país. El argumento de los políticos es luchar contra la degradación del clima y la excesiva dependencia del petróleo proveniente de Oriente Medio y de otros “puntos calientes”. Pero obvian el derecho fundamental, el derecho a la vida y a la alimentación de las personas. Si se retiran del mercado 138 millones de toneladas de maíz para fabricar agrocombustibles destinados a los automóviles norteamericanos, se provoca una explosión de los precios de la alimentación básica en el resto del mundo. A principios de 2008 miles de agricultores se manifestaron en México contra un incremento del 60% en el precio de las tortillas. A causa de los subsidios del gobierno estadounidense, los campesinos mexicanos dedicaban más hectáreas al maíz para biocombustible que para alimento, lo que facilitó que los intermediarios especularan y aumentaran los precios. La expansión de plantaciones para la producción de bioetanol también avanza en Guatemala, donde los agroindustriales están acaparando las tierras para la siembra de palma africana y caña de azúcar.

Conclusiones entre gritos de alarma

       Jean Ziegler considera imprescindible acabar con la especulación de los alimentos básicos, cuyo precio no debería estar sometido al negocio en las bolsas de valores, sino quedar fijado mediante acuerdos internacionales de compraventa directa entre países productores y consumidores.

       Gran parte de ONG y diversas organizaciones están luchando contra la transformación de alimentos en biocombustibles. Ziegler apunta que éstos deberían producirse a partir de desechos agrícolas no alimenticios en lugar de emplear vegetales de consumo humano, sin destruir los cultivos que han de emplearse para el sustento de la población. Con ello, rechaza que la dependencia del transporte que domina en el Norte se atienda a costa de la muerte de millones de personas del Sur. Y plantea que habría que exigir a nuestros gobiernos una modificación en las políticas agrícolas: que se evalúe el impacto de los biocombustibles sobre los derechos económicos y el medio ambiente; que se produzcan desechos agrícolas a partir de plantas no alimenticias o de restos vegetales, en lugar de emplear cultivos, para así evitar la explosión en el precio de los cereales y el agravamiento de la situación de hambre en el mundo.

       Ziegler criticaba a los principales países productores de biocarburantes, Brasil y Estados Unidos, pero también a la Unión Europea que fijó en 5,75% la parte de los agrocarburantes de la energía utilizada para los transportes de aquí a 2010 y en 10% de aquí a 2020. Y llegaba a proponer que se contemplara la figura de los refugiados del hambre en los tratados internacionales, y que se reconociera un «principio de no-expulsión provisional» para las personas migrantes amenazadas por el hambre. Sin embargo, el gobierno socialista de España nuestro gobierno socialista no ha cuestionado la directiva europea que obliga a que, en 2020, al menos el 10% del consumo de energía sea de origen vegetal y no fósil.

       Estamos agotando la tierra. Según los botánicos, un monocultivo como la soja, que es altamente extractiva de nutrientes, en un sistema sin rotación produce el agotamiento del suelo. Además, el campesinado desempeña numerosas funciones de importancia ecológica, más allá de la mera producción de alimentos: es necesario su papel en la conservación del medio ambiente. Algunos expertos denuncian que se llegará a la descampesinación, [a] la supresión de un modo de producción para hacer del agro un escenario apropiado para la acumulación intensiva de capital. Tal transformación resultaría traumática para millones de personas cuya actividad campesina es mucho más que su actividad económica. Y sería necesario protegerlas con un difícil equilibrio en las ayudas europeas a la producción.

       Conviene advertir que según la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación, FAO, dentro de 15 años, los agrocombustibles supondrán el 25% del total de la demanda energética mundial y el incremento de precios se disparará. Los monocultivos y las simientes genéticamente modificados causan la desaparición de fauna y flora autóctonas. La utilización de pesticidas y fertilizantes de manera intensiva provoca daños en el suelo y el agua, destruyendo bosques y selvas. Países como Malasia o Indonesia han disminuido en un 20% su superficie forestal en pocos años. En la región amazónica, los monocultivos de soja, eucalipto y caña están provocando un constante desplazamiento de la frontera agrícola y cambios climáticos en la zona.

       Cuando Josette Sheeran, directora del Programa Alimentario Mundial (PAM) de Naciones Unidas, anunció recientemente que la cifra de hambrientos había alcanzado la cifra de 1.020 millones de personas, advirtió que seguiría aumentando, ya que la ayuda humanitaria se encuentra “en un mínimo histórico”. Sin embargo, el PAM solo dispone de la cuarta parte del presupuesto necesario para dar de comer a los 108 millones de empobrecidos que dependen de él en 74 países. Las grandes potencias económicas mundiales hacen oídos sordos ante los gritos de alarma. Los burócratas que administran presupuestos multimillonarios argumentan que, debido a la crisis económica, no hay fondos para erradicar el hambre. Pero Sheeran asegura que bastaría con dedicar a la lucha contra el hambre menos del uno por ciento del dinero público invertido en ayudar a las entidades financieras durante el último año.

       Estados Unidos ha suspendido su aportación mayoritaria de excedentes de grano al PAM porque los destina a fabricar biodiesel. Así, en nombre de la estabilidad económica (hacer frente a la crisis), de la ecología (producir combustibles más limpios), y de la geoestrategia de las naciones dominantes (reducir la dependencia de sus importaciones de petróleo) se condena a la desnutrición y la muerte a millones de seres humanos, renunciando a la exigencia ética de exigir a gobiernos y organizaciones que acaben con la lacra del hambre en el mundo.

       A la ONU le correspondería obstinarse en el cumplimiento de los fines para los que se creó, más allá de garantizar la seguridad colectiva: promover los derechos del hombre (civiles, políticos, económicos y sociales) y luchar por la justicia social en el mundo, ayudando al desarrollo de los países cuyas estructuras económicas básicas sufren una deformidad crónica condicionada por los intereses de la colonización. El máximo organismo internacional debería vigilar que las políticas que gobiernos y organizaciones ejecutan no obliguen a esos países empobrecidos a plegarse frente a las inversiones extranjeras y los poderosos, generando aún mayor desigualdad y miseria, contra los planes y las metas mundiales de reducción de la pobreza para 2015. Y cabría exigir al Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, el fin de su creciente actitud de complicidad con los grandes núcleos del poder económico mundial, así como la designación de funcionarios burócratas en puestos determinantes. Así, resulta especialmente llamativo el cambio de tono en los informes y posicionamientos del Relator Especial sobre el Derecho a la Alimentación: mientras que Ziegler denunciaba a los fabricantes del hambre exigiendo poner fin a la mortandad, su sucesor en el puesto, Olivier de Schutter, plantea la necesidad de discutir la cuestión más a fondo. Lo que en palabras de Ziegler era un crimen intolerable, el hambre como un genocidio programado, para Schutter parece reducirse a un problema administrativo.

       En círculos diplomáticos se comenta discretamente la sustitución de la línea independiente y combativa acreditada por Kofi Annan por otra más laxa de Ban Ki-moon, de perfil fiel a los intereses de las corporaciones que alientan la política económica de Estados Unidos y de Europa. Los debates infructuosos sobre el problema del hambre en las cumbres de Roma o de Pittsburg, constituyen dos ejemplos de esta evidencia.

       Parece que no exista conciencia en gran parte de la opinión pública del sufrimiento y la condena a muerte que pesan sobre mil millones de seres humanos, ni tampoco debate, ni mucho menos voluntad política. Y desde luego, no hay interés económico. Prima el mercado de valores sobre el de necesidades humanas. Porque las decisiones trascendentales están en manos de organismos cuya finalidad última es el servicio del capitalismo. “Los líderes mundiales reaccionaron con contundencia a la crisis económica y lograron movilizar miles de millones de dólares en poco tiempo. La misma acción enérgica es necesaria para combatir el hambre y la pobreza”, dijo el director general de la FAO, Jacques Diouf, en la última cumbre mundial en Roma.

       Ziegler nos arrojaba a la cara estas cifras: cada cinco segundos muere de hambre un niño menor de diez años, cada cuatro minutos fallece alguien por falta de vitamina A, cada día 24.000 seres humanos perecen por falta de alimentación y 100.000 por las consecuencias derivadas de la desnutrición. En la media hora que emplee en leer estas páginas, habrán muerto… Cualquiera puede echar la cuenta.

* Este texto es un extracto de diversas conversaciones mantenidas entre la autora y Jean Ziegler

 

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