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BrújulaLa crítica literaria en los noventa y los peligros de la lectura

La crítica literaria en los noventa y los peligros de la lectura

Miguel Alcázar me hizo llegar su recopilatorio de críticas literarias y me daba más pereza que una colonoscopia. En circunstancias, particulares y extraordinarias, me zambullí en él, descubriendo su original sentido del humor. Por culpa del dichoso libro, ahora tengo una factura del copón para arreglar cosas de la casa.

Tenía en mente marcarme una crítica de estas lapidarias, que huelen a difunto, rencor y mausoleo, cuando Miguel Alcázar me habló de su libro. ¡Qué santo coñazo visualizar esas críticas adanistas, a las que no había prestado realmente atención en ningún momento, inmortalizadas en el plano material! Una cosa es pespuntear Twitter con chorraditas, y otra abrirse hueco en las sacrosantas bibliotecas, hogar de geniales cosmologías literarias invocadas desde la palabra.

Soy un especista, lo admito. Hay especies de libros que, para mí, merecen un lugar en la Tierra, y otras que encontrarían mejor abrigo en la Hoguera Nacional Socialista. Al menos, pienso, brindarían así algo de calorcito, vacunándonos a los pobres diablos lectores contra la atragantada arcada impuesta por su perfume a desagüe. El de Miguel… buf, ¿qué quieren que les diga? Lo veía mejor alimentando la combustión frente a las manos de un soldado raso, ni tan siquiera un general, de las SS, que marcando territorio en una estantería.

Llegó el libro a casa. Se me torció el morro. Shit, qué bonita es la edición de La Uña Rota, pensé. La tipografía, la imagen de la portada, todo tan noventeramente abstracto como circunstancialmente elegante; signifique lo que signifique esto. Yo qué sé, a lo mejor, ya sólo por el envoltorio, merece escapar a la fogata. Estaba, pues, por paladear alguna página, cuando una jauría de perros se puso a maldecir en canino bajo mi ventana. ¡Una auténtica aria cancerbera! Cristo bendito, no callaban. Imposible pensar en abrir el condenado libro. Fue de esos momentos en los que desearías estar como una tapia… Regulando el sonotone para poner el mundo en mute.

¡Ahá! ¡Bingo! Caí entonces en que mi mujer me acababa de regalar unos auriculares con cancelación de ruido, incapaz ya de soportar, la pobre, que le coma la olla para mudarnos a una humilde finquita en una pantanosa ciénaga, con tal de darnos de baja de la humanidad y su perpetuo aullido. Acudí al templo de los cacharros olvidados. Liberé los auriculares albinos de su funda, me los perché en las orejas y… el fujitsu... silencio a tutiplén.

Volví al artefacto. A La crítica literaria en los noventa, y me entró un apretón. Duro. Marcial. De los de serrín en las tripas. Corrí, libro en mano, hasta el trono. Ni me fijé en si había papel. En vista de lo de Miguel, y mis bajas expectativas, de no haber tisú para el tercer ojo, las páginas de la obra rendirían un buen servicio. Más valioso que arder, vaya.

Total, que ahí voy yo, con mis cascos, gracias a los que no escucho ni el susurro de un mosquito, el libro de Miguel Alcázar y a Michael Jordan asomando por el aro bajo mis pantalones. En cuanto, a saltitos de conejo pocho, llegó hasta la trona, doy paso al ritual. Dios sabe a santo de qué, me da por poner el pestillo –mi mujer andaba por ahí por la casa, pero no es una estampa a lo que no se hubiera enfrentado, sorpresivamente, ya unas cuantas veces–.

En fin, que todo dispuesto, me zambullo en esa compilación de críticas que me propone Alcázar. Empiezo leyendo los nombres de los diarios y críticos. Huelen a pecho de silicona. Esto es más falso que la colorida planta de mi terraza, que no riego desde hace un año. Vale. Ya lo pillo, Miguelito, te has querido hacer el gracioso inventándote críticas de otros libros. Uhm, a ver qué tal te sale el chascarrillo.

Descorcho con una crítica a Harry Potter y la piedra filosofal, de J. K. Rowling. Según un tal, Hilario Malone (que para Beckett ya estaría muerto, jejeje, mira, Miguel, yo también se hacer gracietas), el libro está condenado al fracaso en España porque, joder, el prota se tenía que haber llamado “Quique Alfarero”. Okey, me saca una sonrisita. Sigamos. El Hereje, de Delibes, según Jano Barraquer, representa una maravilla que va a joder mucho a los estudiantes de secundaria, porque, de tan majo, les va a tocar empollárselo también para selectividad… ¡Ja! Bueno, no está mal, querido. Me han dado ganas de más…

Y así, poco a poco, voy fundiéndome las críticas entre descojones de montaña rusa, algunos más fuertes, otros menos, pero ininterrumpidos. Paseo por la opinión respecto a libros de Ray Loriga, García Márquez, Mercedes Abad, Saramago, y me parecen tan bacanas como relucientes. Una pirueta metaficcional, metaliteraria, meta de todo menos de lo que tenga que ver con la compañía de Zuckerberg, aguda y atípica que me sienta como una corriente de aire. En los noventa, en España, la crítica no era así. Claro. Lo sabré yo que me fumé el manual de estilo, en su día, para hacer las mías. Y es una lástima, dígase, porque con que hubiese unas cuantas más, puñetas, de críticas hechas con esa sorna, a lo mejor la profesión no estaría mendigando colillas a la puerta de las discotecas.

Bueno, el rollo es que, tonto a lo tonto, me empapuzo casi todo el libro. Hay papel, not problem, lo que significa que este recopilatorio ficticio tendrá un lugar especial, risueño y bien avenido, entre mis libros. Muchos de los cuales, de hecho, aparecen en las ocurrencias de Miguel. Lo que desconozco es cuánto rato llevo aquí metido, con estos auriculares anti-ruido que me han inmunizado incluso del latoso sonido de los zurullos cuando hacen clavados contra el agua del váter. Por encima de la maravillosa cancelación del sonido, empiezo a sentir una especie de vibración. Discreta, lejana, creo que la burbuja de silencio en la que floto, desde hace ni lo sé, ha hecho que entré en una especie de viaje astral. Mi cuerpo, vaya, me la trae al pairo. Sigo leyendo un poco más…

Noto un hormigueo, como de que las piernas se me han ido de paseo con Morfeo, mientras acabo la crítica de una tal Ágata Villacastín a Las partículas elementales de Michel Houellebecq. Ya va siendo hora de la desocupación. He colonizado el baño demasiado. Incluso me he olvidado de que tengo a mi mujer por ahí, matando cucarachas, apretando tornillos y gestionando la economía familiar, que es lo que hacen estas mujeres feministas y tan apañadas de ahora.

Cuando aparco el libro en el suelo y me pongo a asearme el recto noto un golpetazo de mil pares de cojones en la pared del baño. Del susto, siento el atisbo de un prolapso anal. Me quito los cascos justo cuando otro porrazo, de garrote medieval, aterriza en la puerta del baño y la revienta. Tengo los ojos del tamaño de los de un sapo y me encojo. Igual que un feto ovillado en la placenta. De entre los trozos astillados de la madera, un fornido bombero, guapetón de calendario y póster, entra en mi reino con preocupación profesional. “¡QUÉ COJONES ESTÁ USTED HACIENDO!”, berreo acojonado. El tipo, que me ve como ningún hombre debería ver a otro, y menos uno vestido de tiarrón revienta-fuegos, analiza la escena, entorna lo ojos y se hace a un lado. Detrás de él veo a mi mujer. Medio llora, medio se araña la jeta de los nervios. “¡¿QUÉ COÑO ES ESTO?!”, vuelvo a gritar. En ese momento, enfoco, de reojo, el reloj que hay al otro lado del pasillo. Vale. Capichi. Me he pasado una hora y media sentado en el váter, totalmente sordo, ajeno a cualquier intervención y con el pestillo. Telita…

Así que, pasó lo que tenía que pasar. Que mi mujer, preocupada, porque se había pegado cuarenta minutos intentando hablarme al otro lado de la puerta del baño, llamó a los bomberos. Debió pensar que me había caído por la taza o que, como en Los Soprano, me había estallado la patata del esfuerzo. Esos malditos auriculares… esos engendros son el demonio… ¡y tú también Miguel! ¡Tú también! Por tenerme enfrascado en tu puñetero libro. Espero que te lo hayas pasado teta escribiendo estas pijadas, porque lo que no te va a hacer ninguna gracia va a ser la factura de la puerta que se cargó el bombero. Aquí lo digo, y que quede claro, ¡eso corre de tu cuenta!

Ahora, si te consuela, La crítica literaria en los noventa ya tiene hueco en mi librería. La he plantado entre el guion de El coloso en llamas y Huracán cósmico, de Ballard. Con los líos que me ha traído, sólo me pega en la sección de catástrofes.

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