Todos los comienzos de curso, mientras me termino de afeitar me planteo la misma pregunta: me disfrazo a la inglesa (americana de cuadros, corbata de lana y pantalón de algodón chino tipo chino) o por el contrario aparco la formalidad y los vaqueros y camiseta se convierten en el atuendo para dar la bienvenida a la masa desbocada que me tocará domar.
Frialdad y distancia o camaradería… ambas opciones cuentan con ventajas e inconvenientes, sobre todo para un cuarentón deseoso todavía de provocar algo más que admiración en la grada. Andaba despejando esta compleja ecuación cuando una llamada telefónica de la uni me sacó de mis cavilaciones. Una angustiada voz me reclamaba, tenía que acudir a la facultad antes de mi hora porque el Imbécil la había vuelto a montar.
No sé por que extraño axioma, el grado de eficacia del personal que trabajamos en la docencia universitaria es inversamente proporcional al puesto que ocupamos en el escalafón. De ahí que el vértice de la cúspide este ocupado por el Imbécil, apelativo cariñoso con el que conocemos a nuestro decano: un atildado personaje más ocupado en ordenarse (que no peinarse) el escaso cabello que todavía corona su cabeza, en golpearnos con la elegancia de sus trajes de raya diplomática de mercadillo y sus camisas de colores indescriptibles, pero rematadas en cuello y puños blancos (¡vamos! un dandi de todo a cien) y demostrarnos su autoridad con discursillos de entrenador del equipo de barrio que siempre pierde.
Presuroso opté por la vía de la formalidad, no vaya a ser que tenga que participar en una revolución y ya se sabe que las de los descamisados no conducen a ninguna parte, y por la vespa en lugar del coche. Dos horas antes de lo previsto me enfrentaba al presente.
El Imbécil no había hecho sus deberes -o los había hecho demasiado bien- y cerca de una tercera parte de la facultad se encontraba que, o bien no iba a ser contratada, o bien no podría culminar el curso porque no había fondos suficientes y, por lo tanto no se podían cubrir todas la plazas. A principios de verano llegaron las pertinentes órdenes de la superioridad (política por supuesto) en forma de tijeretazo que bien se ocupó de ocultar, pero cumplir escrupulosamente (que no se diga que es no es corresponsable con sus superiores y un maestro del «si señor, lo que mande el señorito»). Por que al fin y al cabo el primer mandamiento es «no molestar» al de arriba y a los demás -alumnos incuidos- que les den.
Entre carreras, llantos y gestos de incredulidad, los tocados por la fortuna, que tenemos plaza y mando en algún departamento, tuvimos que apresurarnos en construir un plan de crisis que frenara la hemorragia que amenazaba con colapsar el primer día de clase. Echamos mano de esa actividad extra que aunque no parezca se realiza en todos los campus, y que algunos nos atrevemos a llamar investigación.
Porque, además de impartir nuestros escasos conocimientos en clase, en los departamentos que no nos dedicamos a subir genuflexos al decanato (y que cada cual piense lo que se puede hacer en tan antiestética posición) utilizamos nuestro tiempo en desgranar proyectos de investigación, partidas que van a permitir salvar el cuello (y el resto de los aditamentos que se echan al cocido) de una buena parte de los despedidos.
Eso sí, que quede claro, que este año no sólo no desciende el presupuesto para la Educación (la Superior y las otras), sino que se mantiene en la senda de crecimiento para prepararnos afrontar el futuro y salir de la crisis. Palabra de ministro (con foto dónde, cómo no, el Imbécil tiene reservado un puesto de honor).