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Sociedad del espectáculoLetrasLa cuestión del realismo

La cuestión del realismo

 

En su blog de fronterad, Sergio González Rodríguez se hace eco de un artículo mío sobre Freedom, la última novela de Jonathan Franzen. Lo primero que quiero señalar es mi respeto hacia el trabajo de Sergio González, en particular sus Huesos en el desierto, que en tanta estima tenía Roberto Bolaño. La mención del novelista chileno es relevante por un singular quiebro del azar. Por recomendación del profesor José Luis Madrigal (quien también tiene un blog en fronterad) emprendí hace poco la lectura de My Dark Places, de James Ellroy, texto autobiográfico cuyas virtudes ensalzó en su día Bolaño. Ellroy es campeón de un realismo escueto y visceral. Sus frases son como puñetazos o, cuando se le dispara la prosa, como ráfagas de ametralladora que barren la realidad a ras de tierra. No necesita meterse en zarandajas. Jamás se despega un milímetro de lo real. Bastante tiene con intentar dar cuenta de lo que tiene delante. Publicado en España por Ediciones B como Mis rincones oscuros, la autobiografía de Ellroy es un texto desolador, de fuerza sobrecogedora. Como el resto de los libros de Ellroy, Mis rincones oscuros es un best-seller, asunto que no trataré aquí, pero que aborda con tino González Rodríguez, a propósito del formidable poder para generar ventas inherente a la manera de operar de la industria editorial norteamericana. Ellroy, dicho sea de paso, acaba de publicar la segunda parte de sus memorias bajo el título de La maldición de Hilliker (apellido de soltera de su madre).

       Tengo que confesar que Mis rincones oscuros supuso para mí un descubrimiento. Iniciada su lectura, me resultó imposible dejar el libro. Son muchas las cosas que de este libro me llamaron la atención. Una de ellas, tal vez la que más, que el tratamiento literario que da Bolaño a “La parte de los crímenes”, arquitrabe narrativo de 2666, está tomado directamente del libro de Ellroy. No hablo de plagio. La historia de la literatura es una carrera de relevos en la que los autores se pasan el testigo mientras siguen corriendo a la máxima velocidad que son capaces de dar de sí. La deuda de Bolaño con Huesos en el desierto fue explícitamente reconocida por el chileno, pero en lo tocante al modo y la técnica narrativa de presentación de los hechos es imposible no ver que la sobrecogedora letanía de los asesinatos de mujeres perpetrados en Ciudad Juárez recitada por Bolaño tiene como modelo la atroz relación de crímenes perpetrados en Los Ángeles y alrededores (y cuyas víctimas, como en 2666, son todas mujeres), que recita Ellroy en su memorial. Crímenes en yuxtaposición que el autor construye como una crónica que constituye un nefando corolario de la aciaga violación y muerte por estrangulamiento de su madre, Jean Hilliker Ellroy, hecho real que sucedió cuando el pequeño Jim contaba tan solo 10 años de edad. Toda la vida y obra de Ellroy giran en torno al asesinato de su madre, jamás resuelto. En su intento por descubrir al autor del crimen, Ellroy investiga cientos de asesinatos, cuyas circunstancias describe con la pasmosa frialdad aturdida que Bolaño haría después suya. Lo interesante es la coincidencia de dos autores que no pueden ser más opuestos. La estética de Ellroy se inscribe sin fisuras en el realismo, mientras que la manera en que novela Bolaño estaría más cerca del hacer de alguien como Ricardo Piglia, cuyo nombre invoca Sergio González al final de su artículo como ejemplo de escritor consciente de los peligros y limitaciones del código realista.

       No fue el único ni el primero, por supuesto, pero si alguien marcó de manera inapelable el camino a seguir por la novela en el futuro, nadie más contundente que James Joyce, cuyo legado se puede traducir como una advertencia definitiva para las generaciones que le sucedieron: ningún escritor digno del nombre puede dejar las cosas como las encontró. La tradición está ahí para derribarla. Joyce cambió el curso de la novela y su lección sigue en pie: La obligación del verdadero artista es investigar, cambiar… no es otra cosa lo que hace Piglia, y como él una legión de autores. En cuanto a Joyce no olvidemos que publicó el Ulises hace casi un siglo. No estamos hablando de un planteamiento precisamente novedoso.

       Hace unos ocho años tuve el privilegio de entrevistar por separado a Jonathan Franzen y a David Foster Wallace. Me llamó la atención la discrepancia entre sus programas de renovación de la narrativa, aunque había algunos puntos de coincidencia. Wallace tiene un ensayo titulado Hacia el Oeste el avance del Imperio continúa, en el que se burla de John Barth. Barth es importante en la reflexión que hago aquí. Tras levantar acta del agotamiento de la literatura como teórico y como narrador (como teórico en La literatura del agotamiento, como narrador en End of the Road), decide resucitar la novela como género (como teórico en La literatura de la plenitud recuperada y como creador, en una obra ingente, que suma numerosos títulos). Lo irónico es que en su incansable afán por experimentar Barth acabó por agotar incluso a sus seguidores. Cuando la literatura llega al paroxismo de la autorreferencia y la  experimentación se convierte en una pirotecnia sin sustancia, en un juego de acrobacias vacías. Eso es lo que satiriza en su ensayo Wallace, quien, no obstante, sigue adelante con su programa renovador, ajeno al realismo.

       Muy distinta de la de David Foster Wallace, la trayectoria de Franzen no es menos sintomática: abandona la vía del experimentalismo y, tras explicar el por qué en varios ensayos, decide intentar resucitar el cadáver de la novela decimonónica. El reto que se impone a sí mismo sería el equivalente al de un pintor que se propusiera pintar hoy como lo hacían Vermeer o Velázquez en su tiempo, logrando que el resultado fuera estéticamente relevante para sus contemporáneos.

 

 

       Una turbia madrugada de 2006, David Foster Wallace decidió quitarse la vida. El suicido de su amigo le hizo sentir a Franzen que tenía que seguir jugando un partido de tenis completamente solo, con los dos lados de la pista para él. Y lo hizo. Con Freedom rizó un rizo imposible de rizar. El primer asalto del combate lo llevó a cabo con la publicación de Las correcciones en 2001. Aún vivía Wallace. Las correcciones es una novela excelente, pero no una obra maestra. Hay muchos escritores que han escrito grandes novelas dentro de la estética realista. Incluso algunos que han escrito obras maestras, como Philip Roth. Algunas de las obras más emblemáticas de Don DeLillo no se alejan demasiado de la órbita del realismo. Underworld es una encarnación de Dickens trasladada al siglo XX. En otras obras es más abiertamente experimental, como en White Noise.

       Quien, sin lugar a dudas, ha llegado más lejos en la vía del desafío a las limitaciones del código realista es Thomas Pynchon. Pynchon culmina una trayectoria que incluye a escritores de la talla de William Gaddis, a quien Franzen apodó, admirativamente, como Mr. Difficult, en un espléndido ensayo publicado en The New Yorker. Pero en su homenaje al maestro, Franzen vuelve sobre la idea de que el realismo ha sido indebidamente abandonado. Hay que recuperar lo mucho que tiene de valioso y adaptarlo a nuestro tiempo. Para ello se tiene que alejar también de Pynchon y sus compañeros de viaje, David Foster Wallace entre ellos.

       Pynchon y Gaddis son para mí las puntas de lanza de un grupo de escritores que, pese a la heterogeneidad de sus creaciones, cultivan una forma de narrar que cabría integrar en algo que he dado en llamar «escuela de la dificultad». Hace algo más de un año hablé de este singular grupo en una conferencia a la que puse por título El arco iris de la dificultad, en homenaje a la obra maestra de Thomas Pynchon, El arco iris de la gravedad (1973). Considero que el trabajo realizado por la numerosa estirpe de narradores norteamericanos que constituyen esta escuela, abiertamente anticomercial y deliberadamente difícil, es el más importante de nuestro tiempo. Sus autores son primos hermanos (mejor sería decir sobrinos-nietos, o biznietos), del gran Maestro de la Cofradía de la Dificultad, el insuperado autor de Finnegans Wake. Se trata de una escuela cuyo programa constituye un ataque frontal a las premisas del realismo. En un cuento resultante de la conferencia, que titulé Speak Easy, unos gángsters torturan a un autor acusándole de escribir novelas realistas, detalle que saco a colación a fin de subrayar que personalmente no comulgo con el código estético del realismo.

       Empleando una expresión de la que se solía servir Bolaño, las fronteras que delimitan la realidad son porosas. Lo mismo cabe decir de las maneras de representarla. ¿Dónde ubicar a un autor tan radicalmente novedoso como Cormac McCarthy? Autor de obras maestras absolutas, como Meridiano de sangre o Suttree (su mejor novela), en lo que escribe no hay ninguna violación del código realista.   

       Sí lo hay, y a patadas, en lo que hace Pynchon. Echen un vistazo a su obra más reciente, la voluminosa A contraluz (Tusquets). Magistral manera de rematar una trayectoria implacable. Con Pynchon entramos en el ojo del huracán de la literatura norteamericana actual. A su nombre hay muchos que añadir. El volcán en erupción incluye (sin ánimo de ser exhaustivo y a riesgo de olvidar a alguien de calibre) a gente tan innovadora como William Vollmann, Gilbert Sorrentino, Robert Coover, William Gass, John Barth, Stanley Elkin, Donald Barthelme, John Hawkes, Denis Johnson, David Markson, Robert Stone, Richard Powers, Barry Hannah, y Joseph McElroy (nada que ver con James).

       Todos ellos son autores arriesgados y experimentales (algunos en grado extremo) y como tales, los que más me interesan, punto que aclaro a propósito de mi encuentro con el último libro de Franzen.

       El texto llegó a mí en medio de un período de intensa lectura. En cuestión de diez días leí, además de Mis rincones oscuros, Doctor Pasavento y Freedom. El contraste entre Ellroy y Vila-Matas no puede ser más violento. Salvando las distancias, pertinentes, la actitud de Vila-Matas hacia el realismo no estaría demasiado alejada de la que sostiene Piglia, a quien aludo reiteradamente tan sólo porque González Rodríguez cifra en él una actitud crítica hacia el realismo y sus servidumbres. De manera a todas luces distinta, Piglia y Vila-Matas coinciden en su cuestionamiento del caduco modelo realista.

       Tras la lectura consecutiva de Vila-Matas y Ellroy, cayó en mis manos, por encargo, la de Freedom. Me sumergí plenamente en el texto. Cuando cerré el libro no me quedó más remedio que quitarme el sombrero ante la proeza del americano. Afirmar que Jonathan Franzen se ha ganado el derecho a figurar en un club del que forman parte autores de la talla de Melville o Scott Fitzgerald es una manera de decir que Freedom, y el veredicto no es mío, sino de la crítica especializada de su país, es acreedora al título de Gran Novela Americana, categoría rara vez otorgada en Estados Unidos. Sergio González explica perfectamente este matiz en su blog. En mi artículo no sostengo que Franzen esté a la altura de Hawthorne, pongamos por caso, aunque si escribiera un par de obras que superaran el logro que supone Freedom al lector no le quedará más remedio que arrodillarse, como decía Bolaño que había que hacer con Egar Allan Poe. Pero no teman. De momento, Franzen no ha llegado a una altura semejante, y está por ver que alguna vez lo haga. Lo que sí ha logrado es un efecto que cabe tildar de tolstoiano, o dickensiano, o galdosiano, al haber sido capaz de provocar en el lector una respuesta emotiva de gran calado gracias a la profundidad del retrato que hace de sus personajes y del entorno social en que se mueven. En Freedom se traslada a la página una representación de la realidad contemporánea semejante a la que lleva a cabo cualquiera de los campeones del realismo tradicional, Dickens, por ejemplo. El nivel de complejidad de la operación no es menor.

 

 

       En las librerías de Nueva York es asombroso ver cómo desaparece el libro, y no hablo de supermercados de la literatura, sino de librerías de calidad. Día a día, se siguen sumando los elogios de la crítica. El pasado 12 de septiembre, el periódido inglés The Guardian publica un artículo que versa no sobre la novela, sino sobre la extraña unanimidad y tono hiperbólicamente elogioso de las críticas. Su autor, que confiesa no haber aún emprendido la lectura en firme de la novela, señala que las calas que ha podido efectuar no le hacen pensar que los críticos estadounidenses hayan perdido necesariamente el oremus. Es a la voracidad con la que el público lector busca hacerse con el libro a lo que me refería en mi artículo al señalar que no pasaba algo así desde que los contemporáneos de Dickens o Tosltói esperaban el siguiente título de sus autores favoritos. Ello sucede, además, con una novela que no busca halagar el gusto de sus lectores, a quienes no se propone entretener: es esto lo que la separa de lo que es un best-seller, es decir, su código ético y estético, y no el número de ventas, aunque éstas rayen en lo milagroso (tanto más por ser literatura digna del nombre). Uno tras otro, los críticos hablan de las cualidades tolstoianas de Freedom. Ello no quiere decir que Franzen esté a la altura de Tolstói. No es así ahora ni es probable que lo sea alguna vez, como dije antes a propósito de Hawthorne o podría decir ahora de Melville.

       Lo cual no impide reconocer que Franzen ha ganado una apuesta dificilísima: se propuso, efectivamente, algo parecido a pintar como Vermeer en 2010 y provocar la misma emoción en sus contemporáneos que el maestro de Delft y lo consiguió. Se propuso, sí, escribir como Thackeray, Turgeniev o Galdós lo hicieron en su época, sólo que en 2010, y ha conseguido una identificación con los lectores de hoy semejante a la que lograban despertar los grandes narradores del pasado. Se propuso restaurar un código estético caduco, el del realismo tradicional, un código inservible salvo para los autores de best-sellers, baratos, y funcionó.

       Nada menos arriesgado en literatura que el realismo. En Freedom, Jonathan Franzen se propuso lograr que la mimesis clásica volviera a ser un modelo narrativo arriesgado, y lo ha conseguido. Eso es lo que me hace quitarme el sombrero. Como teórico y como narrador, mis simpatías están con los chicos de la escuela de la dificultad, Pynchon & Compañía. Pero después de unos días leyendo a Ellroy y Franzen una nube negra ha empañado el horizonte. Entrevisté a Foster Wallace dos veces. Cuánto me gustaría que estuviera vivo y volverlo a entrevistar una tercera. Le pediría su opinión acerca del libro de su amigo. 

 


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