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La Cueva de Montesinos

 

 

 

Hay una azora del Corán (Asurah 18, Al–Kahf, “de la cueva”) que nos cuenta la historia de un grupo de creyentes que, espantados por la impiedad de sus semejantes y el fuste torcido de la humanidad propiciados por un gobernante que negaba a Dios (probablemente inspirado en el hecho histórico de las persecuciones del  emperador Decio) se echaron al monte, se internaron en una cueva y durmieron el sueño de los justos durante trescientos años y nueve más, aunque ellos creyeron que habían permanecido allí un día o aun menos. Estos hombres son conocidos en el Islam como “los compañeros de la cueva” (aṣḥāb al-kahf).

 

La simbología de las cuevas es muy  importante en el Islam, pues el Rasul Muhammad tuvo su primera revelación en una cueva a unos pocos kilómetros de La Meca. Y los descensos a los infiernos están muy presentes en la escatología islámica. Miguel Asín Palacios demostró en un libro único las influencias de estos motivos teológicos y literarios en la Commedia de Dante.

 

Miguel de Cervantes no tuvo la oportunidad de acudir a la universidad de su nativa Alcalá o de tener al menos algunos años de educación formal. No le quedó otro remedio que ser autodidacta, quizás por eso, como el mismo nos confiesa en su obra maestra, leyó todo lo que cayó en sus manos, su natural inclinación:

 

“Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tome un cartapacio y vile con caracteres, que conocí ser arábigos.” (EQ I,9)

 

Pero, además de sus ansias lectoras, Cervantes fue además una auténtica esponja para todas las historias que escuchó mientras daba sus pasos —harto azarosos— por la tierra, bien en los  caminos, trochas y veredas de la meseta sur, en Italia o en sus años de cautiverio en Argel (y por muy poco, muy poco, en Constantinopla. Pero esa es otra historia: Cautivo en Constantinopla). En varias de las historias intercaladas en El Quijote, un recurso de una modernidad narrativa que sigue cautivándonos, además de retazos de su propia vida y de los grandes tópicos argumentales del romancero, la novela bizantina, de la Matière de Bretagne o de las novelas de caballería (Ariosto y su Orlando furioso, Amadis de Grecia) ―como nos demuestra Aurora Egido, auténtico baluarte de talla internacional de nuestra filología, en su fascinante estudio de este capítulo de El Quijote―, se atisba una innegable impronta mudéjar, con ecos de la oralidad de la civilización islámica, con dos grandes fuentes: El Corán y Las Mil y Una Noches (Alf Laila wa‒Laila, una fórmula para decir en árabe “muchísimas noches”).

 

Ese aroma lo encontramos repetidamente en los cuentos folklóricos españoles, cuya tipología estudiaron Julio Camarena y Maxime Chevalier (Catálogo tipológico del cuento folklórico español. I. Los cuentos maravillosos, Madrid, Gredos, 1995 y II. Cuentos de animales, Madrid, Gredos, 1997). Cervantes sacó mucha agua por el brocal de ese pozo. Y dio buena cuenta de haber bebido de ella en las historias que intercala a placer en EQ y otras de sus obras (La cueva de Salamanca, Persiles), pues este tipo de patchwork narrativo está claro que le chiflaba.

 

Quien se haya asomado a otro brocal, al de la sima en las estribaciones de la Sierra Morena en la que la tradición afirma que se inspiró Cervantes para ubicar en ella el episodio de La Cueva de Montesino, puede sentirse tentado a realizar su propia katábasis (descenso a los infiernos) y experimentar la misma alteración del tiempo que sufrieron “los compañeros de la cueva” (ashāb al–kahf) y el propio ingenioso hidalgo. ¿Pero con cuál de los estados de pérdida de la noción del tiempo quedarse? ¿El de los hombres piadosos del Corán que estuvieron allí 309 años y creyeron haber estado menos de un día? ¿O por el contrario en el encuentro de Don Quijote y el Mago Merlín narrado en el cap. 23 de la II Parte de El Quijote? Porque aquí, por el contrario, como se nos había contado en el cap. 22, a las dos de la tarde y atado a una cuerda de unos 170 metros (cien brazadas) el caballero de la triste figura se adentro en ese descenssus ad inferos, hostigado por las aves y la maleza:

 

“¿cuánto ha que baxé?, preguntó Don Quijote. Poco más de una hora, respondió Sancho. Eso no puede ser, replicó, Don Quixote, porque allá me anocheció y amaneció y tornó á anochecer y amanecer tres veces. Para mi cuenta tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas á la vista nuestra…”.

 

Efecto absolutamente inverso del narrado en El Corán, pues aquí el tiempo no se congeló y aun encogió, sino al contrario: lo que fue media hora le parecieron al ingenioso hidalgo tres largos días. En algunos momentos de la vida, para huir de todo y de todos, pero sobre todo de uno mismo, uno hubiera querido descender por una cuerda en un caverna de esas características en mitad de la nada Manchega, con Sierra Morena en el horizonte, en un remedo de la cueva platónica en la que se cifra el proceso de conocimiento de nuestra civilización, y las puertas del sueño, autentica caja negra de nuestro sentir y nuestro pensar: la verdad, la mentira, el autoengaño, el lugar común, la fantasía, la ilusión, la desesperanza.

 

El campo de batalla, en suma, entre materia y espíritu, entre principio de realidad y principio de placer (el sueño en el que moldeamos la realidad a nuestro antojo o nos escondemos de ella a través del sueño que a veces, erróneamente, juzgamos reparador) ¿Pero con cuál alteración del tiempo quedarse? ¿Con la que alarga el tiempo que uno cree vivir o con la que la que, a la inversa, reduce a unos pocos minutos lo que a uno se le ha antojado la eternidad que pueden ser tres días o tres meses o tres años o trescientos años?

 

Orfeo en busca de Eurídice en el Hades, Ulises, Eneas, Dante acompañado de Virgilio, los Compañeros de la Cueva o el Caballero de la Triste Figura: todos ellos nos precedieron en el descenso a los infiernos por una sima con un cabo de cuerda para lograr la auténtica transustanciación, la verdadera alquimia, el verdadero hallazgo de la piedra filosofal: parar el tiempo y modelarlo a nuestro antojo, comprimiéndolo o expandiéndolo. O comprobar, con estupor y puede que con espanto, que esa alteración se ha producido sin tener en cuenta nuestra voluntad. Y que al final, después de experimentar esa perturbación temporal, no hay de otra (como se dice en México) que regresar al tiempo, instancia emisora de nosotros mismos, al tiempo interno que nos constituye y en el que realmente vivimos, lo que los romanos con su peculiar sentido del tiempo y de la eternidad denominaban saeculum, nuestro siglo, que no es lo mismo que el periodo de tiempo al que denominamos con ese nombre que convencionalmente tiene 100 años.

 

Al final, es preciso regresar a nuestro siglo, porque el mundo propio siempre es el mejor, como nos recuerda Silvio Rodríguez en Casiopea. No importa lo interesante o reparadora que nos parezca la imagen proyectada en la caverna platónica de la Cueva de Montesinos o cualquiera que sea el nombre de la cueva a la que hemos descendido, buscando detener, aplazar o hacer avanzar o retroceder al tiempo. A la postre siempre debemos acabar comprendiendo y aceptando que el tiempo nos recorre a nosotros y no nosotros a él. Eso sí, siempre podemos abrirle nuevas calles al viento.

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