Llega septiembre y los buenos propósitos que nos saltamos a la torera, incluso los más tontos, vuelven a cobrar ese protagonismo inocente que un día tuvieron: ponerse a dieta, acudir al gimnasio, escribir seriamente… Me callo el resto, ¿a quién le importan? La misma cantinela año tras año, hasta que la llegada de otro septiembre más pretencioso vuelva dar un vuelco a tantos deseos por cumplir, convirtiéndolos en otros; nuevos, más urgentes si cabe, aunque no por ello menos importantes.
Nunca pensé que terminaría culpando a septiembre de todos mis males: del silencio frío del verano, de mi malhumor de siempre por la llegada del otoño. Septiembre se llevó mil promesas, pero a cambio me trajo mil historias, la posibilidad de volver a empezar y ser yo, del mismo modo que Sylvia Plath gritó: ¡Soy yo! antes de sucumbir y de ahogar sus sueños en un horno lleno de galletas para el desayuno.
Me apena decirlo, pero nada queda de aquellos septiembres en los que mi única preocupación era estrenar cuaderno para mates, enfadarme con mi madre si la falda del uniforme no me quedaba lo suficiente corta para seguir luciendo mis piernas morenas, aun cuando el otoño ya se colara gruñón en el calendario. Aquellas eran preocupaciones efímeras, que duraban lo que duraba el curso y que iban cambiando conforme yo también cambiaba. Hasta que un buen día descubría, que ya no me importaba el cuaderno de mates, ni el uniforme, ¡a la mierda todo!, que mi única prioridad era que mi vecino, el del segundo, no se olvidara que unos pisos más arriba, yo le estaba esperando con mis vaqueros rotos, como cada tarde fingiendo que no lo hacía.
En una terracita de Olavide, le prometí a alguien que encauzaría mi vida, que volvería a escribir en servilletas de papel, que disfrutaría de la magia de unos ojos nuevos si él me lo pedía, pero dos años después de su ausencia, me doy cuenta que escapar del vicio de la tristeza es tan difícil como escabullirse de poner la mesa cuando lo que te pide el cuerpo es seguir tumbada en el sofá y no hacer nada.
A veces me avergüenzo de no tener más fuerza de voluntad, de aprovechar cualquier excusa para abandonarme al dolce fare niente que solo los vagos como yo, convierten en un arte, aún cuando de lo que se trate no sea de poner la mesa, si no de ser feliz. Entonces me acuerdo de los versos de Claudio Rodríguez: ‘Pero tú oye, déjame/ decirte que, a pesar/ de tanta vida deplorable (…)/ estamos en derrota, pero nunca en doma’ y sin saber por qué me olvido de esta melancolía tan mía y sonrío.
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Fotograma: Lolita de Stanley Kubrick