En el bello museo de arte contemporáneo Esteban Vicente en Segovia, unos metros calle arriba desde el acueducto, es posible ver la muestra La dama de Corinto, de José Luis Guerín. El museo presenta la obra como una instalación audiovisual que gira en torno a la relación entre el cine y la pintura, poniendo en paralelo el origen de ambas disciplinas. Confronta la puesta en escena cinematográfica y la puesta en escena pictórica, en la que la pantalla es un lienzo donde ambas disciplinas se han soñado.
Son ya muchos años siguiendo la trayectoria de este cineasta, muchos lugares compartidos, como para que esta extraordinaria exposición cinematográfica a la que él ha llamado esbozo cinematográfico no me anime a hablar sobre ello. Entre mis preferencias, su mejor película era Tren de sombras, hasta que vi En la ciudad de Silvia, que continuó sorprendiéndome. Su último trabajo es Guest, recién estrenada en España. Un viaje con handycam en mano recorriendo medio mundo, registrando todo, a todas horas y por todas partes, tomando notas/fotos, apuntes, recopilando imágenes cinematográficas tal como lo hacían los empleados de la empresa Lumière, que no cesaban de captar imágenes de un mundo todavía por filmar. Es ese cine construido con cientos de horas de filmación, a modo de materia prima, de datos, y que encontrará su significado, su intención, mediante el montaje. En octubre de este año, José Luis Guerín presentará en La Casa Encendida, en Madrid, su correspondencia filmada con el mítico director cinematográfico Jonas Mekas. Simultáneamente podrá verse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y en el Centro Georges Pompidou de París. Mientras todo ello llega, La dama de Corinto ya es una apasionante película. Se trata de un encargo del propio museo de este nuevo cine, contextualmente nuevo, el cine como medio para la reflexión.
Todo parte de la Historiae Naturalis (Historia natural. Hay dos ediciones españolas, en Cátedra y Gredos), de Plinio el Viejo. En el siglo primero, Plinio escribió que no se sabía con certeza cuáles habían sido los orígenes de la pintura. Los egipcios se atribuían su invención, miles de años antes de que la intuyese Grecia. Respecto a los griegos, unos situaron el descubrimiento en Sición, otros en Corinto. En todo caso, todo surgió del contorno trazado a partir de la sombra que proyectaba un hombre sobre una pared.
La anécdota es conocida: Fue una doncella, hija de del alfarero Butades de Sición, en Corinto, quien dibujó el contorno de la sombra que su amante proyectaba en una pared a partir de la luz de una vela, y ella quiso quedarse con la imagen del amado que partía para la guerra, seguramente con un porvenir más que incierto. A partir de esa línea, su padre, el alfarero Butades, rellenaría el espacio con arcilla. La historia es atractiva, tan poética como indemostrable, incluso aún más poética por indemostrable, como lo es Laura de Noves, que enamoró al joven Petrarca al salir de misa en Avignon el 6 de abril de 1327… o bien Ulises atado al mástil de su barco cuando navegaba por el Mediterráneo. Lo cierto es que casi todo parece provenir de ese mar luminoso, incluidas las sombras. Desde ahí se dirigirían al norte, y convivirían con las luces de Europa hasta hoy día.
Sentí curiosidad por el tema hace años, cuando casualmente descubrí en el museo Groeninge de Brujas el cuadro titulado Butades o el origen de la pintura, realizado en 1791 por Josep-Benoit Suvée, y en el que se representa la escena aludida. Quizás el asunto sea muy gratificante para la pintura, porque han sido muchos los pintores que han imaginado y recreado la escena del mito, como otros escenificaron la visita que Alejandro Magno hizo al pintor Apeles cuando éste retrata a Kampaspe, o el acto de morir de Sócrates, o Aníbal cruzando los Alpes. Son hechos históricos, hitos de la épica, concretos, que siempre gustaron a la pintura: aquello que no pudo ser filmado o fotografiado, lo que nunca pudo ser retenido por una memoria cierta, ni tan siquiera por una fugaz impresión en la retina. Es la necesidad de la huella, de suplir la ausencia, aunque sea una realidad que pertenezca al mundo de la ilusión.
Ligar el nacimiento de la pintura a este hecho es muy deseable, muy atractivo. Pero es más riguroso, quizás, lo que propone José Luis Guerín: El nacimiento del cine, de eso trata La dama de Corinto, y aunque su autor pueda llegar a parecernos que habla de pintura, solo habla de cine, y si ha llegado tan lejos en la búsqueda de los orígenes del medio y alude, digamos, a esta primera imagen del mundo, es por la atracción que siente por los mitos originarios. El mito es fascinante, todos estaríamos de acuerdo, y para un cineasta, aún más, porque quizás sí estemos ante ese dibujo, esa silueta hecha con carboncillo, pero antes de ello estamos ante una proyección, la primera proyección “registrada” de la historia.
Yo añadiría también, y por no desperdiciar la ocasión, el nacimiento de la fotografía. No sabemos si existía el cine en la época de Plinio, pero sí estaba su esencia, su magia, su posibilidad. Para ver cine tan sólo es necesario disponer de un marco y establecer la mirada en su interior. Un desarrollo del invento consistiría en situar este marco sobre un trípode, inmovilizar nuestros ojos. Aún mejor, cerrar uno de ellos, y encajar el marco en una amplia tela negra. Así se crearía la figura del espectador de cine. Un paso más allá, trataríamos de fijar esas imágenes y de proyectarlas. Ello nos llevaría más tiempo, veinte siglos desde la reflexión de Plinio hasta la presentación de los hermanos Lumière.
La fotografía es un invento metafísicamente posterior al cine, pues es imposible ver un mundo parado -la pintura apenas sirve para inmovilizar el mundo-, tal como lo desea la fotografía, una imagen así a través de ese mismo marco. Sin embargo Plinio tuvo que haberlo intuido, al menos la sensación de cine, más fácil de comprender en aquellos días. Cuando la mano quizás temblorosa de la hija de Butades se movía, también lo hacía la sombra sobre la pared. Y no sólo eso. El soldado, su amante, sin duda también se movía, al igual que el mundo, porque el tiempo pasaba, la vela se iba consumiendo. Quizás también estaba en su mano, algo aún más improbable, haber recordado las propiedades de la plata: Impregnada en la pared, se hubiese oscurecido alrededor de la sombra del amante. Todo esto es lo que intuyó W. H. Fox Talbot en 1833 cuando vio “cine” -que no fotografía- al colocar de manera firme sobre un trípode su cámara oscura en un viaje al lago de Como durante su luna de miel. Entre muchas otras pasiones y ocupaciones, Talbot inventó la fotografía. En su amplia producción dedicó una buena porción de tiempo a sus fotogramas, esas fotografías que se hacen por exclusión: Una hoja de árbol sobre un papel impregnado de sales de plata. Lo que recibe luz será sombra y lo que recibe sombra será luz. Así son las contradicciones, las paradojas de estas imágenes extrañas, a las que Vilem Flusser llamó técnicas para diferenciarlas de otras más simples, más comprensibles, por estar construidas por la mano del hombre. La pintura sería sin lugar a dudas el mejor ejemplo junto a la escultura. Talbot se habría adelantado también a Plinio al haber sido capaz de conseguir que esa luz que hacía posibles las imágenes no las destruyese para siempre.
Porque es una historia de destrucción, de olvido. Plinio seguirá hablando de lo que quizás fue, pero que ya no es, de lo que hay que reconstruir –restituir- con la palabra, si es que ello es posible. Porque Apeles ya no existe a pesar de ser un extraordinario pintor, y sus maravillosas pinturas tampoco, y sabemos de ellas todo menos la razón por las que fueron pintadas. Sabemos de sus temas, de sus técnicas, de sus motivaciones, incluso de sus títulos, pero no sabemos lo esencial: Cómo eran. Nunca las hemos visto ni las veremos, como todo lo que pertenece al olvido. Es lo anónimo, palabra que se merece muchas páginas: Lo que habita en la sombra. Y frente a ello unas pobres palabras confusas, balbuceantes, que tratan de reconstruirlas, de darles cuerpo, de devolverles su apariencia. Un esfuerzo inútil. Será Apeles, entre otros fantasmas, quien anime de una manera apasionada a los grandes del Renacimiento (a Rafael Sanzio, por ejemplo), y de la misma manera que nos han llegado unas columnas rotas, nos ha llegado la existencia del hecho de la pintura. La existencia de las sombras y de las luces que pueden guardarse en una caja, de la misma manera que se puede guardar el aire.
El documental de la BBC El conocimiento secreto comienza mostrándonos al pintor británico David Hockney en un canal veneciano. Está intentando demostrar que una gran parte de la pintura renacentista está construida gracias a las lentes. Son las lentes las que permiten, por ejemplo a Caravaggio, pintar su Baco de 1597, zurdo como tantos otros personajes que vemos en los grandes museos. Son las lentes las que permiten fijar una imagen sobre un lienzo y dibujar el contorno con carboncillo. Así también Canaletto o Vermeer, ya con la camera obscura, término acuñado por Johaness Kepler en su tratado Ad Vitellionem Paralipomena, de 1604, que fascinaría a Fox Talbot.
También habrá espejos en todo ello, porque es un mundo tanto de proyecciones como de reflejos. Son las nuevas sombras, sombras que se mueven, y por eso es necesario pedir a quien posa para el retrato que intente no hacer el más leve movimiento. Así le ocurría también a Fox Talbot, que pedía inmovilidad total a sus retratados para que las sombras y las luces entrasen en la cámara nítidamente, y quedasen fijadas también nítidamente, por supuesto con todos los claroscuros que queramos. Así es como escribió un texto sobre fotografía de excelente titulo: On the Art of Fixing a Shadow (Acerca del arte de fijar una sombra).
Estamos hablando de magia, de la magia del cine. Transcribo, de hecho, palabras de José Luis Guerín, para quien su primera relación con el cine fue el contacto con algo sagrado, el cine era sagrado, la imagen de la pantalla era una imagen sacra. Una gran pantalla sometida al tempo de las imágenes dentro de los templos de las imágenes, y ahora estamos asistiendo a su desacralización. Incluso los cines van desapareciendo, cines desacralizados para colocar y hacer dentro de ellos otras cosas. En algún caso quedan aquellas fachadas que hablaban de su interior, columnas dóricas, jónicas o corintias, ya en ruinas o maquilladas, que prometían todo un mundo mágico en un espacio mágico, porque si lo que transcurre en un espacio es mágico convierte ese espacio en mágico. No es tan sólo nostalgia, es un punto de partida más para reflexionar sobre la cómo las imágenes han sido banalizadas, millones de imágenes que consumimos con auténtica voracidad y que nos consumen, y que llevan a quienes comprenden las imágenes de los oráculos a preguntarse cómo crear otras imágenes, como relacionarse con el espectador mediante las imágenes. Esta reflexión a la que aludimos se concreta en José Luis Guerín en proponer la idea de esbozo, para enfrentar, para provocar que el espectador se vea abocado a completar esas imágenes, de acabar lo que está inacabado. La mirada deviene copartícipe, es necesario reconstruir la ruina con la mirada, como el antiguo templo de Octavia en Corinto. Una imagen abierta que se puede concertar en muy diversas direcciones, el esbozo para muchas posibles diferentes películas, obras que es más que probable que nunca llegue a realizar. Cita, de hecho, a Baudelaire, quien elogia el esbozo frente a ciertas obras de carácter académico, donde el poeta ve el soplo de vitalidad creativa en la captación rápida del esbozo, y la ejecución posterior de la obra no es más que la aplicación de ese momento brillante ya pasado. Palabras ciertamente parejas a las de John Constable para quien el esbozo pictórico inmediato es incluso superior en expresión a la obra resultante posteriormente en el lienzo de su estudio.
Es un mundo de sombras, un intento de atrapar sombras, de invocarlas, y de purificarlas, si cabe. La exposición proyecta luces y refleja sombras, o como queramos sentirlo. Es un cine y una fotografía en blanco y negro. Hay poco espacio para el color. La película La dama de Corinto está rodada en blanco y negro, radical, no permite demasiados grises. Es también un cine mudo. No importa que se quemen las luces ni que se empasten las sombras. Tampoco importa esa orgía de ruidos que conviven con el mejor Rachmaninov. Es un cine en silencio, de textos que no informan del mundo, pero si del lenguaje: Amplían la significación de un esbozo que debe ser completado. Son aquellas imágenes parpadeantes de un cine que estaba en sus orígenes de nuevo veinte siglos después, imágenes fantasmagóricas que habían dejado tan solo su incierta apariencia pero no su alma, una realidad a medias, sin contornos. Es aquel expresionismo que se aprovechó de todas aquellas sombras que generaban las limitaciones técnicas. Sjokstrom, Wiene, Murnau, Lang… y todo un elenco de superdotados que jugaron con la proyección y los reflejos de las apariencias, de realidades inasibles, como la hija del alfarero, con las ausencias, en esas cavernas que apenas dejan entrar luz.
Cuando llegó el cine sonoro, llegaron los grises. El reino de las sombras cedió, y la luz nos llevó del reflejo, de la ilusión, al mundo. Pero también nos robó una parte de su magia. Sin embargo, la caja de sombras de los hermanos Lumière ha sido rescatada como el arpa de Bécquer. Se le ha quitado el polvo, y en sus cincuenta y cuatro segundos de funcionamiento ha vuelto a hablar a su manera, con murmullos, en voz baja, quizás tartamudeando en un mundo de brumas. Pero en manos de magos como David Lynch, Wim Wenders, y otros muchos, al menos por unos preciosos segundos ha vuelto la magia de la sombra. (Ver Lumière & Company en Youtube). También está entre ellos Abbas Kiarostami, autor de esa maravilla llamada Shirin, asimismo reivindicadora de la magia del cine, vista en Madrid también en un museo, que no en un cine, en el Centro Reina Sofía, un autor que al igual que José Luis Guerín habla de esas nuevas imágenes. Películas incompletas, espacios en blanco, así lo dice Kiarostami, o Peter Greenaway, el gran amante de la buena pintura, de un cine-pintura, y quien por enésima vez reniega de un cine-literatura, el cine ha tenido una prehistoria que ha durado hasta ahora –dice-, pero el cine como medio de expresión auténticamente autónomo está por nacer. Algo que ya decía hace más de dos décadas Andrei Tarkovski en su libro de reflexiones imprescindibles, Esculpir en el tiempo, título que a buen seguro hubiese gustado a Plinio. Incluso Ingmar Bergman no puede renunciar a todo aquello que de niño lo dejó clavado en el asiento, y no solo “utiliza” al gran Victor Sjokstrom en Fresas salvajes, sino que Bergman, ya en su vejez, lo une en la ficción a Selma Lagerlöf al realizar Creadores de imágenes. En todo caso, estamos ante un cine que va abandonando aquellos lugares sacros, quizás ya en ruinas, para inmiscuirse en los templos del arte donde se colgaban pinturas, y donde ahora también se cuelgan otro tipo de imágenes, imágenes que no reflejan la luz, sino que la proyectan, como La dama de Corinto.
En Nápoles, subiendo por vía Toledo, en un momento dado, con un leve giro de cabeza hacia la derecha, se ve ahí enfrente, un museo más, el Museo Arqueológico. En él se encuentra lo mejor de Pompeya. En una de las salas hay, entre otros muchos, dos retratos extraordinarios. Uno de ellos es doble, el del panadero Terencio Neo y su esposa, y otro, el rostro de una mujer, de título Safo –¿será aquella que rendía honores a Afrodita?-, pero del que leemos en la guía que no se trata de una persona concreta, ni tan siquiera es una imagen que partió de un modelo real. Es simplemente una invención, una dama imaginaria, un rostro que nunca existió, una ilusión condenada a la eternidad. Abajo, la bella bahía de Nápoles, y de nuevo el Mediterráneo, lleno de luz y de donde todo proviene. A Plinio también le mató el Vesubio.
* Eduardo Momeñe es fotógrafo y escritor. Su último artículo en Fronterad se titula Incidente en ARCO https://www.fronterad.com/?s=incidente-ARCO