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Mientras tantoLa democracia asediada: dos ataques contra nuestra igualdad política

La democracia asediada: dos ataques contra nuestra igualdad política


 

Politología y Derecho comparado al margen, me gusta pensar que la democracia consiste en garantizar la igualdad política de todos los ciudadanos en aras de lograr un autogobierno legítimo. En este sentido, la democracia es un ideal regulativo y, por tanto, la justa medida para poder criticar cualquier ley o política pública emanada de los sistemas políticos que, como el nuestro, se dicen democráticos. La legitimidad democrática de una política se mide, en este sentido, por que todos hayan podido opinar en la toma de las decisiones que les/nos afectan; por que no haya habido poderes sociales que, fuera de nuestra cándida vista (siempre nos quedará por tanto la sospecha), hayan acabado imponiendo consensos por la fuerza; y por que las decisiones políticas o jurídicas arrojadas por el procedimiento nunca violen ni mengüen la premisa básica de la democracia: esa igualdad política de todos de la que partíamos. Igualdad política que sólo puede ser tal, se entiende fácil, si se garantiza cierta igualdad material mediante la redistribución de rentas. Nunca serán iguales sujetos de decisión quien no es libre para rechazar un trabajo y quien es tan libre que puede pasarse la vida sin trabajar. La democracia, al menos aquí, es un ideal regulador, como decía.

 

Dejo a continuación un cuadro. Aunque habla por sí mismo, aprovecharé para hacer dos pequeñas reflexiones que sin duda el lector anticipará con sólo echarle un pequeña ojeada. En pocas palabras: si se acepta a grandes rasgos lo expuesto gruesamente en el primer párrafo, se colegirá que a nuestra democracia se le amenaza al menos desde dos costados.

 

 

 

 

Desde el primer costado, el ataque es ya archisabido, cansino. Se trata del propinado por el nacionalismo “periférico”, al que una democracia avergonzada por su pasado franquista dio carta de naturaleza, permitiéndole hacer de las suyas con el aval otorgado por el label de progresismo. El nacionalismo español es “facha”, oíamos; pero el periférico es sumamente progresista. Ahí es nada. Pero, ¿qué es hacer de las suyas? Hoy lo sabemos mejor que nunca. Las élites nacionalistas se sirvieron del discurso nacionalista como coartada legitimadora no sólo para robar a manos llenas, mientras violaban (y violan) los derechos civiles de la población no nacionalista; se sirvieron sobre todo de ese discurso para chantajear a los sucesivos gobiernos nacionales: a cambio de su apoyo a los presupuestos, la pregunta que más provechosamente repetían era sin duda el “¿qué hay de lo mío?”. Aunque el nacionalismo suele generar pésimos gestores, sus románticos lloros han resultado muy útiles para mamar de la teta estatal el mejor café, importado directamente de Colombia.

 

Cortado el pelo en mil pedazos, cuando no hay más terceras vías al final del camino, cuando no queda qué sangrar y el buen café peligra, cuando el latrocinio de décadas ha sido descubierto, cuando encima la única Sociedad Civil que merece tal nombre ha comenzado a desperezarse, sólo queda una solución. Romper España (el mapa), lo que no podía pasar según nuestros más egregios intelectuales panprogresistas.

 

Pero este primer ataque, ya revelado burdo ante muchos ojos que por fin se entreabren, está mutando y depurándose en una nueva versión –no diré refinada que lucha por mantener su facha progresista. Me refiero al programa de Podemos, que si no es porque dicen ser de centro, uno sospecharía que no hay nada más a la derecha en nuestro arco. Y no me refiero sólo a las formas; me refiero principalmente al neoliberalismo a ultranza de sus propuestas. Resulta que las medidas más antidemocráticas y anticonstitucionales que el nacionalismo ha tardado décadas en reclamar para “desconectar” a las tres CCAA más ricas de los vínculos solidarios (en el más original sentido de recíproca responsabilidad) a los que nos ata la igualdad política, ellos pretenden ofrecerlas gratis, legalmente y sin contrapartidas, a todo el que quiera: barra libre de derecho a la autodeterminación. Defienden convocar referéndums para todas las Comunidades Autónomas. Por supuesto, como ellos son patriotas de verdad (ay, el patriotismo…) «no quieren que ninguna se vaya». Pero se ve que ante todo son demócratas y aceptarán lo que diga el Pueblo… ¡Demócratas, dicen! ¡Aunque su propuesta política de mayor calado pase indefectiblemente por romper la igualdad política, es decir, por ofrecer a los más ricos la posibilidad de abandonar el proindiviso que es la comunidad política!

 

Volvamos al cuadro. ¿Creen que Extremadura, Murcia o Andalucía van a ejercer su derecho a la autodeterminación? ¿Creen que lo van a hacer las africanas (si es por identidad…) Canarias, Ceuta o Melilla? ¿Creen siquiera que lo ejercería un gobierno nacionalista como el que actualmente dirige la Comunidad Valenciana? ¿No, verdad? Yo tampoco. Don dinero manda, y cuando se está por debajo del promedio, mejor dentro que fuera. Que hace frío.  ¿De qué sirve por tanto extender a todos el derecho a la autodeterminación, si sólo esperan ejecutarlo los más ricos? Eso me pregunto… Y sólo puedo responderme que Podemos busca, con tal extensión, dar una pátina de legitimidad a lo que a todas luces es un ataque brutal al centro de gravedad de la democracia que dicen defender.

 

A partir de ahí, de poco valdrá que se hagan fotos ayudando a viejecitas a cruzar la calle. Si son consecuentes con su propuesta, aceptarán que el joven vecino del primero, que no usa el ascensor, deje de pagar las cuotas de mantenimiento de ese montacargas sin el cual no podría subir a su casa la viejecita del sexto; ésa a la que ayudaban a cruzar en la foto. Es más, aceptarán que los ricos recojan sus bienes (que sin duda acumularon gracias a los recursos materiales y humanos que el Estado puso a su disposición haciendo uso de los impuestos de todos los conciudadanos) y se afinquen donde les plazca; y, por qué no, que usen las SICAV como les venga en gana. No hay otra deriva lógica.

 

La última versión más diluida de este ataque nos la han presentado, de nuevo, PSOE, PSC e incluso el PP (además de Podemos): se trata de intentar contentar al separatismo mediante el denominado principio de ordinalidad. Es decir, se trata de rescatar el punto más negro de todo el dichoso Estatut malogrado, por inconstitucional (y, añado, antidemocrático) de 2006. Copio directamente de la Wikipedia:

 

“Cuando el proyecto aprobado por el Parlamento de Cataluña llegó al Congreso de los Diputados, el nuevo modelo de financiación se convirtió en uno de los principales obstáculos para alcanzar un consenso. Fue el pacto alcanzado en La Moncloa entre el presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero y el líder de CIU Artur Mas lo que permitió desbloquear este tema. El acuerdo, que sería llevado al Estatuto, consistió en el aumento de la participación de la Generalitat en los impuestos del Estado (del 33% al 50% del IRPF; del 40% al 58% de los impuestos especiales; y del 35% al 50% del IVA), a cambio de la renuncia a que la Agencia Tributaria Catalana los recaudara. Además el Gobierno español se comprometió a invertir en Cataluña una cantidad equivalente al peso de su economía en el conjunto de España (el 18,5% del PIB), y a que Cataluña no perdería posiciones en la clasificación de las comunidades autónomas por renta per cápita a causa de sus aportaciones al fondo de solidaridad interterritorial (el llamado principio de ordinalidad que se aplica en los estados federales, como Alemania)”.

 

Lamentable la indefensión a la que, a juzgar por los partidos que nos representan, estamos sometidos los ciudadanos españoles. Pero no me gustaría acabar sin hacer mención a lo que entiendo como un segundo ataque al que se está viendo sometida nuestra democracia. Se trata de un ataque, esta vez sí, más refinado; un ataque al que subyacen elementos mucho más complejos; y para el que sin duda no estamos pertrechados para hacerle frente. Se trata de un ataque que, en realidad, no es un ataque; o, al menos, que no se vive como un ataque en muchas de las democracias más consolidadas del mundo. Me refiero al probable desarrollo de nuestra democracia hacia una dinámica más plenamente federal.

 

Baste un sólo ejemplo. Hay partidos, como Ciudadanos, que parecen llevar en sus programas claras medidas tendentes a la federalización de España. Por supuesto, también el PSOE, IU o el propio Podemos. Cuesta encontrar un partido que no vea en el federalismo el bálsamo de Fierabrás. En este sentido, bienvenidas serán ciertas armonizaciones legislativas y, sobre todo, competenciales propuestas por Ciudadanos. (Desconfío, claro está, de los otros partidos que acabo de mencionar). Entre otras medidas afirman incluso que pretenden dar pasos a corto, medio y largo plazo (no entiendo por qué no de golpe) para sustituir los conciertos vasco y navarro por un sistema fiscal común.

 

Pero, al mismo tiempo, parece que pretenden aumentar la cesión de ciertos impuestos a las CCAA para que dicen sanidad y educación se presten por igual en todas ellas. Se habla aquí de corresponsabilidad fiscal: quieren que las CCAA ejerzan su capacidad tributaria sin “esconderse tras el Estado”. Así los ciudadanos pedirán cuentas a sus representantes autonómicos. Bien está, claro. Se respeta y se hace respetar ese principio nuclear de “no taxation without representation” que dio lugar al nacimiento de Estados Unidos, la democracia más vieja del mundo, según dicen.

 

La consecuencia, absolutamente dentro de la lógica federal, será que sanidad y educación seguirán siendo gratuitas en los niveles obligatorios y básicos que determine la ley. Sin embargo, junto con esta corresponsabilidad (o a raíz precisamente de ella) se abriría la puerta a ampliar la denominada cartera básica de prestaciones:

 

“La sanidad universal no está en discusión, pero, si una comunidad quiere dar más prestaciones, tendrá que ver si las cobra o sube los impuestos a los ciudadanos. Así habrá una mayor corresponsabilidad fiscal. Los medicamentos, evidentemente, tienen un precio, y ahí pueden tener un cierto margen”.

 

Desde estas premisas proponen que las CCAA fijen los precios públicos de carreras y másteres dentro de una horquilla fijada desde el Gobierno. El actual Gobierno previó una horquilla de precios públicos que estuviera entre el 15% y el 25% del coste del servicio. Ellos hablan de ampliarla.

 

Volvamos de nuevo al cuadro que presentaba al principio. No dudo de que las medidas recién mencionadas se encuadren dentro de la mejor tradición federal: repartidas por igual las competencias, el gobierno de cada estado federado las ejercerá según la voluntad de los ciudadanos a quienes representa (en Estados Unidos hay estados con y sin pena de muerte…); y, por encima de unos mínimos (la sanidad española ofrece todavía hoy unos mínimos satisfactorios, a juzgar por lo que ofrecen otros países de nuestro entorno), no parece reprochable que aquellas CCAA que quieran y puedan ofrezcan más y mejores servicios a sus ciudadanos (o que simplemente ofrezcan más de este servicio y menos de aquel otro). Pero cuando veo que, dentro del mismo estado federal, pueden convivir un Detroit vacío (en su día “Titanic del capitalismo”, lee uno de pasada) junto con un Sunbelt pletórico no puedo dejar de pensar, desde una óptica democrática, que algo va mal. No lo puedo evitar, me asalta un sentimiento de injusticia cuando pienso que sólo las CCAA más dinámicas recaudarán más y, por tanto, prestarán mejores servicios. Incluso es probable que lo hagan con impuestos más bajos (precisamente porque hay más riqueza y dinamismo), acentuando el dumping fiscal y las desigualdades inter-territoriales. Y entonces me pregunto si el federalismo, al tener que garantizar la autonomía de los estados federados (que jamás serán co-soberanos en una España donde la soberanía sólo reside en la nación española -una mayoría parlamantaria amplia puede cambiar la Constitución sin contar con las CCAA-), no rompe siempre la lógica democrática, es decir, la igualdad política de los ciudadanos. Sólo es posible plantearse esto desde un canon democrático normativo, por supuesto; pero nos ayudará para afrontar algunas preguntas importantes:

 

¿En un Estado que no es propiamente federal, como el nuestro, queremos introducir una completa lógica federal? ¿Si anticipamos que las regiones más dinámicas (como consecuencia de seculares políticas estatales como el mercantilismo, por cierto) serán las que mejor atraigan las inversiones del capital y las que, por ende, mejores servicios prestarán a sus ciudadanos, podemos concluir que la mejor organización del poder a la que aspirar es una federal?

 

Quizás la única forma de arreglar el más básico problema político español (la existencia misma del demos y, en consecuencia, la legitimación del poder político) es adentrarse por las sendas del federalismo. (Que nada tienen que ver con extender el derecho a la autodeterminación, sino todo lo contrario). Sin embargo, quizás deberíamos plantearnos seriamente si es lo que queremos; si la conciencia política de los españoles quiere recorrer tal camino o si ésta siente una puñalada cuando oye que alguien propone abiertamente (¡qué difícil es que alguien lo proponga abiertamente!; lo cual, por cierto, ya nos da alguna pista) discriminar a los españoles en sus derechos y prestaciones más básicas. Y el centralismo… ¿por qué no el centralismo? O, al menos, una dinámica centrípeta. Podría ir siendo hora de pensar en la igualdad política de los españoles.

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