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La democracia en América. ‘Like a Rolling Stone’, Bob Dylan en la encrucijada

Este podría ser el escenario más fiel para Like a Rolling Stone: un país imaginado hace cuarenta años y tan reconocible hoy como entonces.

La Highway 61 es la carretera estadounidense que va desde el golfo de México a la frontera canadiense, justo un poco más allá de Grand Portage (Minnesota). Cuando Dylan estaba en la escuela secundaria en Hibbing era una carretera mágica: con sus amigos atravesaba veinte millas hacia el este para bajar por la Carretera 53 hasta Duluth, donde había nacido, y de ahí tomaba la 61 y se encaminaba a Saint Paul y Mineápolis en busca de otros ambientes[1]. En 1959 y 1960, cuando Dylan estudiaba en la Universidad de Minnesota, la carretera lo llevaba de nuevo a sus lugares favoritos. En Mineápolis descubrió la música folk, la vieja música country y el blues, y también que en materia de canciones y relatos no existía en todo el país una trayectoria más proteica que la trazada por la Carretera 61. Con ella se había hecho historia en el pasado, y se volvería a hacer en el futuro.

Bessie Smith, la reina del blues, murió en la Carretera 61 en 1937, cerca de Clarksdale (Misisipi), donde se crio Muddy Waters y donde, en las primeras dos décadas del siglo xx, Charley Patton, Son House y otros crearon el blues del Delta; hay quien sostiene que el ‘Cross Road Blues’ de Robert Johnson, de 1936, se compuso allí mismo, donde la Carretera 49 cruza la 61. Elvis Presley se crio en la Carretera 61, en las viviendas públicas Lauderdale Courts de Memphis; no muy lejos de allí, la carretera pasaba por el Lorraine Motel, donde Martin Luther King fue asesinado en 1968. “La Highway 61 pasa por la casa de mi chica”, dice un blues que ha ido resonando desde que la carretera recibió su nombre. “Anduve por la Highway 61 hasta que las rodillas me hicieron abandonar”, cantaba John Wesdon en 1993. La carretera es interminable, y vista desde Hibbing parecería que iba hasta el final de la Tierra llevando los ecos más antiguos de la música norteamericana, con hombres de negocios y prófugos de la ley, turistas y aventureros conduciendo con la radio a tope; llevando a esclavos fugitivos hacia el norte cuando la larga carretera no tenía un solo nombre, y apenas un siglo después a activistas por los derechos civiles hacia el sur. La Carretera 61 encarna una América tan mítica y real como la creada en París a partir de las viejas grabaciones de blues y jazz por los expatriados sudamericanos que protagonizan la novela Rayuela (1963) de Julio Cortázar, una obra en la que (al igual que en una carretera) se puede entrar por donde se quiera, e ir hacia adelante o hacia atrás en cualquier momento. La mayoría de la gente que compró el álbum Highway 61 Revisited en 1965 probablemente no había oído hablar nunca de la carretera que le da nombre; hoy el disco es uno de los elementos que constituyen la tradición popular sobre esa carretera. La cubierta, una fotografía de Daniel Kramer (que también hizo la de Bringing It All Back Home), presenta a dos personas dispuestas a emprender un viaje: Dylan está sentado sobre una acera, lleva una camisa rosa, azul y morada abierta sobre una camiseta de Triumph Motorcycles y sostiene unas gafas de sol en su mano derecha; detrás de él hay un segundo hombre, visible solo de cintura para abajo, con vaqueros y camiseta a rayas horizontales naranjas y blancas, con el pulgar derecho enganchado en el bolsillo del pantalón y una cámara colgando de sus dedos; el foco visual está centrado directamente sobre su entrepierna. Recuerdo que un amigo de la universidad llevó al disco a casa como regalo para su hermano pequeño; su madre le echó un vistazo y lo arrojó por la ventana.

El viaje descrito en el disco capturó la imaginación del país. Cuando se escucha ‘Like a Rolling Stone’ como un single, la historia que cuenta tiene lugar dondequiera que uno se encuentre al escucharla. En Highway 61 Revisited era una huida de Nueva York: dabas un paso fuera de la ciudad y con ‘Tombstone Blues’ te encontrabas en Tombstone (Arizona) sin Wyatt Earp, o en Levittown o en Kansas City; en cualquier ciudad o suburbio del país donde la gente hablara de dinero y de la escuela, de perder su virginidad y la guerra en Vietnam, o soñara con el sexo y el Oeste, con Belle Starr y Ma Rainey o el maldito presidente. Cortando abruptamente al final de la canción, Bloomfield dirigía la carga fuera de la ciudad; entonces la carretera retomaba el control, y si en ella todo era posible, fuera de ella no pasaba nada. La carretera era una ensoñación, con un movimiento tan relajante y adormecedor como el de una cuna en ‘It Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry’, un blues atemporal con un estribillo atemporal y común en el centro y una mujer al final, con Dylan cantando la historia de un hombre despreocupado y el grupo soplando detrás de él como una brisa: “Don’t the moon look good, mama/ Shinin’ through the trees?”[2] Y en ‘From a Buick 6’ de pronto había un accidente en la carretera, y el cantante gritaba por la ventanilla mientras aceleraba dejando atrás los cuerpos destrozados. La banda trata de salir de allí tan rápidamente como él, tomando las curvas a una velocidad excesiva, como si eso fuera posible cuando en realidad uno no puede borrar de su cabeza la sangre, cuando, como Dylan cantaba con palabras que de repente hablaban de todo (de filmaciones que mostraban lo que las fuerzas aliadas encontraron en los campos de exterminio nazis en 1945, tal como las vieron los niños en las escuelas norteamericanas a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, como ha sugerido el historiador Robert Cantwell; o de secuencias de los programas de noticias que empezaban entonces a aparecer en televisión, con muertos vietnamitas y bolsas con cadáveres de soldados norteamericanos, como se le podría haber ocurrido a cualquiera; o simplemente de un accidente en la carretera), lo que necesitas es “una excavadora para mantener a raya a los muertos”.

En ‘Ballad of a Thin Man’ los viajeros regresan a Nueva York. En el fondo de un bar del que es mejor no saber demasiado, alguien que pensaba que pertenecía a algún lugar descubre lo que significa no estar en ninguna parte. El piano que pone la canción en marcha resulta tan siniestro que se encuentra a un paso del personaje de dibujos animados Snidely Whiplash, y luego Snidely Whiplash se transforma en el Peter Lorre de M, el vampiro de Düsseldorf. En la carretera hay un extraño lugar cada diez millas, un sitio donde nadie te conoce y a nadie le importas, donde nadie es interesante; en Nueva York, el cantante está al cabo de todo, da un chasquido con los dedos y entonces aparece todo un elenco de figuras grotescas que señalan y se burlan para comprobar si el condenado puede escapar de la habitación cerrada. Luego el disco da la vuelta para llegar a ‘Queen Jane Approximately’, y el cantante monta las ruedas de la música a sus espaldas, nadando en su propio sonido, mientras se aproxima a una mujer que, como la chica de la segunda canción que dio comienzo al cuento, hace mucho, mucho tiempo que no tiene adónde ir. Esa es una de las canciones de finales de los sesenta que se oyen en la banda sonora de Los soñadores (2004), la película de Bernardo Bertolucci sobre tres jóvenes que inventaban su propio mundo a base de sexo, cine y tolerancia paterna en un apartamento parisino mientras en las calles se extendía la algarabía de mayo del 68. Estaban Jimi Hendrix, los Doors, los Grateful Dead, pero “no es justo compararlos con nada de ese disco”, me dijo un amigo. Y luego llegaba ‘Highway 61 Revisited’, con Dylan estrujando una sirena de coche de policía en la que es con probabilidad su letra más perfecta cantada como el relato más increíble. Se puede ver no solo que en la Carretera 61 puede pasar cualquier cosa (un padre que asesina a su hijo, una madre que duerme con uno de los suyos, el producto nacional bruto arrojado a un vertedero, la Tercera Guerra Mundial escenificada como una carrera de coches… en otras palabras, Bessie Smith muerta en un accidente de coche, Gladys Presley llevando al Elvis adolescente a la escuela o Martin Luther King muerto en un balcón), sino que de hecho ya ha pasado. A medida que transcurre la canción, con el grupo dando caza a un conejo rockabilly y el cantante gruñendo con satisfecha malicia, la carretera va en todas las direcciones a la vez, y luego pasa a ser uno de los tornados que barren el territorio desde Fargo a Mineápolis arrastrando coches y lanzándolos por el aire. En ‘Just Like Tom Thumb’s Blues’, el cantante aparece en Ciudad Juárez (México), y lo único que quiere es irse. Ha visto el país de este a oeste, de norte a sur y, lo que es más importante, del derecho y del revés. “Me vuelvo a Nueva York –dice comprendiendo que el chiste que pensaba contarle al país es en realidad una burla de sí mismo–. Creo que ya he tenido suficiente”. Pero aún falta una canción.

El Pasaje de la Desolación, escribió Al Kooper en 1998, era un tramo de la Octava Avenida neoyorquina que estaba “infestado de burdeles, bares sórdidos y tiendas porno inasequibles a cualquier renovación o redención”. Era la clase de sitio donde, según se decía entonces, convenía caminar por la calzada si te encontrabas allí en mitad de la noche porque era preferible estar a merced de conductores que no te veían a estarlo de la gente que podía verte en la acera. Pero aún más que ‘Just Like Tom Thumb’s Blues’, los once minutos de canción transmiten la sensación de estar al otro lado de la frontera, y no solo porque el trabajo del guitarrista de estudio de Nashville Charlie McCoy, contratado por Bob Johnston, nos lleve de vuelta a ‘El Paso’, la balada vaquera de Marty Robbins de 1959: México es un lugar al que uno va para escapar de Estados Unidos.

Caminas por la Octava Avenida tratando de no mirar las luces de neón ni las puertas oscuras que hay a ambos lados. Al igual que en la Octava Avenida, la cultura en ‘Desolation Row’ es la chatarra de la civilización occidental, decadencia en el mejor de los casos y traición en el peor, y a estas alturas, al final de la Carretera 61, puedes encontrar cultura en cualquier parte: en un salón de belleza, en una comisaría de policía, sobre una cama, en la consulta de un médico, en una verbena o en el Titanic mientras se hunde. Dylan sigue a sus personajes a través de la canción como si él fuera un detective y ellos los sospechosos; lo que descubre es que casi nadie conserva lo que tiene, y que casi todos venden sus derechos inalienables por un plato de lentejas. Dylan dijo una vez que esa canción era su versión de la patriótica ‘America the Beautiful’, y la canta con cara de póquer, que es en parte lo que resulta tan divertido; el montón de basura emite un olor repugnante pero embriagador de oportunidades perdidas, locuras, errores, narcisismos y pecados. Todo parece indigno. En el teatro uno se ríe, pero cuando se acaba el espectáculo, como escribió una vez el filósofo ruso Vasily Rózanov, uno va a recoger su abrigo en el guardarropa para irse a casa y se encuentra con el anunció “Ya no hay abrigos ni hogares”. ‘Desolation Row’ parece que se limita a consignar el montón de chatarra, pero en la visita guiada que Dylan hace del lugar, con Cenicienta montando su hogar en el Pasaje de la Desolación, Casanova castigado por visitarla y Ofelia sin poder entrar, se hace patente que el montón de basura es también una utopía. Es un no lugar que se describe de nuevo, en un lenguaje más común, como una crónica de acontecimientos ordinarios, en ‘Visions of Johanna’, una canción de Blonde on Blonde, de finales de la primavera de 1966, aunque Dylan ya la tocaba en escena bajo el título de ‘Seems Like a Freeze Out’ en el otoño de 1965, justo antes del lanzamiento Highway 61 Revisited.

Aquí el Pasaje de la Desolación podría muy bien ser un apartamento de la Octava Avenida, algún lugar bien por encima del nivel de la calle, desde el cual el cantante mira por la ventana. La canción crea una habitación húmeda en la que una corriente de aire arrastra bolas de polvo por el suelo. En los rincones algunas personas fornican; otras se chutan o cabecean. Es un paraíso bohemio, un lugar de retiro, aislamiento y pesimismo. Es un Poe de cuarta mano, un Baudelaire de tercera, transmitido por los innumerables que se creyeron el cuento del artista incomprendido, el visionario a quien la sociedad debe exiliar dentro de sí mismo para que su humillación sea completa y definitiva, pero ese es el peligro. Es la última carta que le queda al artista, y con esa carta puede cambiar el juego. Como Dylan hace en Highway 61 Revisited (recorriendo de un extremo a otro la carretera, parando en cada lugar donde parece que se puede encontrar la mejor hamburguesa de la zona, o la peor), el artista responderá a la virulencia de la sociedad con su propia burla y desprecio. La diferencia es que mientras la sociedad habla solo mediante eslóganes y clichés, el artista inventa un nuevo lenguaje. Cuando el lenguaje de la sociedad haya sido olvidado, la gente aún estará intentando aprender el lenguaje del artista, hablar de manera igual de extraña, con el mismo poder indescifrable. De eso se trata. La habitación húmeda donde se crea esta magia es su propio cliché, por supuesto, pero no hay otro lugar donde preferiría estar el cantante de ‘Desolation Row’ o cualquier otra persona en la canción a quien se le permita entrar y quedarse. Todos ellos, el buen samaritano, Casanova, Einstein cuando tocaba el violín eléctrico, la Cenicienta (bueno, eso es todo; junto con el cantante son los únicos entre los mencionados que han dejado huella en el lugar, y Casanova ya ha desaparecido) sacan sus cabezas por la ventana y examinan a los pocos que podrían juzgar dignos de unirse a ellos, burlándose de la multitud de la calle, de todos los que no saben lo suficiente para implorar que los dejen entrar. Contemplan los horrores que tienen lugar en el edificio que hay al otro lado de la calle, donde el fantasma de la ópera está a punto de servirse un plato de carne humana, pero no hay nada que no hayan visto antes. ¿Por qué crees que están aquí y no allí? La voz en ‘Desolation Row’ y en ‘Visions of Johanna’ es en parte la voz de Jack Kerouac, como narrador en la película Pull My Daisy (1959) de Robert Frank y Alfred Leslie sobre la vida de los beatniks. “Mira todos esos coches –dice–. Solo un millón de viejos de noventa años gritando al ser atropellados por camiones de gasolina. Así que arrójales una cerilla”. A partir de Kerouac se puede retroceder más de medio siglo, y cientos de años, y encontrarse uno en la misma habitación. En el cuadro de 1885 Las máscaras escandalizadas, del pintor belga James Ensor, un hombre está sentado a la mesa, con una botella delante, un sombrero en la cabeza y una máscara de cerdo sobre la cara. Una mujer permanece junto a una puerta, sosteniendo un bastón, un sombre picudo en la cabeza y gafas negras sobre sus ojos. Su nariz es enorme y bulbosa, su mentón sobresale como un tumor; no se puede decir si lleva máscara o si lo que se ve es su cara. Sí, están en Bruselas, y van a ir al carnaval, pero al mismo tiempo, en esta sádica y prosaica escena, se sabe que algo innombrable está a punto de suceder tan pronto como los dos abandonen la habitación. Queda claro que el carnaval al que van no se celebra en las calles públicas, sino en el Pasaje de la Desolación, ese lugar donde los viejos herejes y las brujas, los antepasados de los bohemios del mundo moderno, llevan a cabo sus ceremonias.

Aquí es donde ‘Desolation Row’ casi te abandona. Y luego, tras ocho minutos y medio de canción, con nueve estrofas acabadas y una por llegar, Dylan y McCoy comienzan a machacarse el uno al otro con sus guitarras, y después de más de un minuto (con un agudo solo de armónica sobre la guitarra alejando la canción de su absurda forma de balada folk, como si fuera ‘Froggy Went A-Courtin’ con sus ratones, hormigas, gatos y serpientes vestidos por el departamento de disfraces de la MGM) Dylan hace restallar la canción contra su última estrofa con tres percusiones secas a su guitarra acústica, y el círculo se cierra. En ese momento, la canción se abre de nuevo al sonido de ‘Like a Rolling Stone’, y es toda ella amenaza, promesa, exigencia. Una vez más es el momento de salir de esa habitación sofocante y volver a la Carretera 61. Porque durante todo Highway 61 Revisited, ‘Like a Rolling Stone’ ha estado flotando en el aire como una nube en el desierto, haciendo señas. La canción nos ha llevado por el país para que podamos ver cómo es, pero también para que, atrapados por el impulso de ‘Like a Rolling Stone’, por la onda expansiva de su estallido, podamos acaso comprender que el territorio cubierto es también el país tal como era. ‘Like a Rolling Stone’ promete un país nuevo, y ahora hay que encontrarlo. El motor está en marcha; el depósito, lleno.

 

Este texto pertenece al libro Like a Rolling Stone –Bob Dylan en la encrucijada– que, con traducción de Mario Santana, ha publicado Libros del Kultrum.

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[1] En Minnesota, la edad mínima para conducir eran los quince años. Dylan hizo sus primeras grabaciones en Terline Music, una tienda de partituras e instrumentos musicales de Saint Paul, la víspera de Navidad de 1956. Entre ellas había fragmentos de canciones como ‘Ready Teddy’ de Little Richard, ‘Confidential’ de Sonny Knight (un tema que Dylan tocó de nuevo en 1967 con los Hawks como parte de las Basement Tapes, y que todavía seguiría tocando en escena veinticinco años después), ‘Boppin’ the Blues’ de Carl Perkins, ‘Lawdy Miss Clawdy’ de Lloyd Price, ‘In the Still of the Night’ de los Five Satins, ‘Let the Good Times Roll’ de Shirley and Lee, y ‘Earth Angel’ de The Penguins. Dylan se acompañaba a sí mismo al piano, y sus amigos Howard Rutman y Larry Keegan también cantaban. Después de quedar parapléjico tras varios accidentes que tuvo en su juventud, Keegan en su silla de ruedas subió con Dylan al escenario en Merrillville (Indiana) en 1981, para un bis del ‘No Money Down’ de Chuck Berry (con Dylan tocando el saxofón), y en 1999 cantó en la toma de posesión de Jesse Ventura como gobernador de Minnesota. Keegan murió en 2001 de un ataque al corazón a los 59 años; siempre conservó el disco de aluminio que resultó de la sesión de 1959 y después de su muerte sus familiares lo pusieron a la venta en eBay, supuestamente con un precio de partida de 150.000 dólares, aunque nadie llegó a pujar tanto. “Era horrible”, dice uno de los receptivos oyentes que escucharon las canciones.

[2] ¿No parece bonita la luna, mujer,/ brillando a través de los árboles?

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