“Los últimos días conseguimos el orgullo, los últimos días lo perdimos todo”. Si alguno sabe quién era Ekaterina Velika, a la mente vendrán dos cosas: uno de los mejores grupos del rock yugoslavo, y el desenlace fatal de muchos de sus integrantes. Margita Stefanović, a los 43 años, consumida por las drogas; Ivan Vdović, a los 31 años, de sida; Milan Mladenović, a los 36 años, de cáncer de páncreas; Bojan Pečar, a los 38 años, de un ataque al corazón; Y Dušan Dejanović, de sida, en el año 2000.
Momento y razón de su muerte, como la curiosidad del pueblo demanda, pero también como la vida misma se convierte en un mero suceso mórbido. Vidas de barro que dejaron sobre el cemento belgradense las huellas de sus pisadas, y algo que cualquiera que se interese por Yugoslavia puede saber: talento, mucho talento y que pudo haberlo mucho más. Ya lo entonó con dulzura Jadranka Stojaković: “Todo lo que podríamos haber sido si el día hubiera sido más largo”; y si Yugoslavia hubiera durado más tiempo, canturreo yo.
Puedes sufrir la derrota, puedes ser derrotista, y se puede vivir derrotado sin llegar a ser nunca un perdedor. Luchando y luchando, la historia serbia ha logrado hacer del “ser derrotado sin ser un perdedor” no solo una marca de identidad sino también un destino.
No debería ser necesariamente así. Hubo un tiempo glorioso, con tenedores de oro, cuando la dinastía Nemanjić mandaba en el sudeste europeo; otro, en el que los pastores de cerdos y los campesinos de Grahovo pasaban a cuchillo a los siervos de la Sublime Puerta; otro, en el que la sangre búlgara se olía en los mercados de pescado de Tesalónica; otro, en el que se iluminaban como luciérnagas en la noche figuras cumbre de la ciencia como Nikola Tesla o Mileva Marić. No hay fallo: apostar por un serbio era apostar por un caballo ganador. Yul Brinner, Orson Welles y Richard Burton, en la batalla del Neretva o de Sutjeska, solo podrían habernos convencido de tenerlos cuadrados si hubieran sido serbios. Ya lo dijo Josep Guardiola: “El punto de referencia, para mí, son los yugoslavos. Puede que se dividan en veinte etnias, en distintas repúblicas, en muchos pueblos, pero todos ellos tiene una mentalidad dura y ganadora”.
Lejos de hacerlo, como la magnitud de tales episodios se merecía, lo que tal vez no sepa Guardiola es que es la derrota la que une a la nación serbia. La derrota contra los turcos en Kosovo en 1389; los desplazamientos medievales hacia el norte narradas por Miloš Crnjanski en su obra cumbre, Seobe (Migraciones); el subdesarrollo científico y social al que se sometió a la población en la época otomana; el asesinato de los Karađorđević y Obrenović con la corona todavía sobre la sesera; o el repliegue militar a través de Albania durante la Primera Guerra Mundial y, al final, una gran fosa común de miles de personas, carcomidas por el tifus, las heridas y el hambre, junto a la isla de Vido (Corfú): el gran cementerio azul.
El campo de concentración ustaše de Jasenovac o, también, los bombardeos de la OTAN a Yugoslavia, son derrotas que terminan por unir en la memoria, la contrariedad y la injusticia (SSSS: Samo sloga Srbina spasava: Solo la unidad salva a los serbios) a una población que llora abrazada en las kafanas cuando se supone que debería estar celebrando el cumpleaños de sus hijas. Una filosofía, una forma de asumir que en la vida nos sentimos más veces derrotados que vencedores. Celebremos, entonces, con orgullo manifiesto, el triunfo de la verdad, la verdad del derrotado.
Miki Manojlović es el actor que mejor encarna esta idea cargada de pesadumbre, realismo y dignidad. Quien quiera ver dos películas que recorren los infiernos psicológicos de la década de los 80 y de los 90, donde la derrota serbia se revela a través de los fracasos colectivos, que vea Jagode u grlu (Fresas en la garganta, 1985) y Bure Baruta (Cabaret Balkan, 1998). En la primera, como Miki Rubiroza, representa esa pose existencial henchida de arrogancia que esconde un fuerte vacío existencial, un vacío que solo mengua ante la mediocridad de los demás. Una generación que ve cómo los edificios socialistas de más de 20 plantas, que son sus vidas, quedan progresivamente en un estado ruinoso. En la segunda, como Mane, recurre al suicidio para, mediante la culpabilidad y el chantaje, conseguir recuperar al amor de su vida.
Los extremos conducen al equilibrio: la virtud del orden sentimental entre la depresión y el entusiasmo. En el sexo como en la vida, nunca a medias, como se descorchan los espumosos.
Se lo dice masticando chicle en una escena de la película para el recuerdo un excelso Sergej Trifunović a Milena Dravić:
—¿Cuántos años tiene señora?
—¿Perdone?
—Unos 100 añazos ¿eh? ¿verdad? Vamos… que va a morir despacio ¿verdad? ¿eh?
La misma genealogía del fracaso: a fuego lento, entre ironías que esquivan el conflicto, abandonándose inconteniblemente hacia la desgracia, para desencadenar una tormenta de sufrimiento en los compases finales. Como si no hubiera otro destino posible en el horizonte que la derrota y, además, una derrota trágica, con un final infausto, escandaloso, que exprese hacia fuera lo que se contuvo hirviendo entre brasas hacia dentro.
No es extraño que las dos películas muestren a dos orquestas navegando en una barcaza sobre las aguas de un río: la inevitabilidad de la derrota donde mejor se observa es en los caudales imparables; la incertidumbre frente la amenaza donde mejor se observa es en el vaivén de las aguas. Nos sigue pareciendo que hay belleza en el tormento.
Viviendo derrotados y, de ahí, también, en dirección inexorable hacia la derrota. Acostarse con la mujer que amas sabiendo que otro lo hará después; invitando a copas a los que te traicionarán; fantaseando con negocios que nunca prosperarán. Proyectando logros que nunca se cosecharán, emulando a personas con las que nunca intimarás. Prometiendo todo aquello que sabes que otros no cumplirán (Čovek koji obećava: El hombre que promete). Penitencia para los demás, sufrimiento para uno mismo.
Esperando el golpe de la mala suerte con el único consuelo de saber que eras tú el que aventurabas la fatalidad (inat). Un sexto sentido para anticipar el dolor, un séptimo sentido para sufrirlo en toda su inmensidad, pero ninguno para prevenirlo. Conduciendo con el cigarrillo entre los dientes, frenando en seco y la niña de la mano con el semáforo en rojo en el boulevard Revolucija. Una víctima con responsabilidad, siempre en la escena del delito. Y, sin embargo, un trago de rakija para el invitado, sonrisas para el impostor, la última palabra para el enemigo, la cabeza gacha en la slava del jefe y, al mejor de los amigos, lágrimas, lágrimas, y más lágrimas de dolor.
Igraj i pobedi, ponosno se vrati (Juega y gana, vuelve con orgullo) dice una rima de THCF. Siempre quedará ese orgullo, aunque sea el orgullo del derrotado. Ya lo expresó el poeta: “¡Estamos en derrota, nunca en doma!”. Siempre habrá un recuerdo triunfal, una medalla en el pecho, toneladas de confetis y litros de espirituosos que derramar sobre el parqué, porque, con solo una victoria, se olvida cualquier derrota, al menos, hasta que llegue la siguiente. Siempre nos quedarán los triples, un tiro ganador, esa victoria en el último segundo con un escorzo en gravedad cero. Y es que, pese a todo, siempre nos quedará Aleksandar Saša Đorđević.
Nada nos unirá tanto como una gran derrota, la más dolorosa, la más injusta. Dejémosles las victorias insignificantes a otros, aunque sea a costa de renunciar, disimular u ocultar las que merecen la vida: las que son propias. Y esa termina por ser la gran victoria serbia: la victoria de los derrotados que nunca perdedores, la derrota de la mayoría sobre la paradoja del triunfo, porque cualquier victoria será efímera, olvidada por los anales de las grandes derrotas. Las derrotas de todos, la victoria de unos pocos. La victoria de la derrota. La victoria de los derrotados. Derrotados sin perdición. Orgullosamente siempre.
Miguel Rodríguez Andreu (Vigo, 1981) es editor de la revista de estudios balcánicos Balkania y co-editor de Eurasianet. Es autor de Anatomía serbia y Homofobia en los Balcanes. Reside en Belgrado.