Cada uno de los tibetanos podría estar en un museo, como decía Arthur Hopkinson, que viajó al Tíbet prohibido a principios del siglo pasado junto con otros viajeros británicos como Sir Charles Bell, autorizados a viajar por el gobierno indio, para realizar más de 6.000 fotografías de tibetanos que abarcan 30 años de la historia del país más recóndito del mundo. El ingente y excepcional trabajo documental, The Tibet Album, está hoy en el Museo Británico y puede verse accediendo aquí.
Esa visión de los pioneros británicos, que es como la del entomólogo que colecciona coleópteros bajo la vitrina y luego muestra orgulloso su colección de colores, es la que han desarrollado todos los occidentales cuando viajan al Tíbet pertrechados con su cámara fotográfica, y que ahora China ha descubierto para seguir ejerciendo eficazmente su poder sobre aquel exótico país, tan cercano al cielo y tan lejano del resto del mundo. De este modo el gobierno chino promueve ahora el turismo interior al Tíbet para que los modernos jóvenes chinos fotografíen a una especie de viejos bárbaros medievales que se postran en el suelo frente al Buda y dan vueltas en torno a los templos recitando salmodias y girando un molinillo.
Ahora, los comerciantes chinos, como antes los agentes comerciales británicos, son la nueva clase dominante en ese país excepcional llamado el Techo del Mundo. Especialmente en los últimos veinticinco años, los grandes inversores de la costa oriental china han puesto sus ojos en esta remota región, rica en recursos naturales, mano de obra barata y donde el gobierno local ofrece ventajas fiscales y sociales. Este boom económico chino que arrasa el viejo Tíbet, junto a las campañas llevadas a cabo por el Gobierno de Pekín para atraer población china a esa árida tierra, ha dado como resultado que cada año más de 50.000 chinos emigren a Lhasa. La realidad es que más de la mitad de la población de la ciudad, la que hoy se llama New Lhasa, es ya de origen chino, convirtiendo a los tibetanos en una minoría dentro de su propio territorio, cada vez más recluidos en los viejos barrios.
El gobierno chino siempre ha luchado contra el peligro de fragmentación interior inventando una única etnia de chinos han que con su omnipresencia superara las muchas diferencias lingüísticas y nacionales. Sus dirigentes saben que el separatismo de las regiones donde habitan minorías nacionales podría suponer un proceso como el de la disolución de la Unión Soviética. También lo sabía el gobierno norteamericano antes de entenderse con China tan bien como ahora.
Pero a los 55 años de la invasión, esta paulatina destrucción del Tíbet histórico avanza irreversible a través de la expansión del turismo. La cultura budista tibetana ya ha sido destruida en gran medida por esa emigración china y ahora emerge la disneyficación del Himalaya. En la capital Lhasa, como heraldos de lo que fue el Shangry-La, se levantan majestuosos el Potala y el Jokhang, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, que han acabado convertidos en las nuevas atracciones para los amantes chinos de los parques temáticos.
La ficción idealista
El mito del Shangry-La, procedente de la ficción de James Hilton, Horizontes perdidos, contribuyó a crear durante el siglo pasado la utopía mítica del Himalaya en occidente: el reflejo del Shamballa budista, símbolo del gobierno perfecto basado en la sabiduría, el lugar más inaccesible de la tierra, aislado del mundo exterior, donde sus habitantes, que viven tocando el cielo en la felicidad permanente, son inmortales. Bosques de sándalo y lagos con flores de loto como escenario. Lugar desde el que partirá el auténtico ejército liberador que en 2425 derrotará a los enemigos del budismo, en una batalla que marcará el comienzo de una nueva era de paz y prosperidad mundial, según las sagradas escrituras.
Esa idea romántica del Tíbet, desarrollada por otros best sellers adolescentes como Siddhartha o El tercer ojo, ya había provocado en Occidente que aventureros y exploradores intentaran encontrar ese paraíso escondido, más si cabe incitados por la prohibición de acceso a extranjeros que durante mucho tiempo tuvo el Tíbet y sus grandes ciudades como Lhasa. Aun hoy es imposible visitarlo a periodistas o a turistas si no van en grupo y con guía. Y esa idea romántica ha cuajado también en la imagen del tibetano de aspecto metafísico frente a su antítesis, el positivista chino convertido en máquina.
El lama Thubten Wangchen es el fundador de la Casa del Tíbet de Barcelona y miembro desde el 2011 del parlamento tibetano en el exilio. Tras la muerte de su madre en la invasión china, Thubten Wangchen cruzó el Himalaya hasta Katmandú para no volver más a su país: “Tíbet suena muy bien en Occidente, pero todo eso es un cuento chino. Hace más de medio siglo que ya no es Tíbet sino otro pueblo más de China. En 1950 no había un solo chino en Lhasa, ahora en Tíbet hay 8 millones de chinos y 6 millones de tibetanos”.
Desde España lucha por hacer frente a la inminente desaparición cultural y medioambiental de su país. Su última esperanza está depositada en los más de 500 millones de chinos budistas que empiezan a respetar al Dalai Lama, asegura. Para este tibetano que ya tiene la nacionalidad española, el gobierno chino cambiará como mucho en una década su política respecto al Tíbet, como acabará cambiando su censura informativa sobre Google o las redes sociales. Aunque otros piensan que en ese tiempo ya no quedará ni rastro del viejo Tíbet. Mientras tanto ha estado presente este verano en Hamburgo, donde las conversaciones entre representantes chinos y tibetanos han tenido como tema principal la libertad informativa. Su previsión es que en la visita que el Dalai Lama tiene previsto realizar a Estados Unidos este octubre avancen estas conversaciones.
Los nuevos planes de China
Pero hace algunos años que el Tíbet sigue registrando números récord de turismo. Se ha convertido en uno de los diez destinos preferidos por los nuevos ricos chinos. Según datos de la oficina de turismo de China, como destino atractivo para las aventuras y los peregrinajes, el Tíbet ha registrado un crecimiento medio anual del 30 por ciento en el sector turístico durante los últimos seis años. Gracias a uno de los ambiciosos planes que China tiene para Tíbet, el crecimiento del turismo en la región está actualmente en torno a los 5 millones de visitantes y prevé alcanzar los diez en los próximos cinco años.
Gobernantes chinos del Tíbet dicen que los planes están diseñados para promover la urbanización y el desarrollo de infraestructura en la región. Son los propios operadores turísticos europeos especializados en el Tíbet quienes afirman que es absolutamente falso que China esté ayudando a proteger la cultura tradicional y el medio ambiente como afirman sus autoridades. “Están convirtiendo lo que era la vida y la cultura tibetana en un parque temático budista hortera, sin otro valor que aumentar los ingresos por turismo para las autoridades de Pekín”, dice uno de ellos.
China habla del desarrollo y el progreso del Tíbet gracias a sus inversiones, como la de la línea férrea Pekín-Lhasa, una obra tan faraónica como la Muralla China, que une las dos capitales en cuatro mil kilómetros y 48 horas de trayecto. Mientras proliferan los desprendimientos que bloquean la tradicional “carretera de la amistad” que une Nepal con el Tíbet. Pero los tibetanos no están contentos con el nuevo acceso ferroviario chino. “Esa obra solo beneficia a China no al Tíbet”, apunta Thubten Wangchen. Y alerta sobre la destrucción del medioambiente. “Están destruyendo nuestra madre tierra con las extracciones de oro y uranio. ¿Para qué quieren el uranio sino para fabricar bombas o centrales nucleares? Las carreteras que construyen solo sirven para que puedan pasar los transportes militares chinos”.
Tíbet es un país militarizado, robotizado con cámaras y espiado hasta por dentro de los monasterios. La bandera roja está obligatoriamente situada de modo humillante en lo alto de los templos, el Potala y en cada uno de las cubiertas de las casas tibetanas. Si algún lama tiene la valentía de acudir con sus seguidores a hacer la kora, girar al menos tres veces alrededor del Jokhang en Lhasa, los policías chinos acaban echándole de malos modos de la plaza de Barkhor, la más turística de la ciudad.
La degradación de la cultura tibetana se percibe en las grandes remodelaciones urbanísticas de los lugares históricos que han acabado desvirtuando esos puntos sagrados para el budismo a cambio de modernidad. Tras la destrucción de barrios tibetanos enteros, China desarrolla obras precisamente frente a las entradas principales de los templos, donde implanta la estética urbana de la plaza de Tiannamen y levanta grandes pantallas de plasma que emiten videos propagandísticos, hoteles turísticos, nuevas calles repletas de comercios, luminosos chinos, karaokes, casinos y prostitución. Son chinos los que dirigen las televisiones tibetanas, versiones locales de la CNTV. Hace pocos meses ya se inició una extensa remodelación de estética achinada tanto del Bakhor, barrio sagrado que rodea el templo del Jokhang, la meca del budismo tibetano, como en los alrededores del palacio Potala en Lhasa.
Inmolaciones y represión
Tras los últimos levantamientos en el 2008, que coincidieron con los Juegos Olímpicos y dejaron un saldo de decenas de muertos, casi un centenar de tibetanos se han inmolado para protestar contra la represión del gobierno chino, según datos de la organización Free Tibet a raíz de la autoinmolación de un joven de 37 años y otros monjes adolescentes. Sin agredir a ningún chino, las inmolaciones comenzaron en el 2009 y parece que remiten, aunque los tibetanos siguen convencidos de que viven en un país con dos leyes, la tibetana perseguida y la china. Pero la única respuesta de las autoridades chinas ha sido siempre reprimir el conflicto por la fuerza, acusar a la disidencia de instigar a la violencia y finalmente aplicar un bloqueo informativo. Es esa violencia que antes Gandhi recriminaba a Occidente y que ahora Occidente recrimina a los chinos, enemigos acérrimos de Occidente hasta hace muy poco.
Todas las iniciativas de negociación han fracaso, incluidas todas las concesiones del Dalai Lama que han alcanzado a la propia reclamación de independencia. El Tíbet ha sido verdaderamente independiente en extrañas circunstancias históricas, aunque desde el siglo VII los monjes budistas de los monasterios han gobernado el viejo Tíbet. Abandonado por el ejército chino, por ejemplo de 1913 a 1950, mientras China estaba enfrascada en guerras y revoluciones. Una vez resueltas, el ejército de la nueva República Popular China volvió al Tíbet en 1950 y tras múltiple saqueos y rebeliones, en 1959 el Dalai Lama y cien mil tibetanos se vieron obligados a exiliarse tras la orden de disolver el gobierno local. Para China esa fecha representa paradójicamente el día en el que se liberan millones de siervos tibetanos, un acontecimiento de gran significado en la historia mundial de los derechos humanos. Su visión del viejo Tíbet como un pueblo supersticioso y perezoso ha sido la de un reducto del feudalismo y esclavismo medieval, de 850.000 vasallos al servicio de 130.000 monjes de los monasterios de los lamas, que se oponían al desarrollo de las comunicaciones. Y que la laboriosidad china ha conseguido el paso del feudalismo a la modernidad en el techo del mundo.
Sin embargo, según Thubten Waugchen, el genocidio chino del Tíbet se cifra en el millón doscientos mil tibetanos muertos desde 1959, incluida su madre. Para José Elías Esteve, profesor de derecho internacional público de la universidad de Valencia y miembro del Comité de Apoyo al Tíbet, se cifra en “familias enteras desaparecidas, personas torturadas, encarcelamientos injustificados, fusilamientos sumarísimos, asesinatos, secuestros de niños, infanticidios, violaciones de monjas, destrucción de 6.000 monasterios, persecución religiosa, prohibición de la enseñanza del tibetano… ”.
El futuro del lamaísmo
Pero lo cierto es que el lamaísmo ha ido poco a poco renunciando a sus propios principios frente a la presión de China. Ya solo habla de genocidio cultural. Incluso el Dalai Lama en unas recientes declaraciones acaba de renunciar a tener sucesor. Considera que la institución ya ha cumplido su propósito en 450 años y ha quedado obsoleta desde que en 2001 se eligió un primer ministro del gobierno secular tibetano en el exilio. Con todo ello, es el propio Dalai Lama, influido por las ideologías mundiales que le han apoyado, quien percibe las contradicciones del lamaísmo para oponerse a la invasión china. Contradicciones de las que ha ido desprendiéndose desde que a finales de los 60 la CIA dejo de apoyar a la guerrilla del Mustang, como cuenta el profesor Domenico Losurdo en La cultura de la no violencia.
“Desde que se introdujo el budismo en el Tíbet, hace más de mil años, los tibetanos practican la no violencia con respecto a todas las formas de vida”, repite el Dalai Lama, y que la ahimsa es una característica permanente de su pueblo. Los tibetanos son el pueblo más pacífico de la tierra, afirmaba también Heinrich Harrer, su asesor y el héroe de 7 años en el Tíbet. “Tras pasar un tiempo en el país, nadie es capaz de matar una mosca”. No vaya a ser que sea la reencarnación de un familiar fallecido.
Heinrich Harrer no se cansó de definir el Tíbet “como un pequeño pueblo feliz con su humor infantil”. Debía ser esa felicidad que Jean-Jacques Rousseau atribuía a pobres y esclavos, apunta el profesor Losurdo. Lo cierto es que el lamaísmo procede de una sociedad fuertemente jerarquizada en castas, donde se castigaba con la mutilación o la fustigación pues la muerte sobrevenía solo por voluntad divina o por las consecuencias insuperables de ese castigo. Una sociedad marcada por la esclavitud y la servidumbre que trabajaba gratuitamente para los señores o semidioses, y cuya población no superaba los 30 años de edad media, pues los únicos fármacos permitidos eran “la saliva santa” de los lamas y “la orina de los hombres santos” mezclada con mantequilla de yak.
Ahora, tras medio siglo de dominación china, la lucha entre la forma de vida de los antepasados, la conservación de las tradiciones y los cambios hacia la modernidad ya no es cuestión de Oriente y Occidente. La están ganando las jóvenes generaciones de tibetanos. Mientras cada vez hay menos monjes en los monasterios, crecen los jóvenes que ya visten al modo occidental y tienen smartphone, que han crecido en ciudades chinas estudiando obligatoriamente chino en centros de capacitación, trabajando en proyectos de infraestructuras y desconociendo lo que sucedió hace años. Esto sí que ha comenzado a cambiar lo que había permanecido inmutable durante muchos siglos. El futuro germinará cuando crezcan los descendientes de los matrimonios mixtos entre chinos y tibetanos, que tanto propicia Pekín para rematar su colonización y sobre los que el Dalai Lama poco puede hacer.
Sin justicia universal
Fue en 2006 cuando Thubten Waugchen, junto con el Comité de Apoyo al Tíbet, liderado por el profesor José Elías Esteve, interpuso en España la querella por genocidio. En el 2009, el juez Santiago Pedraz admitió la querella e imputó a tres ministros chinos por la represión en el Tíbet y la Audiencia inició investigaciones sobre los sucesos del 2008 en los que dicen hubo 200 muertos. Pero este año todo se ha sobreseído y congelado en espera de cambios políticos, después del agradecimiento de China al gobierno del Partido Popular por el archivo de la causa tras la reforma urgente de la justicia universal impulsada por el entonces ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón.
Ahora, cuando la comunidad internacional ha sido en gran parte reemplazada por las instituciones financieras y los intereses comerciales del imperio, cuando el planeta se desangra impunemente en Gaza, Siria o Irak y hay más de 50 millones de personas refugiadas en el mundo (la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados), el conflicto del Tíbet ha perdido actualidad y carece de imagen. Su pacifismo ha desembocado en una causa perdida. El holocausto ha devenido en genocidio cultural. Las reformas antifeudales, el desarrollo económico y el declive lamaísta coinciden con el mayor proceso de globalización mundial. La irrupción de la cultura occidental acaba también con el viejo Tíbet. La economía de mercado y la cultura de masas de los culebrones y los concursos televisivos han alcanzado el techo del mundo.
Robert Byron, tras su Viaje al Tíbet en 1929, recuerda “un modo de vida que no se ha conservado en ningún otro lugar del mundo”, y termina sus crónicas de viaje señalando que sigue viva e inminente la amenaza de invasión por la fuerza desde China a causa de la ausencia de ejército propio. “Prefiero confiar en que la vida que vimos en Gyantsé aguante mucho tiempo y desearle suerte al Tíbet en su aislamiento hasta el momento en que Occidente cambie y pueda recomendar sus ideas con más fundamento a aquellos que hasta ahora las han eludido”, dice el viajero romántico. Pero en el techo del mundo no han tenido aun la suerte que le deseó Byron. Mientras los viejos tibetanos esperan con la paciencia budista mejores tiempos, los nuevos han dejado de eludir esas ideas que llegan de occidente y las tablets electrónicas dominan la vida incluso en los propios monasterios. Aquellos que fueron saqueados y cerrados en la década de la revolución cultural maoísta pero que ahora se empiezan a poblar de los descendientes de matrimonios mixtos.
Mario García de Castro es profesor de Información Audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, ha sido director del Instituto Cervantes de Roma y del gabinete de Radiotelevisión Española. Es autor de diversas publicaciones y artículos de carácter académico sobre televisión, como La ficción televisiva popular o Información Audiovisual en el entorno digital. En Twitter: @MarioGdeCastro