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La desobediencia de un beso

 

 

«¿Para qué me sirve el traje de fiesta de la libertad, si en casa tengo que llevar el delantal de la esclavitud?»

Hamann

 


 

Tengo un amigo que es un aristócrata del espíritu y que cuando me abraza me asfixia con el propósito, dice, de que no respire el mismo aire que el resto.

 

¿Sabes lo que escribió Rousseau? –me preguntó un día.

 

Lo desconocía en absoluto.

 

Nunca dijo ser el mejor, pero al menos sabía que era distinto a ellos.

 

Esta conversación tuvo lugar hace unos meses, cuando la gente comenzó a pensar que quizás me estaba volviendo más rara de lo habitual. No me pidan que concrete cuanto tiempo llevo sumida en este estado en el que una se rompe con mayor facilidad frente al cinismo de la vida. “Hablas como si estuvieses podrida”, susurra alguien en el habitáculo en el que me hallo. Yo contesto que qué quiere decir con eso, que no son mis palabras las que se gangrenan sino el juicio de la mayoría., pues creo que uno se pudre cuando deja de sentir y no cuando lo hace inmoderadamente. Le decía yo siempre a mis profesores del IES Valle-Inclán de Pontevedra que han logrado convertir los sentimientos en una patología y el pensar en una blasfemia. De hecho creo que al final del curso ya estaban hartos de mis críticas, y no solo ellos sino también mis compañeros. A mi profesor de Literatura le escribí en una carta en la que le explicaba que no sabía cómo sería un mundo gobernado por personas incapaces de distinguir un predicativo, pero que sí sabía cómo es el que gobiernan aquellos incapaces de sentir y de pensar por sí mismos. Respecto a esto último, Kant escribe lo siguiente en su artículo ¿Qué es la Ilustración?:

 

“Oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones, paga! El pastor:¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!)”.

 

El filósofo defiendía que para alcanzar la ilustración el sujeto ha de exigirse una inofensiva libertad que consiste en hacer un uso público de la razón. Explica que entiende por uso público de la razón “el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores”. Por otro lado, define como uso privado de la misma el “empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía”. Esta distinción es aplicada por el pensador alemán al ejército, a la ciudadanía y a la religión. Sostiene que un oficial ha obedecer órdenes aunque siga teniendo el derecho a expresar sus objeciones; que el ciudadano ha de pagar los impuestos exigidos a pesar de que eso no le niegue la libertad de opinar contrariamente a ellos; que un pastor religioso ha de atenerse a los dogmas de su fe sin tener que renunciar a reflexionar y compartir las conclusiones derivadas de sus pensamientos acerca de la materia. Yo creo que mis profesores se situaban en el mismo cuadrante que Kant (pensad, hablad, pero obedeced), mientras que mis compañeros si bien acataban órdenes, pocos se entregaban al ejercicio de la reflexión, puesto que a mi juicio, desde el mismo instante en el que uno asimila que ha de jurar subordinación alguna, limita ese sapere aude que pretendía convertirnos en aquellos que superan la minoría de edad a base de huir de las sombras y de decir adiós a la pereza, a la cobardía de enfrentarse no solo al mundo, sino a uno mismo. La escuela, esa que recluye la educación a favor del esquema social, político y económico de hoy y de siempre, prohíbe la transgresión, pues al fin y al cabo, el profesor no es más que ese oficial, ese ciudadano o el cura de turno que mientras cumple los dictámenes del sistema es, además de esclavo, poderoso. Se establece así una cadena de domesticación en la que nos adiestramos, pagamos y en la que tenemos fe, pues la quiebra de la misma supondría, si cabe, la destrucción del único orden que hasta ahora hemos conocido. No negaré que mis profesores siempre se han pronunciado a favor de la llamada libertad de expresión y que, en efecto, nos han empujado a hacer uso de ella, pero nunca he entendido que les parezca suficiente que pensemos por nosotros mismos y que podamos gritar al mundo nuestras conclusiones.

 

¿De qué sirven mis quejas por escrito –le pregunto a mi amigo– si al cabo, en la superficie solo pronunciamos los ecos de la obediencia?

 

En efecto, decidí que obviase mi pregunta. Era un buen momento para compartir el aire que respiraba únicamente con la persona que tenía frente a mí. Así que nos besamos tan solo para impedir que la humanidad nos ensuciase los pulmones. Había, tengo que decirlo, bastante desobediencia en ese beso y por eso decidimos que lo más inteligente a partir de entonces sería dedicarnos a tal actividad en vez ejercer nuestro derecho a hablar creyéndonos la mentira de ser libres.

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