Estoy llamando espectador al individuo que no quiere comprometerse en situaciones de injusticia, o sea, de daños que los hombres nos hacemos unos a otros. Le llamo así porque, siendo testigo del mal social, prefiere abstenerse de cualquier denuncia o intervención contraria; o sea, opta por no ser actor. Una de las variables básicas que explica al pasivo espectador y altera su conducta es la presencia y el número de los otros ante la situación en que se produce el daño. Se ha destacado cómo una multitud puede contagiar el pánico y, de ese modo, incitar a la sobreactuación de la gente. Pero conviene añadir que la muchedumbre puede no menos forzar a la inacción de sus miembros. Cuantos más individuos están presentes y con capacidad de ayudar a quien lo necesite, menos probable resulta que un observador se muestre dispuesto a brindar esa ayuda. El mero hecho de que haya varios observadores hace que cada uno de ellos suponga o prefiera suponer que otro va seguramente a actuar. Entonces la conciencia individual de responsabilidad se difumina y reduce; la gente, en medio de esta responsabilidad difusa, se pregunta a quién le toca moverse o dar la cara para enfrentarse al agresor o denunciar el mal.
Parece probado que el espectador aislado acudiría con mayor frecuencia en ayuda de la víctima -porque el foco de la atención le alumbraría nada más que a él- que si creyera ser miembro de un conjunto de espectadores inactivos. Si sólo un espectador está presente, le toca afrontar toda la responsabilidad de atenderla; sentirá toda la culpa de su omisión y soportará el reproche de los demás por no actuar. La presencia de otros, en cambio, puede reducir los costes de su pasividad. Cuando más de uno puede ayudar en una situación, no tiene que ser uno mismo quien ayude… y entonces nos dejamos de creernos obligados a ello. En suma, el rechazo a intervenir puede entenderse mejor conociendo la relación entre los espectadores más bien que entre el espectador y la víctima. La actitud esquiva del espectador es más esperable cuando hay muchos remisos en el grupo y, cuanto más se tarde en actuar en defensa de la víctima, más probable resulta también que nadie lo quiera. Estas leyes se han descubierto gracias a la observación de la conducta del observador en situaciones de desastres naturales, pero sin duda rigen asimismo para los espectadores de daños sociales o injusticias.
Las razones de aquella inhibición por causa del número son fáciles de entender. En buena medida los otros sirven en estos casos como guías para la conducta y, si están inactivos, inducen al observador a permanecer inactivos también. Por ello mismo el efecto conjunto de ambos procesos será mucho mayor que el de cada uno por separado; si cada espectador ve a otros espectadores momentáneamente paralizados, puede imaginar que la situación no será tan seria y que resulta menos urgente que actúe. Más aún, en caso de responsabilidad grupal por un acto (o por una dejación) punible, la reprobación que se dirige a cada miembro individual es a menudo débil o inexistente. De suerte, en fin, que la identificación con los objetivos del grupo y sus acciones es obviamente más fácil y mucho menos exigente que la identificación y empatía con un individuo marginado.
Se hace así notar cuánto pesa, ante esa demanda de denuncia o socorro de la víctima, el hecho de poder ser visto por los otros o el de poder ver a otros. La difuminación de la responsabilidad requiere sólo que un espectador suponga que los demás están presentes, sin ser preciso que se vean entre sí; si, por el contrario, destacamos el peso de la influencia social en aquel rechazo, entonces hace falta que ese espectador vea a los otros, pero no que ellos le vean a él. No se olvide que ciertos aspectos que favorecen esa irresponsabilidad de parte de los actores también fomentan la inhibición de los espectadores. Estos pueden refugiarse en el anonimato. Todo lo que haga a una persona sentirse como si nadie la conociera está creando el potencial para que esa persona se desentienda de las consecuencias de sus acciones… y omisiones. La rutinización del “espectáculo” inicuo, por otra parte, pronto desanima a su espectador de todo impulso a intervenir. La irresponsabilidad se acrecienta también por la sospecha de que las aparentes malas acciones son en realidad buenas, porque sería improbable que un grupo entero pudiera estar incurriendo en tan grueso error o cometiendo semejante bajeza. Ciertamente las variables no acaban ahí, pero con esto basta.