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La discreción de Julio Ramón Ribeyro. El cuento, estilo de un corredor de “cien metros lisos”

Julio Ramón Ribeyro

La actualidad literaria es tal vez menos determinante que la novedad política o la sociológica. Solo por su actualidad, los hechos políticos o las corrientes sociológicas definen el momento histórico en el que se producen; configuran el mundo en su preciso instante. Sin embargo, en contra de lo que pueda parecer al publicarse tantos libros y al merecer las novedades la constante atención de los medios, la actualidad literaria no tiene tanto interés por sí sola, sino que de esa actualidad únicamente importan aquellos libros que la trascienden, que, conteniendo o no los rasgos imperantes de su tiempo, serán perdurables. Pueden reflejar, obviar o denunciar el momento presente, pero no son libros de moda (incluso aunque se pongan de moda o lo estén, trascienden también este éxito). La obra de un buen escritor va más allá de las imposiciones estilísticas y temáticas de una determinada estética contemporánea. Responde a una sensibilidad particular y a veces el autor ha de asumir incluso consecuencias negativas (o aparentemente negativas) por mantener esa fidelidad a su personal juicio.

El escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, hoy considerado uno de los mayores cuentistas del siglo XX, mantuvo esta fidelidad y eso le supuso un reconocimiento tardío. Fue fiel a su propia sensibilidad artística en medio de un contexto que anunciaba cosas distintas y escribió una obra perdurable, resistente a su propio tiempo y a toda época, lo que le convierte en un clásico. Su obra es inagotable como las grandes obras: puede releerse una y otra vez. En ella hay precisión, exactitud en la expresión, belleza, ironía, humor, sencillez y ternura.

De los muchos rasgos que pueden destacarse de este escritor, hay uno que parece revelador porque se puede aplicar a muchas facetas de Ribeyro y le define de una manera transversal. Es la discreción, entendiendo lo discreto como aquello que, según el diccionario, es sin exceso, reservado o mesurado.

De todos los personajes de los cuentos de Ribeyro, muchos conmueven al lector de una manera frontal e intensa por la crudeza de su historia, como sucede, por ejemplo, con los dos niños protagonistas de ‘Los gallinazos sin plumas’, que son maltratados por su abuelo don Santos y que cada día acuden al vertedero para buscar comida con la que alimentar al cerdo Pascual. O en el caso del minero huaripampino Sixto Molina, del cuento ‘El chaco’, con su trágica muerte violenta, que ocurre en medio de la lluvia y le deja el cuerpo atravesado por las balas –escribe Ribeyro– “como un colador”. O don Leandro, en ‘Al pie del acantilado’, que es obligado a construir su casa más allá de la ciudad, al fondo del barranco, e incluso de allí le echan.

Pero, junto a estos, hay otra clase de personajes, muy abundantes en la obra de Ribeyro, y que son tal vez los más intensamente propios de Ribeyro. Son los discretos, los que no se distinguen ni tan siquiera por su extrema condición ni por la crueldad de su destino, y que conmueven al lector precisamente por su moderación, por su medianía, por su vulgaridad, por su medido dramatismo; porque no son, ni tan siquiera, estrictos antihéroes.

Por ejemplo, Matías Palomino, en ‘El profesor suplente’, que es cobrador y recibe de pronto la visita de un amigo que le invita a dar una clase de Historia. Él ve al fin la oportunidad de “desempolvar su inteligencia en desuso” y demostrar su valor. Llega diez minutos antes a dar su clase, pero en ese breve tiempo de espera le asalta la duda y en su mente se confunden las ideas y los conceptos. Se mira en el reflejo de un escaparate y ve su imagen de hombre vencido y frustrado, y cuando se le acerca el guardia para preguntarle si él es el nuevo profesor de Historia, Matías responde con violencia que no, que él es cobrador. Vuelve a su casa sin haber conseguido impartir la clase y toma conciencia de su frustración. Al ver en los ojos de su mujer, escribe Ribeyro, “por primera vez, una llama de invencible orgullo inclinó con violencia la cabeza y se echó desoladamente a llorar”. O Angustias, la protagonista de ‘Los españoles’, que vive en una pensión en Lavapiés y es invitada por su novio a un baile que puede cambiar su destino y suponer para ella el comienzo de un futuro mejor. Todos en la pensión le ayudan a arreglarse y aportan algo para su vestido. Las prostitutas Paloma y Dolli la preparan como si fuera una reina y Angustias resplandece de felicidad. Sin embargo, en el último momento, con la mano ya en el picaporte de la puerta de salida, exclama: “¡Que no voy!”. “¡Que no voy, que no voy, que no voy, que no voy!…”. Y así, citando el final del cuento, “por orgullo, así su renuncia le costara la vida, no fue”.

O Arístides, en ‘Una aventura nocturna’, que es la historia de un hombre fracasado y solo que un día decide aventurarse a dar un paseo por un barrio desconocido, y allí encuentra a una mujer sola en un bar y, de pronto, ve la excitante posibilidad de tener una aventura con una mujer desconocida, pero su esperanza termina en desilusión. Hay otro cuento que merece atención, ya que muestra de una manera magistral la transformación de la sociedad peruana en la década de 1950, y el desplazamiento de la tradicional aristocracia en favor de una nueva clase burguesa y empresaria, titulado ‘El marqués y los gavilanes’. El aristócrata don Diego Santos de Molina, que se niega a aceptar los nuevos tiempos, ve cómo su mesa reservada en el hotel Bolívar, en la que acostumbra a leer cada día el ABC y el Times, ha sido ocupada por el advenedizo don Fernando Gavilán y Aliaga. El protagonista, entrañable en su desmedida resistencia, dedicará su vida, y se volverá loco, en el intento de combatirle. Son estos y muchos otros los ejemplos de personajes discretos de Ribeyro.

El propio Ribeyro contestó, en una entrevista, que todos sus cuentos tratan sobre una decepción. ¿Y acaso no es profundamente humana la decepción? Y no una decepción grandilocuente, sino una sin mucho impacto en las cosas ni en las personas, que ni siquiera ha sido antecedida por una lucha especialmente dramática. Sufrir un chasco es algo sin duda muy humano y cuando su dramatismo no es muy exacerbado, cuando el chasco es discreto como los anteriores, es algo difícil de traslucir en la literatura. Ribeyro es un maestro en la escritura de la decepción discreta. Por la verdad que contienen estas decepciones y por todo lo que la vida misma pueda tener de decepción, el lector se adhiere a estos personajes discretos de una manera singular, tal vez el impacto sentimental del cuento no es una sacudida, como en los primeros citados, pero tiene largo alcance, queda en la memoria y en el corazón, y retrata al lector universal en sus angustias y en sus miedos discretos y no heroicos, que no responden a importantes historias.

La discreción no solo caracteriza a los personajes de Ribeyro y los asuntos cotidianos de sus cuentos. Es un rasgo que define la concepción de fondo que el escritor tiene de la literatura, su estilo y sus intereses.

En primer lugar, Ribeyro es un autor de espíritu discreto. Como han señalado muchos de sus críticos, su fama fue tardía, su carácter extremadamente tímido, concedió no demasiadas entrevistas y se expuso poco a la adulación y a la propaganda[1]. El reconocimiento que Ribeyro vivió durante los últimos años y la atención creciente que hoy merece no invalida de ningún modo este trasfondo de espíritu discreto.

Además, Ribeyro optó por el cuento. Escribió novela, teatro, crítica y textos autobiográficos, pero fue el cuento el género al que dedicó sus más numerosas páginas publicadas. Y el cuento, en sí mismo, es un género discreto, breve, tradicionalmente considerado de menor alcance que la novela.

Como se señala con frecuencia, su opción por el cuento se produjo en un momento de auge de la novela, y esta decisión le apartó temporalmente de la fama. En una entrevista concedida en 1981 a Elsa Arana Freire y Miguel Enesco, titulada, de manera expresiva, “Individualista feroz y… anacrónico”, Ribeyro comenta que el cuento tuvo relevancia en el desarrollo de la narrativa hispanoamericana de la década de 1950, pero que “los autores del boom estaban solicitados en tanto que novelistas y yo más que nada era cuentista, y no hubo un boom del cuento. Claro que he escrito novelas, pero ellas no tenían un carácter novedoso, impactante como las de los grandes autores del boom”.

El cuento es el género al que Ribeyro dedica la mayor parte de su obra publicada. Ribeyro se califica a sí mismo como un hombre vehemente, como un corredor “de cien metros lisos”:

“Escribí cuentos porque personalmente tengo alguna dificultad para construcciones muy grandes y de mucha envergadura y además no poseo la capacidad de hacer proyectos a largo plazo. […] Evidentemente para escribir una novela hay que tener una gran confianza en el porvenir”.

Se encuentra cómodo en la poética que sugiere el fragmento, adecuado para representar un instante simbólico que queda expresado en la brevedad del cuento.

En tercer lugar, Ribeyro tiene un estilo clásico y directo. Se recuerda a menudo que era llamado “el último escritor del siglo XIX”. Ribeyro acepta que la afectación que, según escribió, es connatural a la escritura (ya que es un medio derivado de expresarse), pero no traspasa el umbral hacia esa doble afectación, hacia lo que él llama “afectación en segunda potencia”[2]. Ribeyro apostó por la frase sencilla. Esta elección contribuyó igualmente a que su fama fuera tardía. Ribeyro optó por este estilo en un momento histórico en el que lo que triunfaba era justamente lo contrario: la exploración formal, el requiebro, el adorno.

Entre las noticias que aparecieron en la prensa española en 1983, año en el que coinciden la publicación de su novela Crónica de San Gabriel y del libro de cuentos La juventud en la otra ribera y un viaje de Ribeyro a España, se publica un artículo en el diario El País, el 3 de mayo, firmado por las iniciales J. F. B. y titulado significativamente ‘El escritor peruano Ribeyro se aleja de la épica narrativa de otros autores’. Allí se rescatan estas declaraciones del autor:

“Algunos han creado la ficción de que Latinoamérica es un continente barroco y que por lo tanto tiene que expresarse de una forma barroca. No dudo que puedan ser barrocas determinadas zonas de Centroamérica o el Caribe, pero pienso que hay sitio para un arte limpio, directo, en el que no predominen las formas sobre la función”.

Ribeyro abandona su manera directa y clásica de narrar en muy pocos relatos. Por ejemplo, en el cuento polifónico ‘Fénix’, en que se alternan las voces en primera persona de los miembros de un circo; en ‘Carrusel’, en que se enlazan varias historias diferentes que desembocan en la primera y logran un efecto circular, o en ‘Las cosas andan mal, Carmelo Rosa’, un texto escrito en segunda persona del singular en el que se le anuncia al protagonista un destino aciago y que está confeccionado como una sola e ininterrumpida frase sin otra puntuación que el punto y final. Tal vez estos cuentos que significativamente se alejan del característico tono de Ribeyro mantienen la corrección exacta del autor y momentos que delatan el genio del cuento, pero pierden la intensidad de sus dramas cotidianos sin alardes técnicos.

Por último, como se verá, los finales de los cuentos señalan también la discreción de Ribeyro.

La discreción, esta discreción que revelarán sus finales, unida al espíritu discreto del autor, a la elección del cuento, que es en sí mismo un género discreto, y a su estilo poco afectado, se relaciona con la singular independencia que Ribeyro mostró respecto al tiempo en que vivió. Eligió la frase sencilla en un momento en el que triunfaba la experimentación formal y escogió el cuento en un momento de esplendor de la novela.

Según Ribeyro, todo seguimiento exhaustivo de la moda culmina irremediablemente en el Museo de Antigüedades y la clave para lograr una novedad literaria no está en la innovación técnica, sino en la actitud narrativa. En una de las cartas que Ribeyro envió a su agente alemán, Wolfgang A. Luchting, y que han sido publicadas por primera vez en México por la Universidad Veracruzana, se define a sí mismo como “salvajemente subjetivo” y en el curso de una breve frase muy conocida sobre sus cuentos sorprende la rotundidad (puesto que insiste en ello en un espacio de pocas líneas) con la que Ribeyro acentúa su “propia sensibilidad”, el modo en que selecciona aquello que “a su juicio” merece la pena ser contado:

“Mis cuentos, espejo de mi vida, pero también del mundo que me tocó vivir, en especial el de mi infancia y juventud, que intenté captar y representar en lo que a mi juicio, y de acuerdo con mi propia sensibilidad, lo merecía: oscuros habitantes limeños y sus ilusiones frustradas, escenas de la vida familiar, Miraflores, el mar y los arenales, combates perdidos, militares, borrachines, escritores, hacendados, matones y maleantes, locos, putas, profesores, burócratas”.

Ribeyro mantuvo esta fidelidad a aquello que “a su juicio” merecía ser contado, no fue un escritor de moda, y eso le supuso un reconocimiento tardío.

Al decir que Ribeyro fue fiel a su propia sensibilidad artística en medio de un contexto que anunciaba cosas distintas, no nos referimos, como diría Unamuno, a “una absurda consecuencia doctrinal”, sino a una que admite, en la expresión del autor, los diferentes periodos de una vida mental “con las íntimas contradicciones a ello inherentes” (Unamuno, 1964). La fidelidad de Ribeyro a su propia sensibilidad artística no fue un voluntario heroísmo que un hombre escéptico como Ribeyro jamás habría pretendido, sino el resultado de una honesta lucha interior y exterior no exenta de vacilaciones (como se puede ver en sus diarios), de la que finalmente resultó una consistencia.

De la perseverancia en su atención a algunas pocas cosas del mundo y de la sinceridad al decirlas tal y como él las veía, se construye el argumento sólido que define su obra literaria. De los rasgos que marcan la obra de este escritor peruano que merece la pena ser leído, uno es la discreción.

Esta discreción se verá también iluminada por el estudio del final, que intenta encontrar alguna conclusión de carácter general en una cuentística que se resiste a ser sistematizada por la crítica. Cualquier intento de ordenamiento y unificación de la obra de Ribeyro se encontrará con barreras, barreras que muestran con rebeldía la magnífica independencia de la literatura respecto de los afanes de la crítica.

Con una claridad sorprendente y elocuente, el análisis de los finales de los cuentos de Ribeyro conduce la mirada del lector hacia un lugar insospechado. El análisis del final revela la insistencia con la que el narrador subraya, en las últimas líneas, la toma de conciencia del personaje. Significativamente el narrador no detiene su relato al advertir las consecuencias externas del acontecimiento de los cuentos, de naturaleza diversa, sino que reserva el cierre para del cuento para atender a sus consecuencias en la interioridad del personaje. Escribe “unas líneas más” en las que aflora este segundo nivel de lectura del texto que, sin la debida atención al final, puede pasar inadvertido.

El cierre guía la atención del lector hacia un subrayado de la conciencia del personaje, dotando de un sentido nuevo a lo leído antes, pues el lector comprueba cómo en los diversos relatos varía la naturaleza del acontecimiento contado –un banquete fallido (‘El banquete’), una excursión de dos chicas jóvenes de clase social diferente a la playa (‘Un domingo cualquiera’), la muerte del padre (‘Página de un diario’), la ruptura de un espejo (‘El ropero, los viejos y la muerte’)–, pero su repercusión en el personaje es recurrentemente la misma: la preponderancia de la toma de conciencia, el movimiento de la atención del lector hacia la trama transcurrida en el interior del personaje.

Comprende entonces el lector aquello que Ribeyro ha querido secretamente contar: no tanto que un banquete falla, sino que don Fernando Pasamano conoce su estrepitoso fracaso; no tanto la excursión que evidencia los contrastes entre las dos protagonistas, sino el hecho de que Nelly termina comprendiendo que no volverá a ser invitada; no tanto que el padre muere, sino que el hijo se da cuenta de que se ha convertido en su padre; y no tanto que un espejo que simboliza el pasado se rompe, sino que el padre de los Ribeyro comprende que morirá pronto.

Este segundo nivel de lectura que emerge en el final nos llevará a señalar la toma de conciencia por parte del personaje como una línea maestra de la obra de Ribeyro.

En la naturaleza de la toma de conciencia del personaje, que aflora en el cierre de sus cuentos, nos encontraremos con la lúcida frontera que el autor repetidamente les marca a sus personajes, dejando así constancia de su manera de entender el mundo.

La toma de conciencia por parte del personaje que vertebra los finales de Ribeyro tiene una intensidad discreta. Una intensidad discreta en el sentido de que, una vez esta se produce, los cuentos se terminan. Queda entonces referida al ámbito de la interioridad del personaje y es un descubrimiento amargo después del cual el cuento termina, sin que esta toma de conciencia haya mostrado poder transformador del mundo externo, de su funcionamiento, de sus opresiones.

Es este factor el que nos conduce a conectar el final de los cuentos de Ribeyro con su escepticismo vital, pues demuestra la falta de confianza en que estos momentos “epifánicos” que narran los cuentos tengan una influencia en el entorno del personaje, que permanece inalterable e inalcanzable para su razón y su acción. Se pone en cuestión la capacidad transformadora de la toma de conciencia, que, como hemos advertido, es discreta, cotidiana, sencilla, íntima y, desde un punto de vista práctico, inútil.

Según nuestro estudio, el límite que Ribeyro señala con profunda insistencia en sus finales es la toma de conciencia por parte del personaje. El final de Ribeyro apunta y encarna el escepticismo que es trasfondo de su poética. La toma de conciencia, frontera subrayada hábilmente por el narrador en las últimas líneas de la mayoría de sus relatos, da cuenta del carácter de la obra de este autor de cuidados finales.

En una entrevista, Irene Cabrejos de Kossuth le señala a Ribeyro el hecho de que en muchos de sus cuentos se produce el mismo proceso dialéctico: “el personaje sufre la irrupción temporal de una circunstancia imprevista y azarosa, opuesta a su rutina habitual, que en realidad no transforma su vida, ya que todo vuelve a ser como antes, pero que le hace cobrar una nueva conciencia de sí”.

Ribeyro responde con una consideración que apoya la centralidad de la toma de conciencia por parte del personaje, que el final ha dejado al descubierto con claridad:

“Yo no había pensado en esa interpretación, pero me parece válida, se puede sostener, se puede justificar. En muchos de los cuentos, en un momento dado, los personajes salen de su vida rutinaria y entran en una circunstancia particular que hace que su vida cambie, que dé un vuelco. Qué digo yo, por ejemplo, en el cuento ‘Una aventura nocturna’, en que el protagonista una noche baja a un café donde hay una señora que está sola y entra ahí. Esto podría interpretarse como una circunstancia que le proporcionaría una aventura inesperada, importante para él, porque es un hombre muy solo. Al final no pasa nada, pero la aventura frustrada lo marca de alguna forma”.

En uno de los cuentos más emblemáticos de Ribeyro, ‘Silvio en El Rosedal’ (París, 29 de agosto de 1976), considerado un retrato de la filosofía de su autor, el personaje protagonista, que trabaja en una ferretería limeña, hereda una hacienda en el valle de Tarma, llamada El Rosedal. Al trasladarse allí descubre que tras la casa había un maravilloso rosedal, donde las rosas de todos los colores iban floreciendo a lo largo del año. Al cabo del tiempo, descubre que las rosas han sido plantadas en un orden determinado. Obsesionado con encontrar el sentido de este orden, desde ese momento “No tuvo ojos más que para el rosedal, todo el resto no existía para él”. El cuento narra los muchos y variados intentos del personaje por descubrir el orden del rosedal, de las formas construidas por las rosas. Y termina así:

“Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco. Aún intentó una nueva fórmula que improvisó en el instante: las letras que alguna vez creyó encontrar correspondían correlativamente a los números y sumando estos daban su edad, cincuenta años, la edad en que tal vez debía morir. Pero esta hipótesis no le pareció ni cierta ni falsa y la acogió con la mayor indiferencia. Y al hacerlo se sintió sereno, soberano. Los fuegos artificiales habían cesado. El baile se reanudó entre vítores, aplausos y canciones. Era una noche espléndida. Levantando su violín, lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor”.

De aquella empresa obstinada emprendida al inicio del cuento, y que ha marcado todo su desarrollo, ¿qué ha quedado? ¿Qué ha quedado de aquellas ansias de sentido, de aquella búsqueda de un orden definitivo en el jardín de rosas?

El final en la obra de Ribeyro marca una frontera a los personajes en sus afanes por desenvolverse en el mundo. Y esta frontera es, también, discreta. El personaje comprende que en el jardín no hay “orden ni misiva, ni en su vida tampoco”. Deja de lado su búsqueda, se desprende de sus intenciones amorosas por su prima Rosana, que también han ocupado sus desvelos a lo largo del cuento y, al final: ¿qué le queda? El violín y una toma de conciencia por parte del personaje (que comprendió, se dio cuenta, que tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor). El personaje toma conciencia y es una toma de conciencia discreta, que no altera el mundo. Se produce e inmediatamente después llega el punto y final.

El cuento termina de una manera no concluyente en relación con la tarea que se ha planteado al inicio y a la que el personaje ha dedicado todo el relato. Hay un acento final en la afectividad del personaje. No se da un juicio ni un veredicto, y esto conecta con el espíritu escéptico de Ribeyro y, en última instancia, con su concepción no totalizante de la literatura. Pues, según Ribeyro, la tarea de la literatura no es explicar globalmente la realidad. Esa es tarea de la filosofía.

La toma de conciencia por parte del personaje, que emerge en las últimas líneas, retrata, de este particular modo, los cuentos imperecederos de La palabra del mudo, y en algo responde a aquella pregunta general que el lector se hace después de sorprenderse ante sus finales: ¿Qué cuentan los cuentos de Ribeyro?

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Este texto forma parte del libro El final invisible. Qué cuentan los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, fruto de una anterior tesis doctoral y recientemente publicado en Lima por la editorial de la Universidad Ricardo Palma. Estas páginas reproducen, con algunos añadidos, la participación en la mesa redonda desarrollada en Casa de América, Madrid, el 8 de abril de 2019, titulada La palabra de Ribeyro.

[1] En la presentación a Asedios a Julio Ramón Ribeyro, volumen que compila una serie de artículos acerca de distintos aspectos de la obra del autor, Ismael P. Márquez y César Ferreira destacan el desapego (quizá incluso el rechazo) del escritor a la notoriedad fácil y a la adulación gratuita (cfr. Ferreira y Márquez, 1996: 18).

[2] Ribeyro (1975): “Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial– constituye a la postre una afectación en segunda potencia” (120).

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