Una madrugada de hace millones de años me fui de esta habitación. Vivía fuera de lugar, como un forajido, asediado por la autoridad y las derrotas. En otras palabras, vivía como cualquier joven irreductible de mi generación en esta España alucinada que nunca nos ha querido. Hay noches, en Nueva York, en las que jugamos a ser exiliados al calor de una estufa. No es un juego. Somos exiliados y planeamos un golpe de Estado mental que restaurará el orden constitucional. Que ese día nunca llegue, es la intuición que nos tortura.
Me fui y ahora vuelvo de paso para certificar que, cuando las cosas van mal dadas, las grandes canciones susurran verdades íntimas e individualizadas, capaces de partirte el alma como una estaca. La distancia sí fue el olvido. Como bien observó Neil Young, sólo el amor puede romperte el corazón. De Dylan y Cohen, ni hablamos.
Acompañado en el trance por esas canciones, me doy cuenta de que esta habitación que dejé, impugna de alguna forma mi exilio o lo hace más injusto si cabe.
En ella hay unos pedacitos del Muro de Berlín que un amigo argentino de mi padre –exiliado de su dictadura- me regaló o unas balas que saqué con mi navaja suiza de unas fachadas de la periferia de Sarajevo en el 98 o un cuchillo gurka que compré al contingente nepalí de la MONUC en Bunia o dos piedras de arena de Kerbala. Un machete torneado en Honduras con una preciosa funda de cuero de Costa Rica. Una camiseta de Zidane que mi mejor amigo, ex jugador profesional, me regaló y que Zidane le dio a él después de un partido. Un cuadro de una joven desnuda que una compañera de viaje me regaló en una Estambul arrebatadora. Un póster de Dexter Gordon sonriendo que me protege por las noches. Algunos trofeos de mi humilde carrera deportiva en natación y fútbol. Una pipa blanca de Eskisehir. Un mapa del mundo donde mi madre pincha banderitas para recordarme dónde he estado. Mis Partagás habaneros. Un sello de un dragón chino para marcar mis libros que mis padres me regalaron en Londres. En un cajón, los papeles que mi abuelo dejó al morir: la guerra nunca lo abandonó. Varios pasaportes caducados, billetes de muchos países, cartas que no recuerdo haber leído nunca, pero que me hablan de cosas muy emocionantes.
Mi modesta discoteca de jazz, iniciada, en una mañana que falté al instituto, con la compra del ‘Kind of Blue’ de Miles Davis y con el juramento de que nunca escucharía otra cosa. Afortunadamente no ha sido así, aunque vaya mucho por el Greenwich Village.
Y mis libros, mi cuartel de invierno. Todo Kapuscinski, todo Bolaño, mucho Greene, mucho Hemingway, Auster y Vila-Matas. Todo Kafka y Javier Marías. Loriga, Chandler, Hammet. Muchísimo Faulkner, Cabrera Infante y Cortázar. Un Pessoa. Mi vanguardia: Joseph Conrad, George Orwell, Arcadi Espada, Sontag, Arendt, Umbral. Mis incursiones en la ciencia y en la historia. Ancestros como Centelles, González Ruano o Pla. James Ellroy, Charles Bukowski, Normal Mailer. O’Brien, Melville, Stevenson, Lawrence de Arabia y Saint-Exupéry. Son muchos y algunos permanecen ahora agazapados. Separarme de ellos es siempre doloroso.
Es la habitación de alguien que lucha por comprender, a pesar de todo. De alguien que no tiene lugar aquí porque ha olvidado las formas necesarias que nunca quiso poner en práctica. La mía, la nuestra, es una batalla por el todo y algún día volveremos para tomar lo que es nuestro y nos ha sido negado por los mediocres, los traidores, los asesinos.
Ahora, una vez más, me tengo que ir.