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La divina marquesa. El empeño de Luisa Casati por ser una obra de arte

 

Es octubre, la laguna de Venecia dormita entre laberintos de callejuelas y palacios olvidados. Oculta tras los cortinajes de los ventanales del Palazzo Vernier, Luisa Casati, despreocupada, se desviste a tientas, con lentitud, recreándose en su desnudez ajena al tiempo y a cuanto de ella se comenta en los círculos mundanos, esos que tanto frecuenta.

La fiesta ha sido un éxito. El Ballo di Cagliostro ha dejado la huella de una noche convertida ya en recuerdo. Sus invitados, ataviados para la ocasión, no han dejado de alabar su vestido negro de Medusa, el mismo que corona su retrato de Alberto Martini que preside el salón de baile. Cuántas miradas, cuántos susurros. Después, su empeño por continuar la fiesta fuera. Solo a ella se le hubiera ocurrido disfrutar del cielo, justo en un día como hoy de cielo también negro. Y luego la tormenta, las carreras y las mesas por el suelo, y una carcajada: la suya, que todavía resuena en la estancia, mientras se muestra orgullosa de su logro, convertir sus extravagancias y ella misma en lo que siempre soñó: una obra de arte.

Esta voluntad por convertirse en un objeto artístico, despertando la admiración, el disgusto o incluso el temor del público es el argumento en el que basó su vida. Ya desde pequeña se siente diferente, solitaria en un Milán que se le antoja gris y aburrido. Tímida hasta la exageración, se recrea en su silencio, solo allí se siente a salvo. No le gusta jugar con los otros niños, su único refugio son los libros de arte, y las salas oscuras de la Pinacoteca de Brera, donde creció observando los retratos, tratando de hacer suyos esos gestos que desde el lienzo parecían llamarla y que solo ella era capaz de transformar con su fantasía. De vuelta en casa se imaginaba con los vestidos lujosos de Doucet o Worth, los mismos que, cuando su madre no estaba, se probaba asomándose a un guardarropa en el que desde sus ojos infantiles todo parecía cobrar vida.

Una infancia pronto rota cuando tras la muerte de sus padres el barrio de Porta Comasina se convierte en un escenario aún por descubrir que despierta todo su interés de juventud. Heredera de una inmensa fortuna, el dinero poco significa para ella, nada. Sus tíos, con los que vive, organizan veladas, fiestas donde la aristocracia se deja ver bajo las lámparas de araña. Fue en uno de esos bailes cuando un joven de aspecto atildado llamó su atención. Camillo Casati, elegante, marqués, de palabra fácil. Con sus galanterías y la promesa de una vida parisina abren la tapadera de sus sueños más dormidos. La vida de casada le aburre sin embargo casi tanto como las cacerías a las que tan aficionado es su marido y a las que acude casi a regañadientes.

Sería en una cacería cuando Gabriele D’Annunzio y ella se descubren. Poeta, calvo, de baja estatura y veinte años mayor, pero sobre todo un ser libre. Alabado por hombres y mujeres y deseado por cuantas féminas se cruzan en su camino, dijo de ella que era “la única mujer” que verdaderamente le había impactado. Un beso en el guante sería el inicio de una relación a la que ella se entrega con curiosidad. Se buscan, tan iguales en su afán de mostrarse, y al mismo tiempo se esconden, se admiran. Las palabras del poeta la seducen: La llama Koré, aunque es Coré el nombre que elige como una reina del Ade, dulcificando la inicial, recreándose en esa ambigüedad de estatua antigua. Empiezan así una relación de amistad amorosa, poco convencional, más allá de sábanas revueltas y palabras inventadas. D’Annunzio, el príncipe de la Indecencia, como le califican, la convierte en su musa literaria, inmortal ya para siempre en las páginas de sus escritos. Él será el inspirador de una nueva Luisa, novelesca, de cabello rojo encendido y ojos tiznados de negro, tez blanquísima y el efecto de la belladona para conferirle, decía, “el mismo brillo que tienen las mujeres en sus miradas después de hacer el amor”.

Frígida en ocasiones, voluptuosa hasta el desdén en otras. No quiero ser amada, es la inmortalidad lo que busco, repite sin cesar: quiero que todo el mundo hable de mí, no quiero otra cosa, dice Luisa. Y para ello se viste con los diseños que especialmente crean para ella Fortuny o Poiret. Incluso se rodea de animales exóticos que poco a poco van alimentando su fama de personaje excéntrico. Todo sirve en esta coreografía de extravagancias si de este modo consigue convertirse en la reina de la mundanidad. Desde el guepardo domesticado, a la pitón que se enrosca al cuello cuando no lleva su famoso collar de perlas de siete metros, por no hablar del papagayo negro o ese galgo que ordenó pintar de azul para que hiciera juego con su último sombrero.

Algunas noches se deja ver en la laguna, desnuda, con una capa de piel de tigre sobre los hombros. Su criado tunecino la acompaña alumbrando el camino con una antorcha. No le importan las miradas ni los murmullos. Al contrario, le gusta sentir los ojos lleno de deseo clavados en su cuerpo. La desnudez es otro disfraz. Lo saben bien los pintores ante los que posa sin rubor: Boldini la hace parecer seductora y maravillosa, el futurista Depero le da a su rostro poco convencional un aire picassiano, Man Ray la fotografía con cuatro ojos, Zuloaga la pinta como una maja tenebrosa, y Van Dongen la desnuda mostrando sus pequeños senos con la laguna y su palazzo al fondo…

Viajera incansable: Roma, París, Nueva York… Dicen que a Capri llegó con catorce baúles, un leopardo, una jaula con dos búhos, y un maniquí de cera hecho a su imagen y semejanza con quien comparte cama y noches en vela. Fuma, bebe, se entrega al placer sin límites. Organiza misas negras. Sus constantes excentricidades le dan la vida, lo mismo que esos amantes atraídos por su misteriosa personalidad. Pero es Gabriele D’Annunzio, siempre D’Annunzio, a quien acude cuando está triste o se ve en dificultades económicas. Unos y otros no hacen sino aumentar la leyenda de mujer fatal que ella misma se encarga de propagar en su huida desbocada de la realidad.  

 Guionista, directora de escena y ejecutante a un tiempo. Son tantas las Luisas, tantas las habladurías, ríe… Pero ahora en el silencio de la noche, mientras contempla la laguna, prefiere no pensar en nada. Ni siquiera en ese futuro de desdicha que ya se atisba. “Ser diferente es estar sola. Por eso estoy sola”, dice antes de perderse en la oscuridad fecunda de la noche.

 

Manuela della Fontana (Madrid, 1972) es una escritora oculta. Después de trabajar muchos años en el mundillo editorial decidió dar el gran salto y retomar su vocación. Fue entonces cuando empujada por algunos amigos salió a la luz su blog Soñando con maletas y empezó a escribir en las revistas VoZed e Hyperbole, donde colabora habitualmente. En FronteraD ha publicado Y un día me desperté sola. En torno a la fotógrafa Francesca WoodmanA cambio de nada. Recuerdos de Kiki de Montparnasse. En Twitter: @enmanuelle2002

 

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