He visto otra vez la intervención de Pedro Sánchez en el incidente durante el funeral de Rubalcaba (al que, ahora lo sabemos, había retirado la palabra) y nada me gustaría más que hubiese sucedido como sucedió. A mí me resultó sorprendente. Tan sorprendente que me cuesta creer que fuera algo espontáneo. Por desgracia, me inclino a pensar que fue algo dirigido. Y esto es horrible. Es horrible pensarlo y es más horrible aún que de verdad fuese como lo pienso. Desde luego, el historial de Sánchez mueve a ello. Surge La duda, como la obra de teatro en la que se confunden la maldad, la bondad, la justicia o la injusticia, la verdad o la mentira. Nada me gustaría más que la reacción del presidente fuera perfectamente natural. Sería un alivio y también me inclino por pensar que lo fue, pero luego pienso que sería la primera vez que observo en él una actitud de esas características, justo antes de pensar, otra vez, que bienvenida sea. Si sigo dándole vueltas, de nuevo pienso que es un acto efectista, una comedia negra, y si ahondo en ese pensamiento me reafirmo en que todo estaba perfectamente calculado. Después me arrepiento por pensar así y me digo que ha podido ser como ha sucedido, por qué no; pero, de pronto, me vuelvo a decir que no tengo por qué arrepentirme de pensar algo que tiene lógica, por repugnante que sea. De cualquier modo, resulta de cierta inmoralidad el protagonismo de un invitado a un funeral. Luego de pensar esto, es cuando recuerdo vivamente el oportunismo salvaje del protagonista, aquel sobre el que está forjada su figura y sus impresionantes logros. Su egolatría, tantas otras veces mostrada, parece capaz de llegar a esto. Y no digo que haya sido así. Ojalá que no. Tan sólo lo sospecho. Lo sospecho horriblemente y en el ínterin niego con la cabeza al imaginar, de ser cierto, las manos en las que estamos. El mismo día del funeral, por la noche, me despedía de unos amigos en el portal de su casa. La puerta se abrió y tras ella apareció Ángel Gabilondo, que nos saludó con amabilidad. No caí en la cuenta entonces, distraído, de que venía del funeral con su corbata negra. Es ahora cuando me ha dado por fantasear, también distraídamente, al recordar cómo desapareció, veloz, arriba de las escaleras, con que la inicial cortesía la provocó la afectación espontánea por el compañero desaparecido y la posterior huida la vergüenza repentina por el acontecido.