Nada es tan importante como para que el todo no deba continuar… Empieza a atardecer en Beirut, el calor intenso, los vecinos fuman reposadamente en las aceras sus pipas de agua, una mesa improvisada, unas sillas, una partida de cartas. El taxista cuenta ceremoniosamente los raídos billetes de 1000 libras libanesas, con una parsimonia, con un cariño como en ningún otro país he visto. Vuelve a pasar sus sucios dedos por encima, los acaricia con tacto, repite la cuenta en medio del traqueteo de su Mercedes. A lo lejos me llega el eco en masculino de las pocas palabras en árabe que puedo entender, son números, cálculos, una obsesión por el dinero que explica el origen definitivo de los males libaneses: todo el mundo está dispuesto a venderse al mejor postor.
Los cajones de fruta reposan en la calle, apenas se puede caminar por las aceras feudo exclusivo de los grandes todoterrenos. A las 5.30 comienza el discurso televisado del líder de Hizbollah, Hassan Nasrallah, sin que en el barrio cristiano parezca importarle a nadie. La gente observa con indiferencia al Demis Roussos chií, engordando cada vez más en una nueva aparición estelar, repitiendo la monserga de siempre contra Israel, Estados Unidos, los rebeldes islamistas sirios, privando a su guionista de la posibilidad de sorprender al mundo con el anuncio de una operación de reducción de estómago.
No tarda en escucharse una ráfaga de tiros que viene del sur. Los seguidores de Hassan celebran fusil de asalto en mano las palabras de su jefe en medio de la indiferencia absoluta de un Beirut de vuelta de todo. Si algo salva al país del cedro de una futura guerra no es la pericia de sus grupos políticos, Let´s have everyone at the party, sino el desdén con el que la mayoría de libaneses mira a su alrededor.
Un refugiado sirio se hace una paja en un callejón aledaño, el salón de belleza Champs-Elysees, putrefacto en un viejo edificio con agujeros de bala, promete la belleza en un mundo que se derrumba. Yo me preparo para cenar, para contemplar Beirut desde las alturas en una de esas noches en las que deseas de la vida nada menos que te haga feliz.
Extraños agradables, ofendidos porque rechazas su exquisito y ardiente Limoncello, casas imponentes, gente de paso que no eligió voluntariamente estar ahí, americanos encerrados en su embajada, haciendo barbacoas, chapoteando en la seguridad que se siente cuando uno cree representar el bien. La madre cocinera italiana se desvela porque sus hijos coman. Él, bronceado, galante y mediterráneo, afirma que primero vienen las mujeres, luego la comida y por último el trabajo. Por algo ha quebrado el sur de Europa.
Mi acompañante me tiene preparada una última sorpresa. Va a sonar el imponente inicio de la Sherezade de Rimsky Korsakov, colándose por las rendijas de las puertas, deslizándose a través del largo pasillo como una alfombra mágica que finalmente se detiene en un palacio de sensualidad.
A las 5 de la mañana Beirut está vacío.
Dos cohetes caen en el sur de la ciudad.
Veo a los libaneses a través de la ventana tomar serenamente sus cafés a la espera de que vuelva la electricidad. Como a ellos, el mundo me queda muy lejos.