«Frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin murallas». Epicuro.
No somos niños, de acuerdo. Pero en este no-ser niños tiene que haber algo, un ser relativamente a la infancia. En caso contrario, yo no podríamos tener y cuidar pequeños. No podríamos llegar a ser padres o maestros, tener sobrinos, jugar como el más despreocupado de los críos. Tampoco podríamos estar invadido a veces por miedos infantiles.
Lo grave es que esta relatividad del no-ser, este ser en potencia algo que no somos todavía en acto, se extiende casi indefinidamente. Desde luego, tiene en la muerte un primer acto. No estoy muerto, pero soy mortal: de antemano, algo sé de los muertos. Si no, no podría darme miedo la muerte, ser algún día capaz de morir, adquirir una palidez mortal debido a un recuerdo. O llorar por alguien que va a morir.
Es posible que todo lo que no es esté de alguna manera presente en medio de los seres mortales, constituyendo los espectros de su suelo. También la muerte, sobre todo la muerte, encarna un no-ser relativo a una forma de vida.
Incluso en el último acto la muerte es un potencial, la capacidad de devenir otra cosa, tal vez otra persona. La posibilidad de ser una aparición, una resurrección, un cadáver patético, un santo… El principio de contradicción falla así en un punto clave. Ser y no ser, a pesar de Hamlet y Aristóteles, no pueden ser simplemente contrarios. Soy y no soy.
¿Cuántas veces he creído morir, he soñado ser otro, he querido morir? ¿Cuántas veces no he sabido quién soy? El no ser, incluso la muerte, es un espectro que une a los seres. Sobre todo consigo mismos, a través de una especie de rodeo ascético.
En caso contrario, si la muerte no fuera algo anterior, nadie podría algún día no ser, dudar de la vida habiendo sido. No podríamos jugar con la desaparición, amenazar con ella.
Para empezar, la propia seducción, el humor o el poder ¿no son un juego de ser y no-ser? La muerte es la potencia que nunca tendrá una actualización definitiva, ni siquiera tras lo que consideramos un último acto.
El sorprendente Alan Watts, en Om: La sílaba sagrada, un libro tan clásico como clandestino, comenta: «Todos pensamos que estamos vivos. Pensamos que estamos realmente aquí. ¿Cómo podríamos experimentar esta realidad si no hubiésemos estado alguna vez muertos? ¿Qué nos da una vaga noción de que estamos aquí si no el hecho de que, alguna vez, no lo estuvimos?».
Y Watts aún sigue, con la naturalidad un poco naïf que le caracteriza: «Hemos aprendido que debemos continuar, que es nuestro deber. Pero no lo es. Todas estas ideas sobre lo espiritual, lo divino y lo que debemos hacer no son la única manera de ser religioso. Hay un misterio inefable subyacente en nosotros y en el mundo. Es la oscuridad de la que surge la luz. Cuando reconocemos la integridad del universo y que la muerte es tan deseable como el nacimiento, podemos descansar y aceptar que es así. No podemos hacer nada más».
No saben de qué estamos hablando, ¿verdad? No se preocupen, pronto lo sabrán. Mientras tanto, feliz domingo de fútbol y jornada electoral.