Home Acordeón La encrucijada educativa (I)

La encrucijada educativa (I)

Cartel con el texto; Repeat after me
                                                                                 Bárbara Kruger     

 

 

“Lo que no está rodeado de incertidumbre no puede ser verdad”

Richard Feynman, Premio Nobel de Física en 1965

 

 

La educación es un territorio minado sobre el que muchos ciudadanos caminan como si fueran expertos, con ese áspero aire tabernario de “esto lo arreglo yo en un pispás”, mientras otros huyen medio acobardados por la sospecha de que “esto no hay quien lo arregle”. Con pocas excepciones, no hemos tenido suerte en cuanto a la altura de los políticos a los que les ha tocado ocuparse de ella (en el Gobierno central, en los autonómicos y en la oposición), pero sin ignorar el deslucido papel de muchos de ellos, misteriosamente agraciados con el cargo, sería impropio de cualquier análisis pretendidamente exigente dejar al margen a otros protagonistas esenciales, como profesores, padres, ciudadanos en general, sindicatos profesionales, editoriales o los propios estudiantes.

       En las últimas semanas hay un runrún casi diario sobre el pacto educativo entre los dos principales partidos. Me encantaría equivocarme y con placer me tragaría mis palabras, pero mi pronóstico es que todo quedará en nada. Y no me refiero a que tan importante e improbable acuerdo no tuviera benéficas consecuencias para el sistema educativo. Mi escepticismo, creciente en estos tiempos de histeria política cuyo más ajustado lema podría ser la provocación unamuniana “de qué se habla, que me opongo”, me hace dudar de la firma de pacto alguno. Si la experiencia sirve de algo, en los próximos días oiremos preventivas declaraciones de amor al pacto; más adelante se dará por imposible; de inmediato surgirán por todos los confines acusaciones cruzadas, vestiduras teatralmente rasgadas, tertulias comburentes y, en menos de un mes, una vez amortizado el tema, a otra cosa. Previsiblemente la responsabilidad en la ruptura no será simétrica, pero habrá que esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, teniendo siempre presente que los problemas no abordados acaban convirtiéndose en prácticamente inabordables.

       El hecho de que todo el mundo proclame la trascendencia de la educación para el futuro de nuestras sociedades ha servido para que nos regodeemos en ello, pero apenas ha ayudado a mejorarla. A la hora de la verdad, los mismísimos que hacen solemnes declaraciones sobre su importancia la ningunean a los cinco minutos, al mostrarse incapaces de llegar a consensos suprapartidarios, y de camino la convierten en una especie de videojuego político que, en ese mundo virtual en el que a veces se embriagan los políticos, les legitima para transformar al adversario en enemigo. Cómo echamos de menos en política aquella frase del director de fotografía Néstor Almendros: “Yo nunca critico a mis enemigos porque a lo mejor aprenden”.

       Esa permanente refriega política se lleva a cabo con un bombardeo de pueriles recetas pseudomilagrosas, como lo son todas las fórmulas unidimensionales aplicadas a la educación. Porque cualquier propuesta de solución que se resuma en una sola frase es indefectiblemente una mala caricatura. Forzando un símil  matemático, habría que decir que la educación requiere ecuaciones de vigésimo grado, o más allá, no una simple ecuación de primer grado (o lo que viene a ser lo mismo, “esto lo arreglo yo en un pispás”) como las que suelen esgrimirse no sólo en las conversaciones entre profanos, sino también en el ruborizante escenario político que nos toca soportar cada día.

       El objetivo de este artículo es, sin citar expresamente a ningún político o partido, exponer los principales desafíos de la educación española en el nivel no universitario, pero no sería  una pérdida de tiempo dedicar antes algunas líneas a un par de contradictorios asuntos preliminares que nos ayudarán a poner los pies en la tierra.

       El primero, ya esbozado, desmontar el mito de que cualquiera entiende de educación por haber estado en el colegio, tan alejado de la verdad como sostener que cualquier comensal es buen cocinero. Si fuera así, fácilmente dispondríamos de un buen arsenal de soluciones de andar por casa que nos ayudarían a mejorarla. Lo que Paracelso estableció sobre los venenos y las dosis, cabría aplicárselo a la idea de verdad: no hay verdad absoluta sino aproximaciones a la verdad. En mi opinión, la aproximación a la verdad de la mayoría de las recetas educativas unidimensionales es tan escasa que tiende a cero. Apañados estaríamos si pusiéramos en marcha todas esas ocurrencias, a menudo basadas en un idílico pasado personal que nunca volverá.

       El segundo es que, de la misma manera que la justicia es demasiado importante para dejarla sólo en manos de los jueces, la educación es demasiado transcendental para soltarla en manos de los pedagogos. Pero de nuevo todo es cuestión de grado: tan prescindibles son las vulgares charlas de café de tono arrebatado, como las refinadas piruetas metalingüísticas de algunos pedagogos empeñados en hacerse imprescindibles para descifrar los jeroglíficos educativos que ellos mismos crean. Y no propugno la erradicación de los pedagogos, sino su integración como un elemento más en el diseño de las mejoras.

       Subrayada la complejidad de problema, que desaconseja aplicar viejas recetas de trazo grueso o dejar que políticos y expertos nos secuestren el tema, podríamos adentrarnos en el marco general del análisis: la educación es un sistema con tan extraordinarios vasos comunicantes como los del cuerpo humano (que hacen que un ligero dolor en el talón genere en dos días una lumbalgia acompañada de jaqueca) y con una tornillería tan delicada que, por ejemplo, cuando un ministro toca levemente el sistema de “elección de centro” acaba propiciando un modelo de “selección de alumnos”, o, cuando un Gobierno pretende democratizar los centros, acaban éstos con un déficit de gestión que deja exhausta la capacidad de dirección de los colegios e institutos.

                                                           Lección de anatomía. Rembrandt    

 

 

 

       El sistema educativo (por algo se llama sistema, porque funciona como tal) es complejo, con conexiones no evidentes, con alta sensibilidad a los cambios y una inercia nada despreciable (para lo malo, pero afortunadamente también para lo bueno). Y sólo gestores conscientes de ello pueden articular con inteligencia los movimientos que necesitamos para mejorarlo. Como anécdota, cabe recordar lo que hace años decía en privado un ministro de Educación: “Estoy contento con mi gestión, porque creo que no he estropeado nada, y eso es a lo que puede aspirar un ministro de Educación”. Cuesta aceptar que la educación sea un sistema más delicado aún que el sanitario. Se puede argumentar que un fallo sanitario puede tener efectos más graves, e incluso letales, y ese análisis es obvio si nos ceñimos a un ámbito individual. Pero es altamente infrecuente un fallo sanitario reiterado o sistémico que acabe dañando a una población amplia. Y nos daríamos cuenta enseguida, los medios lo sacarían en primera página, la sociedad se escandalizaría y hasta los políticos reaccionarían como si les fuera la vida. Esto es algo que no ocurre en la educación, cuyos planteamientos inadecuados provocan un efecto masivo, pero tardío; devastador, pero temporalmente camuflado. De hecho, pensemos que cualquier propuesta de mejora, más o menos ambiciosa, no da frutos generalmente hasta una o varias legislaturas más tarde (lo que explica muchas cosas sobre la frecuentemente desidiosa política educativa). Si a ello se le añade la mayor vulnerabilidad de la educación respecto a las cuestiones ideológicas, se podrán llegar a aceptar las palabras con las que comenzaba este artículo: “La educación es un territorio minado”.

       Recapitulando lo anterior se desprende un marco general que conviene tener en cuenta antes de mover un dedo y que se puede resumir en lo siguiente: existencia de múltiples agentes, necesidad de grandes acuerdos políticos básicos, erradicación de las ocurrencias y las recetas unidimensionales, lucha activa contra el secuestro de la educación a manos de los políticos o los expertos y consideración de la complejidad del sistema educativo, que lo hace imprevisible en su reacción ante los cambios.

       Pasemos ahora al diagnóstico y propuesta terapéutica específica, reconociendo que la múltiple interacción de factores a la hora de analizar el sistema genera dos problemas expositivos por los que de antemano me disculpo: cierto nivel de desestructuración temática y algunas reiteraciones en diversos epígrafes.

 

Políticos

La mayoría de los políticos afrontan la educación con un instinto semibélico, algunos de ellos por un mesianismo ideológico incompatible con la democracia, otros por un impudor electoralista que apela a los bajos instintos de la ciudadanía, y no faltan los que se dejan llevar por un mecanicismo que les anima a proponer majestuosas soluciones que sólo emanan de su varita mágica. No se sabe qué es peor. Debería explicarse en primero de Política Democrática que siempre que una formación troquela de forma descarnada su ideología partidista en el sistema, tarde o temprano viene otra que deshace lo andado y, como si fuera la primera vez, impone la suya. Con ello no se pretende decir que los partidos no deban tener ideologías educativas diferenciadas, sino que harían bien en someterlas a amplios y duraderos acuerdos políticos para evitar que un vaivén de vientos contrapuestos deje al sistema educativo sumido en el desconcierto y la inestabilidad, como ha sucedido en España.

       No trabajar de forma suprapartidaria en la mejora del sistema, a partir de algunos grandes consensos básicos, es propio de políticos irresponsables, sectarios, ignorantes o también de narcisistas que parecen imaginar que las leyes de la física suspenden su aplicación cuando ellos entran en escena. Pero además, en España ya hemos tenido algunos ejemplos de esa gran política de Estado, el más importante de ellos el de la Constitución: los partidos negociaron a brazo partido, pero todos cedieron algo que al principio parecía innegociable. ¡Quién tuviera 30 años de estabilidad legislativa en el ámbito de la educación! O, al menos, que los cambios fueran requeridos por necesidades de actualización educativa y no impuestos por los enfrentamientos sectarios. En el fondo, todos saben que la educación es un proyecto de Estado, no de partido ni de Gobierno, como recordaba hace semanas en El País Guillermo de la Dehesa, pero prefieren evitar esa verdad incomodísima.

       Las turbulencias político-educativas tienen un efecto directo en los aspectos normativos y funcionales del sistema, y eso lo ve todo el mundo. Pero tienen otro bastante más sutil, aunque no menos dañino: la progresiva desestabilización psicológica, desánimo y escepticismo de los profesores, y la desorientación de los padres. Es fácil imaginar las consecuencias cuando se ven afectados estos dos integrantes tan esenciales de la comunidad educativa.

                    Lección de piano.  Henry Matisse

 

       No es sólo el belicismo partidista, hay más. La impregnación con el anestesiante aroma de lo políticamente correcto evoca el llamado síndrome de la fotocopia, epidémico entre los estudiantes, muchos de los cuales creen que tener las fotocopias de los apuntes es prácticamente sinónimo de dominar la materia. En el tantas veces irracional mundo de la política no escasean quienes creen que hablar de calidad equivale a implantarla por arte de birlibirloque, o que pregonar el valor del esfuerzo sustituye precisamente al esfuerzo real de propagar esa pauta en los centros escolares. Todos los políticos saben muy bien que, al hablar de educación, si no quieren quedar como unos flojos, no tienen más remedio que martillear con la calidad, el esfuerzo, la autoridad y lo importantes que son los jóvenes para el futuro del país, entre otros conceptos imprescindibles. Pero esas ideas acertadísimas se han convertido en simples lugares comunes, porque una vez proclamadas con grandes palabras, a la mayoría se les nota que hablan por boca de ganso y sólo quieren flotar en las aguas de lo políticamente correcto para quedarse con la conciencia bien tranquila. Carlos Luis Álvarez, Cándido, decía que “la actualidad tergiversa muchas veces la realidad”. Pues bien, la gran realidad de esas palabras se ha ido convirtiendo a golpe de insistencia estéril en vulgar actualidad. El país no necesita que se hable más de calidad (entre otras cosas, ya hubo una ley que incorporaba el sustantivo al título, y ya sabemos para lo que sirvió), sino que se establezcan diversas medidas combinadas y adecuadamente financiadas que nos permitan mejorarla.

       Dice Manuel Castell en Comunicación y Poder (Alianza) que el poder se basa en el control de la comunicación y la información, a pesar de que el poder sea algo más que comunicación, y la comunicación algo más que poder. Pues bien, quizá esta relación de algún modo simbiótica ha provocado que la discusión pública sobre educación haya degenerado, a causa de los empellones políticos y el indigno seguidismo intelectual de parte de la prensa, en una suerte de campeonato de titulares: que si la autoridad, que si el esfuerzo, que si el adoctrinamiento moral… Con este tipo de pensamiento dipolar (si es que un modelo de sí/no merece el nombre de pensamiento), no hay manera de cambiar nada. Apenas hay políticos o gestores que hablen de temas complejos, como la atención a la diversidad, la mejora de las competencias lectoras, la urgente necesidad de mejorar en matemáticas, la capacitación en destrezas intelectuales, la formación inicial de los profesores o su carrera profesional y su sueldo. La mayor parte del discurso político sobre educación es inespecífico, arrojadizo y predecible. Es decir, prescindible. Y si el discurso lo es (se entiende que, dejando a salvo algunas excelentes iniciativas muy sobre el terreno), es lógico que la acción derivada tienda a ser irrelevante cuando no inexistente.

       Hay otra llamativa tendencia política que a la que convendría poner coto: la consideración de que cualquier político puede ser ministro, consejero o muy alto cargo de Educación. Es relativamente frecuente que los máximos responsables de los Ejecutivos den por hecho de que para ser ministro de Economía hay que ser un gran experto en el área y tener un historial adecuado, pero para ser ministro de Educación vale cualquiera que se maneje en las aguas de la política, sin experiencia en el sector, o, por el contrario, cualquiera que haya sido profesor, sin experiencia en la gestión. Sería interesante saber en qué manual han leído los presidentes que gestionar la educación es más fácil que gestionar la economía, pero se trata de un manual equivocado, porque una cosa es que la economía tenga más empaque que la educación, y otra algo distinta que los requerimientos del titular de Educación deban ser menos exigentes que los de su colega. Lo que esto refleja es, en el fondo, bastante lamentable: Educación es una cartera comodín, con la que los presidentes del Gobierno aprovechan para dar juego a diversas personalidades, corrientes, facciones o incluso procedencias geográficas. En este artículo se evita deliberadamente especificar nombres, pero hágase un sumario recuento de ministros, secretarios de Estado o consejeros autonómicos y se comprobará como, por más que uno lo intente, no consigue comprender la razón de muchos nombramientos. Ha habido brillantes excepciones, por supuesto, pero son estrictamente eso: excepciones. A tenor de su estadística particular, se diría que en esos casos los presidentes se equivocaron al acertar.

 

Prensa

El papel de la prensa en el ámbito educativo queda sumamente cuestionado por tres problemas, uno de ellos general y otros dos más específicos. El general es el seguidismo de los partidos políticos en ésta como en otras materias. Los específicos son, por decirlo en pocas palabras, el nulo compromiso con la educación de las direcciones de los medios y la deficiente preparación inicial de los periodistas que se ocupan de esta información.

       El problema del seguidismo es de gran calado, teniendo en cuenta que, como describe Enrique Gil Calvo en La lucha política a la española, el llamado cuarto poder “ha vivido la ilusión de que podía llegar a ser el primer poder efectivo”. Mal arreglo tienen las cosas si algunos medios confunden su misión hasta el punto de pasar de informadores y generadores de opinión a coristas, y, de ahí, a sedicientes directores del coro (los auténticos corifeos, al contrario de lo que se suele entender).

Salir de la versión móvil