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ArpaLa enhebradora de agujas

La enhebradora de agujas

Cuando la abuela se quedó ciega, fui nombrada enhebradora de agujas. Porque el oficio de las abuelas es coser, zurcir y remendar, aunque se queden ciegas.

 

Andan por ahí, tocando las paredes y las ropas y los rostros de las gentes, reconociendo los agujeros, las heridas, zurciendo todo.

 

A una madre que no quiere a un hijo por feo le cosen la boca y no dejan nunca que lo diga y hiera el alma del hijo; soplan el bocado caliente para el que no quiere comer, y cuando el nieto cae limpian la sangre con un trapito bordado, cosen la herida. Sanan.

 

Cuando mi abuela quedó ciega tenía 60 años, y yo diez.

 

Antes de ser la enhebradora me gustaba acercarme al cuarto de mi abuela y ver sus sábanas bordadas con iniciales de familiares o amores muertos, los calcetines zurcidos, largos y de colores, las agujas, los alfileres.

 

Los alfileres tenían cabezas redondas y de colores brillantes, como perlas de collar de muchacha que nunca se casó, de seguro porque las perlas, dice mi abuela, se convierten en lágrimas.

 

Mi abuela los clavaba en su alfiletero, que era un corazón rojo y peludo. El pobre corazón estaba lleno de alfileres, como si de un embrujo de amor se tratara. Yo sacaba los alfileres uno por uno y veía que el corazón estaba agujerado para siempre. Luego volvía a ponerlos, y sentía el dolor del corazón abandonado; pensaba cómo, en sus cuartos de cortinas y santos, las abuelas están abandonadas y llenas de agujeros. Y nadie las remienda.

 

Mis padres notaron cómo yo pasaba las tardes ordenando los alfileres y las agujas y cómo, cuando estaba a punto de salir a jugar con mis amigas, la abuela me gritaba:

 

—¡Niña, tengo un nudo ciego y no puedo deshacerlo!

 

Y yo regresaba y desenmadejaba y desenredaba, y hasta entonces podía salir a jugar. Pero ya era tarde, y mis amiguitas se dedicaban a las lecciones, a aprender a cocinar garbanzos o a coser botones.

 

Entonces mi abuela tenía 60 años, y yo diez. Han pasado diez años, y las dos tenemos 70. Empecé a envejecer con mi abuela.

 

Un día me vi en el espejo y un par de canas brillaba en mis trenzas. Mi madre las veía orgullosa, pensaba que las canas eran signo de sabiduría. Pero yo olvidaba las tablas de multiplicar, las estaciones, los puntos cardinales. Lo único que recordaba era los nombres de las agujas: la delgadilla, de agujero ínfimo por donde nunca pasaría un camello; la punta chata, para coser cueros; la agujalágrima, para hacer encajes; la capotera, que es gigante, para coser telas gruesas; no hay que bordar durante una tormenta porque la aguja llama al rayo.

 

Mis padres decidieron que me mudara al cuarto de mi abuela. La vieja no estaría tan sola y ya no mancharía de sangre todas sus costuras. Se estaba quedando ciega y cuando lograba enhebrar una aguja sola, se pinchaba los dedos al coser, y sangraba. La vejez es una cosa cruel.

 

Llevamos diez años encerradas en este cuarto lleno de santos que ya no existen en los calendarios y hemos bordado mil doscientos manteles, zurcido quinientos cuarenta y nueve pares de calcetines y tejido unos cien suéteres.

 

A veces, cuando bordamos, mi abuela me pregunta por algún amigo:

 

—Ya murió, abuela.

 

Pero ella insiste:

 

—La niña que vendía frutas en el mercado, la de los melocotones.

—Ella murió la semana pasada.

—¿Y el zapatero?

—También.

—Hacía unos zapatos preciosos, con tacón de muñeca.

—Ese tacón ya pasó de moda.

 

Y bordamos otro poco.

 

—¿Y la cocinera de los Vega?

—También se murió.

—¿Y la Bertita, mi prima?

—Ella murió hace siete años.

—Ya no queda nadie.

 

Suspira.

 

—Usted queda, abuela.

 

Y nos quedamos calladas. La abuela se asoma a la ventana y no ve el atardecer ni las calles, pero sabe perfectamente dónde estaba la zapatería y por dónde cruzaba la vendedora de frutillas, el gato de los vecinos, el tranvía.

 

—En esa esquina vivían los Vega, ahora no hay nada porque es una escuela. Y en la casa que tiene unos patos a la entrada vendían barquillos con dulce de leche, a dos centavos. En esa casa que ves ahí, la del zaguán negro que pintaron de verde, ¿la ves? En esa casa cocinaban galletas con chile.

 

—No la veo.

—¿Cómo no la vas a ver? Es la casa de portón negro que ahora es verde.

—La recuerdo, pero no la veo.

—Aquí está, sobre la calle Chávez.

—No la veo.

 

Dejé de ver las calles lejanas, las palomas que se refugiaban de la lluvia en el techo de la casa de enfrente, la puerta final del cuarto.

 

Entonces la abuela me tomó de la mano y me enseñó a reconocer personas por la nariz angulosa o las cejas espesas, a tomar un dedal y usarlo al palpo y a adivinar el color de un hilo: los hilos rojos son más calientes y gruesos que los azules, que casi no se sienten, son como una corriente helada entre los dedos.

 

Yo seguía enhebrando, porque mi ojo aún no se perdía en el túnel por el que no pasarán nunca los camellos, pero comenzaba a pincharme y a dejar manchas calientes en las flores, en los pañuelos.

 

Un día vino mi madre y dijo que los ojos se me habían vuelto azules, y me veía hermosa con mi cabello blanco. Yo quise verme en el espejo, encontrarme linda, pero al buscarlo tropecé con un costurero. Cayeron los hilos, las tijeras, los alfileres, y el espejo se quebró en setenta pedacitos. Setenta veces agujas.

 

 

 

 

Este texto pertenece al libro La familia o el olvido, recién publicado por la editorial salvadoreña Kalina.

 

 

 

 

Elena Salamanca (San Salvador, 1982) es escritora e historiadora. Es autora de La familia o el olvido (San Salvador, 2017), Peces en la boca (México, 2013 y San Salvador, 2011), Landsmoder (San Salvador, 2012) y Último viernes (San Salvador, 2008). Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán y sueco. En 2012, fundó, junto al artista Nadie, la Fiesta Ecléctica de las Artes (FEA), activa hasta el momento, donde reúne el trabajo de artistas salvadoreños y centroamericanos con voces y procesos peculiares. Es candidata al doctorado en Historia en el Colegio de México y en sus tesis investiga las relaciones entre unionismo centroamericano, ciudadanía y exilio en México en las décadas de 1930 y 1940. Entre 2016 y 2017 escribió ensayos sobre historia del tiempo presente en Plaza Pública (Guatemala) en la columna Centroamérica María; y entre 2014 y 2016 publicó ensayos breves en el blog Landsmoder en el periódico digital El Faro, de El Salvador.

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