La poesía desamaestra al ser humano, azuza la indocilidad, chilla en el oído de los indiferentes.
Como te contaba paso el mes de junio en Nueva York, impartiendo clases en un máster de asistencia humanitaria en zonas de conflicto. Aquí nos juntamos medio centenar de trabajadores de Organizaciones No Gubernamentales, Naciones Unidas y Cruz Roja para tratar de mejorar nuestra capacidad en la ayuda a las personas que sufren desplazamientos forzosos por causa de las guerras y los desastres naturales. Durante cuatro semanas discutimos y aprendemos más acerca de los diferentes sectores que conforman la vida en un campo de refugiados: agua y saneamiento, salud, nutrición, alojamiento, educación, etc. Hay gente de medio mundo: desde Colombia hasta Bangla Desh, desde Uganda hasta Estados Unidos, desde China hasta Finlandia, desde Australia hasta Irán, desde México hasta Birmania. Lo que todos tenemos en común es que nuestras actividades se dirigen a seres humanos obligados a abandonar sus casas huyendo de la violencia creada por otros seres humanos, a veces directamente y otras porque la miseria que aceptamos fue inhábil ante la brutalidad de la naturaleza: hombres, mujeres y niños amputados de sí.
Docenas de miles de cooperantes se afanan en los sitios más hostiles de la Tierra para que los deportados de la paz y la autosuficiencia tengan acceso a lo básico: yo estoy orgulloso de ello cuando lo hacemos bien y avergonzado cuando lo hacemos mal. La mayor parte del tiempo nos dedicamos a criticarnos: como debe ser. Pese a los cuarenta años transcurridos desde la guerra de Biafra y los dieciséis desde el genocidio ruandés las organizaciones humanitarias seguimos siendo incapaces de hacer frente a los movimientos masivos de población de manera más consistente y eficaz, eludiendo nuestras muchas incoherencias: la falta de coordinación, la ineptitud para hacer de las víctimas los protagonistas de su pervivencia y recuperación, la casi inevitable deriva hacia el acendramiento de la dependencia allá donde las familias precisan distribuciones de alimento y ropa, la inatención hacia las causas últimas que generan las crisis, la convicción de que a menudo somos el maquillaje que los gobiernos ricos utilizan de cara a la opinión pública para hacer soportable la convivencia en el mismo planeta de países opulentos y pueblos desguazados. En Haití, junto a proyectos que salvan vidas, cientos de miles de vidas, a distintos niveles se están repitiendo los mismos fallos. Honestamente pienso que por una parte nos falta profesionalismo y autocrítica a la hora de emprender reformas; por otra considero que algunos de los principales errores que cometemos nacen de la definición misma de nuestro trabajo: no existe un modo bueno de servir a millones de desplazados. Es dable mejorar el modo en el que irrumpimos en contextos de dolor extenso, pero es muy difícil que un campo de refugiados, donde comunidades enteras se convierten en súbitos mendigos de la interesada generosidad internacional, pueda llegar a ser un paraje digno. El problema real, el espinazo del llanto, es que la especie humana en los albores del siglo XXI continúa tolerando que existan millones de los nuestros arrancados de sus hogares por la violencia o la pobreza.
Cada día es un recorrido por las hemorragias del presente: algunas de ellas barritan brevemente en los noticieros, como el terremoto de Chile o la marejada humana que cruzó la frontera de Kirguizistán en las últimas semanas; otras boquean sepultadas en la fosa común de lo aceptado, sea la tragedia del pueblo Rohingya, dispersado por el sudeste asiático, o la estancada desventura de los saharauis en el sur de Argelia. Y así jornada tras jornada: los niños soldado de Somalia, las mujeres violadas en Colombia, la dudosa paz en Sri Lanka, el cotidiano holocausto del Congo, la desesperanza en Darfur, el horror de la vida emparedada en Palestina. Desde la mañana te sientes como el saco de un boxeador: es una sucesión de garrotazos en el alma, tareas que te sobrepasan y preguntas irresolubles. Tomas un café con Win Zin y te habla de su país, Myanmar, sabiendo que nada cambiará: la dictadura no va a parar de hozar en la libertad de la gente. Caminas junto a Abdul y el rostro se le encona al recorrer el futuro de Afganistán. Y así paso a paso. Es duro, pero es nuestro mundo y nuestra tarea: todo adulto debería pasar un mes, al menos una vez, recabando las tinieblas de su era y conjurando fulgores. Todo adulto.
Aunque es mucha la aflicción quiero contarte que vamos venciéndola. Lentamente, con una lentitud inhumana, sin embargo cada vez apagamos las hogueras antes, escuchamos mejor a quienes están lejos, nos reconocemos en el otro. Fíjate: en el vientre de Nueva York, llegados de una veintena de naciones, gente de lenguas, culturas y religiones diversas hemos estado soñando juntos, compartiendo anhelos, desatascando pesadillas, como iguales, como uno. Esto ya no es una nota a pie de página en la narración de nuestra historia: empieza a ser el título del próximo capítulo. Emerjo del mapa quemado del mundo con las arterias hinchadas por la ira y la urgencia: hay que embestir contra el padecimiento y la iniquidad, los esclavos deben tomar la nave. Mas sobre todo emerjo empapado en la constatación de que es posible.
En los albores de otro siglo, el diecinueve, el poeta y filósofo alemán, Friedrich Schiller, escribió este poema,
LA ENTRADA DEL NUEVO SIGLO
¿Dónde se abre un refugio, noble amigo,
para la paz y la libertad?
El siglo se ha despedido impetuosamente
y lo nuevo se inaugura con una catástrofe.
El vínculo entre los países se ha fortalecido,
y las viejas formas se desmoronan;
el océano no detiene la furia de la guerra,
ni el dios Nilo, ni el viejo Rin.
Dos violentas naciones aspiran
a poseer el mundo en exclusiva,
para devorar la libertad de todos los países,
esgrimen el tridente y el rayo.
De cada región sólo les importa el oro,
y, como Brennus en los tiempos salvajes,
deposita el franco su férrea espada
en la balanza de la justicia.
Extiende el inglés su flota mercante
victoriosa como los brazos de un pulpo,
y el imperio de la libre Anfitrite
pretende cerrarlo como su propia casa.
Hacia las estrellas jamás vistas del Polo Sur
avanza sin rumbo con una marcha desenfrenada,
descubre todas las islas, todas las costas lejanas,
menos el paraíso.
En vano escudriñas todos los mapas
buscando el lugar sagrado en el que eternamente
florecen el verde jardín de la libertad
y la bella virtud de la humanidad.
Infinito se muestra el mundo a tu mirada,
y apenas puede medirse la misma navegación,
y sin embargo, tras sus inconmensurables espaldas
no hay espacio para diez felices.
Debes huir de la presión de la vida
al espacio silencioso y sagrado del corazón.
La libertad no existe más que en el imperio de los ensueños
y lo bello sólo florece en el canto.
Es un poema que atraviesa el tiempo, salvo su final: hogaño arrecia la libertad y la canción en que lo bello florece viene escrita en esperanto. La sed de oro y la razón del puño no han cambiado en dos siglos, pero ahora tienen un rival fuerte y voraz: nosotros, tú y yo.
El domingo, de vuelta de Brooklyn, me encuentro en la estación de metro de la calle 42 con Munazza y Onyka. Han pasado el día andando por los alrededores de Union Square: hay un mercado de frutas por la mañana y músicos y una escondida estatua de Ghandi. Me lo cuentan todo entre risas, con una complicidad divertida y asombrada: en pocas semanas se han hecho íntimas amigas. Munazza es una musulmana paquistaní y Onyka es una cristiana de la Guyana: es difícil imaginar dos personas geográfica, cultural y religiosamente más alejadas. Y aquí están: conversando, estimándose, compartiendo en paz y alegría un tramo de vida. Es sencillo objetar que Munazza y Onyka no representan la realidad y complejidad del mundo: mi convicción es que lo harán.