Hace poco acudió a mi casa un trabajador para instalarme un electrodoméstico. Un joven rumano, de 43 o 44 años de edad. Edad que supe porque le pregunté si se acordaba de la dictadura de Ceauşescu, fusilado, junto a su esposa Elena, en diciembre de 1989, un mes después de la caída del Muro de Berlín. “Claro que me acuerdo. Entonces –me dijo- yo tenía nueve años”. Se acordaba ligeramente, pero se acordaba. Seguimos hablando del tema, y de inmediato noté que este rumano añoraba los tiempos de ese dictador, si bien era muy niño en aquel momento. Adoptó la postura que una facción derechista acoge en contra de la democracia y en contra, sobre todo, de los políticos actuales. Lo mismo debe pasar en Rusia, anhelando el periodo soviético; aunque, eso sí, amando a Putin. E igual sucede aquí con respecto al franquismo. Se esgrime, al buen tuntún, la palabra libertad, no queriendo reconocer su carencia absoluta durante el régimen de Franco. El experto rumano en cuestiones eléctricas me decía que en su país, en la dictadura, no había yonquis, se proporcionaba trabajo y casa y había seguridad. Entonces, si era tan bueno el comunismo, ¿por qué cayó?, le pregunté. Se vivía bien, fue su respuesta. Se vivía bien cuando Franco, se dice aquí también con ignorancia.
El libro A finales de enero, de Javier Padilla, subtitulado La historia de amor más trágica de la Transición, XXXI Premio Comillas y publicado por Tusquets Editores en 2019, da cuenta, de un modo abundante, de cómo se las gastaba la policía española durante la época de gobierno de Francisco Franco, deteniendo a mansalva, torturando, matando. Aunque el autor diga en el prólogo que no ha pretendido hacer historia, lo cierto es que cuenta con gran detalle ese plazo de tiempo que abarca desde avanzados los años sesenta -cuando el país había superado ese obsoleto modo de aplicar la economía, en plan cuartelero, que acometió el dictador -hasta la fecha, el 24 de enero de 1977, del atentado a los abogados laboralistas en su despacho de la calle de Atocha de Madrid, poco antes de las primeras elecciones libres. La historia se estructura basándose en tres personajes antifranquistas: los universitarios, de la Facultad de Derecho, Enrique Ruano, Javier Sauquillo y Dolores González Ruiz. El primero fue asesinado, con 21 años, el 20 de enero de 1969, en su piso de la calle de General Mola, hoy Príncipe de Vergara. Estaba rodeado de tres policías, que le dispararon y después lo defenestraron desde la séptima planta; Javier Sauquillo y Lola González fueron víctimas de la matanza de Atocha, donde murieron cinco personas, tres abogados, un estudiante de Derecho y un administrativo. Hubo heridos graves, entre ellos Lola González, que salvó la vida porque su marido Javier Sauquillo la cubrió con su cuerpo, aunque se quedó muy mal. Los asesinos eran tres pistoleros vinculados a Fuerza Nueva, amantes, claro, de las “bondades” de Franco. A partir de entonces, los cuarenta años que siguió viviendo Lola fueron muy inestables y penosos. Ella contaba que también había muerto en la inútil matanza. Esa mujer legendaria falleció el 27 de enero de 2015. Todo lo malo sucedía A finales de enero.
El relato es minucioso. Hay muchos nombres, muchas fechas. Datos que resaltan la valentía de ciertos personajes que en principio eran profranquistas, algún ministro, como Joaquín Ruiz-Jiménez, y profesores, caso de José Luis López Aranguren o Antonio Tovar, entre otros. El libro destaca la gran hipocresía de Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, declarando siempre que el trato de la policía con los detenidos era exquisito, presentándonos en el exterior como un país moderno. El movimiento universitario en contra del régimen fue muy fuerte e intenso. Los protagonistas del libro eran del FLP (Frente de Liberación Popular, vulgarmente llamado FELIPE), una organización dotada de una muy diligente actividad. Eran capaces de hacer juicios, en las clases, a profesores (“juicios críticos” lo llamaban), y de expulsar, incluso, a algún catedrático. Con el paso del tiempo –al pobre Enrique Ruano no le dio tiempo- todos se pasaron al PCE, aunque, al principio, los del FLP tildaban al Partido Comunista de reaccionario, derechista, conservador. Intentaron los universitarios confraternizar con los obreros, mas poco consiguieron: unos iban por un lado y otros por otro. Estaba tan encendida la Universidad de Madrid, que Franco impidió que el Príncipe estudiase en la capital, haciéndolo en otro centro más provinciano.
La verdad es que en esos años, coincidiendo con el Mayo del 68 francés, Madrid era un ascua de acciones de protesta y movilizaciones. Los estudiantes protestatarios eran amantes de la cultura, iban con frecuencia al cine, leían libros y muchos escribían poesía. Estaban muy radicalizados. El poeta Javier Lostalé, muy amigo de Enrique, cuando fue asesinado, resaltó su valor como persona sobre su valía política; y se le echaron encima aquellos jóvenes revolucionarios. Los protagonistas de esta historia pertenecían a familias acomodadas. En ese tiempo, no podía afrontar estudiar en la universidad cualquier economía. Enrique Ruano, por ejemplo, fue alumno del elitista Colegio del Pilar, compañero de clase de Fernando Savater. Al morir tan joven es el individuo más mitificado de esta narración. Dijo el filósofo Emil Cioran: “Todo el que no muere joven, merece morir.” Enrique tuvo, durante muchos años, un serio debate en torno a la religión. Esta razón le mueve a tener buena amistad con gente de fe: Gregorio Peces-Barba o Jesús Aguirre, sacerdote y, colgando los hábitos, marido de la duquesa de Alba. Tendía a deprimirse. Se trató con el prestigioso psiquiatra Carlos Castilla del Pino, dirigiéndole unas notas sobre su estado. Notas que confiscó la policía cuando lo detuvieron y, después de su muerte, los cabrones las publicaron (las publicó ABC) para así querer demostrar que se había suicidado arrojándose al vacío.
El FELIPE había tenido sus orígenes en los excepcionales movimientos progresistas del catolicismo español, especialmente la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica). Un miembro muy activo del FLP fue José Bailo, que había sido sacerdote. En las provincias también había subversión, pero mucho menos que en Madrid y las grandes ciudades. Yo soy más joven que los chicos del libro. Pero en Toledo, donde residía, tuvimos la suerte de que el primado era entonces el cardenal Tarancón. Dábamos recitales en locales de la Iglesia. Recuerdo que una vez leímos poemas de León Felipe y al llegar a ése que comienza: “Franco, tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola”, íbamos a cambiar Franco por Hermano, pero nos salió Franco. En la pandilla había un amigo que era un elemento importante de la HOAC. Estaba fichado. Cuando salíamos por la noche de juerga, muchas veces teníamos detrás a un policía secreta. Este amigo, Venancio García-Romeral Patiño, hoy hombre de teatro, estaba harto y le contó a Tarancón el problema. El cardenal, para zanjar preocupaciones, le dijo que se fuera a vivir al edificio del obispado. Y asunto arreglado. Claro que el policía secreta era un borrachín y, más de una noche, se unió a nuestro grupo para seguir bebiendo y aguantar nuestras bromas. No estaría muy conforme, digo yo, con su represiva vocación.
Alguien me dice que este libro carece de pretensiones literarias. Es posible. Su enfoque es informar, relatar, no realizar literatura. Su lectura es muy útil. Leyéndolo se echan abajo muchas mentiras. Mas si lo intentan leer los fachas, enseguida argumentarán que es tendencioso. Hay un detalle interesante que el libro subraya. Se desmiente en sus líneas que la Transición fue absolutamente modélica. No es verdad esa propaganda elogiando, sin tacha, a esa Transición. En esos dos años escasos hasta las primeras elecciones hubo medio millar de muertos y casi tres mil heridos. La matanza de los abogados de Atocha se encuadra en plena Transición. Suárez no se fiaba de una policía completamente afín al general Franco. La difusión, que pretende ser consoladora, proyecta cordiales reuniones interpartidistas, trajes, pactos. Pero la exacta verdad de la Transición, aun reconociéndose sus virtudes, es muy otra. Lola González Ruiz nunca vio bien la Transición. Siempre la consideró, al contrario que sus amigas Manuela Carmena y Cristina Almeida, personas de éxito, siempre la consideró un triste fracaso en relación con sus ideas.