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La erudición de Ferré

 

El pasado lunes asistí a la presentación en Málaga de Providence, la novela con la que Juan Francisco Ferré ha quedado finalista del premio Herralde. El acto tuvo lugar en la sede del organismo cuyo nombre es sublime sin interrupción: Instituto Municipal del Libro. Había anochecido ya y llovía, con lo que la sala, que estaba llena, tenía algo de refugio, de catacumba. A lo largo de la velada se habló mucho de Lovecraft y a la salida, en que seguía lloviendo, la ciudad tenía un aspecto gótico. La plaza de Uncibay, en obras, parecía un campo de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Estuvo bien que el paisaje estuviese tan desmalagueñizado, porque Ferré –que es uno de esos amigos con los que mantengo una relación afectuosa pero polémica, y que me resultan fecundos a la contra– cuenta entre sus virtudes la de ser tan poco malagueño. La de haber sobrevolado olímpicamente el pegajoso mundillo local.

 

Ferré es grande, guste más o guste menos. Mi temperamento va por otro lado y por eso no puedo apreciar del todo los aspectos cualitativos de su grandeza; pero sí los cuantitativos. Entre estos está su portentosa erudición. Es grande en términos objetivos y además aparece como grande, porque Ferré no se mide al exhibirla. Ferré es un Nacho Vidal de la erudición, y gusta de mostrar su miembro. Queda poco elegante: pero el efecto es tan abrumador, que termina resultando jocoso, dionisíaco. Ferré nos invita permanentemente a la fiesta de sus archivos mentales, muy bien organizados, y en perpetuo incendio (se trata de una organización incendiada).

 

Conocí su erudición el mismo día que lo conocí a él, y casi en el mismo segundo. Fue en la primavera de 2005. Recuerdo que paseaba por la Feria del Libro de Málaga con mi camiseta de Duchamp: una camiseta del Museo de Filadelfia con el Gran Vidrio estampado en el pecho y en la espalda. (Caigo ahora en que mi torso embutido entre ambos estampados era simbólicamente transparente; lo que confirma mi idea de que el Gran Vidrio, como Las Meninas, es un artefacto “para desaparecer dentro”.) Me paré a saludar a mi amigo Paco Torres, y éste me presentó a Ferré, que estaba a su lado. Creo que aún no nos habíamos soltado la mano, cuando Ferré exclamó, mirando mi camiseta: “¡Hooombre, Diiishom!” Y me soltó, literalmente, una conferencia sobre el artista. Yo entonces lo sabía todo de Duchamp, porque me había pasado los últimos meses leyendo cosas sobre él (cosas que, en su mayor parte, ya se me han olvidado: mi memoria es también incendio, pero de los propios archivos), y puedo certificar que su erudición duchampiana era certera, científica.

 

Desde entonces he asistido, siempre que he quedado con Ferré, al despliegue apabullante de su erudición. El efecto es el de una apisonadora. Me ha pasado más de una vez que he aportado a la charla la florecilla de alguna pequeña lectura mía y me la ha aplastado con sus toneladas de volúmenes. Yo me lo paso pipa, pero desde la vergüenza de ser tan ignorante y no haber leído ni el uno por mil de los libros que se ha leído (¡y almacenado y procesado: ojo!) Ferré. La más apoteósica fue la tarde en que se me ocurrió mencionar que me había gustado mucho un soneto que acababa de descubrir de Nerval. Me miró alarmado: “¿Pero cómo? ¿No habías leído a Nerval?”. Le dije que, aparte de ese soneto, sólo sus novelas, AuréliaSylvie… “¡Pero de Nerval hay que leerse la poesía, Les Chimères!”, sentenció. Para recomponerme un poco declaré que de quien sí me había leído la poesía era de Laforgue. “¡Pero de Laforgue hay que leerse la prosa! ¿No te has leído la prosa de Laforgue, Les Moralités légendaires?”. La respuesta era no. De manera que aquella tarde yo había llegado tan contento de haberme leído un soneto de Nerval, y salí chafado por no haberme leído todos los demás poemas de Nerval, ni los libros en prosa de Laforgue, ni decenas de títulos más, algunos autores que ni me sonaban, que salieron a lo largo de la conversación…

 

Por eso me hizo gracia la otra noche cuando, en el transcurso del acto, salió a colación un crítico que, en su reseña deProvidence, había tenido la ingenuidad de afearle a Ferré que no hubiera leído a Hawthorne. Se me figuró uno de esos incautos romanos que se aproximan a Obélix; esta vez a un Obélix-Ubú. En efecto, Ferré desplegó una buena serie de mamporros verbales: no sólo se había leído a Hawthorne, sino que se había leído todo Hawthorne, La casa de los siete tejadosLa letra escarlata… otra cosa es que no lo hubiera querido utilizar.

 

En el tiempo que llevo tratando a Ferré, sólo ha habido un autor que yo haya citado y que él no conociera: James Salter. Fue el verano pasado, caminando por el paseo marítimo. Me extrañó su desconocimiento, porque Salter es un autor prestigioso y más o menos conocido (ahora precisamente acaban de salir en España sus memorias, Quemar los días; y aquí en FronteraD apareció un poema suyo traducido por Eduardo Jordá). Con cierta malicia pensé en las trampas de la erudición («desconoce justo al más sutil: es que no falla»), sin duda por vengarme de tantas humillaciones. Por lo demás, no me extrañaría nada que desde aquella misma noche Ferré se hubiera puesto a leer a Salter y a estas alturas no sólo se tenga leído ya todo Salter (cosa que yo aún no he hecho), sino que sepa de Salter más de lo que yo jamás sabré.

 

En cuanto a Providence: es otro de los libros que él se ha leído y yo no. Pero lo haré. De la presentación del lunes salí ciertamente con ganas de hacerlo.

 

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P.S.(26-II).— Es curioso, pero hace justo un año escribí, avant la lettrepor qué no soy un Ferré.

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