Desde que me enfrenté por primera vez a la escritura periodística, me intrigaron los mecanismos por los que a veces un relato, como un tren, discurre con suavidad por sus raíles y otras parece que avanzara a trompicones campo a través. Recuerdo bien las dificultades de mi primera responsabilidad, las necrológicas de El País, allá por 1982, cuando a alguien se le ocurrió que el periódico debía admitir esquelas –que no tenía y constituían un ingreso seguro– y por lo tanto había que publicar la lista de fallecidos –en el taller, a última hora, reclamaban la lista “de los que han dejado de fumar”– y una sección de necrológicas. Aceptó el reto un joven temerario y recién llegado que enseguida se dio cuenta de que todo lo que había aprendido no servía para nada. Intenten colocar en una sola frase el nombre, la edad, la profesión o proeza del fallecido, la fecha, el lugar y la causa de la muerte. Si ya el periodismo clásico se preguntaba ¿quién lee el segundo párrafo?, en el caso de las necrológicas, ¿quién lee la segunda frase?
A estos efectos la carrera –licenciatura en Ciencias de la Información, siempre me pareció curioso el nombre– servía de poco y había que rastrear por todos lados, sobre todo al enfrentarse a un reportaje de mayor aliento, para el que no bastaba tener información contrastada, era necesario construir un relato coherente y que enganchara al lector. Por lo general, sobraban o faltaban datos de algún aspecto; habías entrevistado a un protagonista durante horas y de otro no tenías más que cuatro frases arrancadas por teléfono, urgía publicar la información cuanto antes… Nunca he sido un gran lector de novela policiaca, pero en sus páginas encontré muchos de los recursos que buscaba, en ese estilo cortante y preciso, valiente y veraz. Ambos géneros necesitan imperiosamente seducir al lector, zarandearle, retorcerle y no soltarle hasta el punto final.
El ensayo de Raúl Cazorla Novela policiaca y periodismo de investigación: relaciones consentidas, publicado en ebook por ‘Los libros de fronterad’ (puede adquirirse aquí), ofrece interesantes claves para desentrañar una correlación que siempre ha sido fructífera. Parte del relato de Edgar Allan Poe “Los crímenes de la calle Morgue”, donde el escritor estadounidense bebe abiertamente por primera vez de las crónicas de los periódicos, que son, en palabras de Ricardo Piglia, el escenario cotidiano del crimen. “La narrativa policiaca está marcada por numerosos aspectos procedentes del periodismo y, en particular, de su vertiente menos sometida a las rutinas de trabajo: el reportaje de investigación. Este, por su parte, ha bebido de convenciones, de trucos, de maneras de mirar y de relatar la realidad que remiten a la tradición de la novela policiaca”, explica Cazorla en el prólogo.
El pasado viernes, en un encuentro organizado por fronterad y Librerantes a propósito del ebook de Raúl Cazorla, se dieron cita en el café-librería La Fugitiva algunos devotos de estos trucos, que analizaron la “consentida” relación desde diversas perspectivas. Entre ellos Óscar Urra, autor de una trilogía de novela negra que tiene como protagonista al detective Julio Cabria (Salto de Página), pero también del ensayo Cómo escribir una novela negra (Fragua, 2013), muy recomendable para escritores y periodista en busca de recursos por los que transitar. En un género tan voluble, no es lo mismo un enigma de Agatha Christie o Arthur Conan Doyle que las sagas de Simenon o Vázquez Montalbán, los espías de John le Carré o la novela negra en estado puro de los clásicos americanos de los años veinte o treinta, pero todos se ceden sus claves narrativas y su imaginario, “como un testigo en una carrera de relevos”, explica. Hay cuatro componentes de toda novela noir, el póquer en la mano que hay sostener para “ganar la partida narrativa”: la trama, los personajes, la acción y el ambiente. La quinta carta, el comodín, es el estilo propio del autor en los casos en que aspire a un repóquer.
De entre los naipes que tenemos en la mano, la trama es imprescindible, pero también el más fácil de olvidar; sin embargo, el ambiente, con toda su palpable densidad, queda en la imaginación. Así es también un relato periodístico, nadie recuerda el nombre del niño africano acuciado por el hambre, tampoco su destino, pero te impregna el ambiente en el que se desarrolla el drama. “El ambiente es el verdadero mapa emocional de una novela”, escribe Urra, el más enigmático y difícil de definir, el más dependiente del ingenio del escritor. Nos ofrece el ensayista algunas sugerencias para captar un ambiente: evocar sensaciones que no tengan que ver sólo con la vista, también con otros sentidos; evitar adjetivaciones manidas (“La bayeta que retorcía el camarero olía mal”); tener muy presente el punto de vista; emplear las metáforas y figuras literarias con una percepción sensorial (“Parecía una rata blanca tuberculosa”, escribe Dashiell Hammett).
Siempre conviene repasar una buena novela negra para aprender de sus héroes pero también de su capacidad expresiva. Me ha recordado el ensayo de Urra una de esas citas que copié y leía hasta la extenuación –aunque creo que era otra traducción–. Es el retrato que hace de sí mismo Philip Marlowe en El largo adiós, de Chandler, un ejemplo del mejor periodismo:
«Soy detective privado y tengo mi licencia desde hace bastante tiempo. Soy un tipo solitario, no estoy casado, estoy entrando en la edad madura y no soy rico. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de divorcios. Me gustan la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas. No soy muy del agrado de los polizontes, pero conozco un par de ellos con los que me llevo bien. Soy hijo natural, mis padres han muerto, no tengo hermanos ni hermanas, y si alguna vez llegan a dejarme tieso en una callejuela oscura, como puede pasarle a cualquiera en mi trabajo –y en estos días que corren a mucha otra gente que se ocupa de cualquier cosa o de ninguna–, nadie, ni hombre ni mujer, sentirá que ha desaparecido el motivo y fundamento de su vida».