«Desde la cama, avanzada la noche, solía oír los vagones de mercancías, el acercamiento rugiente de los grandes motores diésel, el crujir de las ballestas, el aullido de los frenos y las traviesas. Era muy parecido a lo que había experimentado en mi cuarto de Great Falls. Ningún tren paraba en Partreau. El elevador de grano estaba vacío desde mucho tiempo atrás. Aunque a veces me despertaba sobresaltado y salía a la oscuridad fría de la luz de la luna, descalzo, en calzoncillos, con la esperanza de ver la aurora boreal, de la que mi padre me había hablado pero que jamás había visto en Great Falls, ni había visto en Partreau. Las voluminosas sombras de los vagones de grano, los vagones cisterna y las bateas pasaban con traqueteo oscilante; los frenos hacían saltar las chispas, las luces atenuadas amarillas en el furgón de cola. A menudo se veía a un hombre de pie en la plataforma trasera…».
Richard Ford, Canadá
Algunos libros resplandecen en la oscuridad con más turbadora emoción que aquellas virgencitas de Lourdes bañadas en fósforo que nos llevábamos a la cama de la infancia para hacer más verosímil nuestra fe. Regreso a Richard Ford y en medio de la noche escucho ese tren que pasa por Partreau y despierta a Dell Parsons, el narrador de Canadá, y enciende en mí la necesidad de escribir, y de seguir leyendo, y de avanzar a tientas, como el propio Ford reconoce en otro libro que, como vagones encadenados, se me abre como una flor precisamente, ahora, como si estuviera esperando el momento, no en vano se titula Flores en las grietas: «Las cosas entran en mi mente más bien caótica –fragmentos de lenguaje, conciencia de mí mismo- y allí se ocultan, girando, chocando y separándose al azar como electrones, y vuelven, si acaso, a la conciencia o a la página, a veces profundamente reconstruidas. Y es realmente ahí, en esa fase incipiente de la escritura-que-es-en-realidad-pensamiento, donde sospecho que tiene lugar la gran invención, la sorpresa y la nueva inteligencia».
Epifanías. Era el nombre que propuso James Joyce para esas transfiguraciones que a veces nos deslumbran, que buscamos en los libros para atrapar precisamente el sentido de la vida. Chispazos que forman una caligrafía en el cielo, como un relámpago en la noche, como un tren tenuemente iluminado que pasa por la llanura de la vida. Tanteamos en las sombras, las que ahora mismo han tejido sobre el cielo de Madrid una herrumbre azul cobalto, después de la lluvia, de otra jornada dando tumbos ante la falta de sentido de la existencia. Los que fabricamos periódicos y nos embadurnamos la cara y las manos con la sustancia de las noticias tratamos de urdir un cesto que le dé sentido al agua y al viento, a las pasiones humanas, a los intereses y los sentimientos. Un relato de la vida que incluya a un niño que conocí en una aldea del norte de Togo y las inquietudes de quienes a esta misma hora acechan el momento en que el guardián del Opencor de Narváez, esquina con Doce de Octubre (también en Madrid, la ciudad en la que vivo), saquen la comida caducada, las legrumbres en las que empieza a asomar un pespunte de cieno, los tomates lastimados por el trasiego, para hacer su acopio nocturno. Suelen ser seis u ocho, cuatro parejas que luego vuelven por la sombría Doce de Octubre arrastrando sus carritos de la compra llenos a rebosar de lo que no se iba a vender y acabó en la basura, y con las que me cruzo cuando bajo mi propia basura y luego doy una vuelta a la manzana, para pensar y para dejar de pensar.
«He descubierto dentro de mí una frialdad completamente nueva. No es malo encontrarte un lugar frío en el corazón. Los artistas lo hacen. Puede que lo llamen de otra forma… ¿Fuerza? ¿Inteligencia?». Estas palabras figuran en la ‘Crónica de un acto criminal cometido por una persona débil’, que Neeva, la madre de Dell y Berner Parsons, escribió en la cárcel antes de suicidarse. Le pregunté a Richard Ford el pasado 6 de septiembre, en un hotel de Barcelona, si podría escribir novelas como Canadá sin esa frialdad dentro, y me respondió, en un susurro: «Graham Green decía que para ser un novelista tienes que tener una aguja de hielo en tu corazón. Yo tengo esa aguja. Yo la tengo. Lo siento». Le respondi que no tenía que sentirlo. Y que podía entenderlo perfectamente, sobre todo después de haber trabajado como corresponsal de guerra.
He sentido esa aguja de hielo en mi propio corazón, y yo no soy un novelista, y me he preguntado si hacía lo correcto, si sentía lo correcto. Escribía sin concesiones, así lo intentaba, de escenas atroces en el mes de abril de 1994 en Ruanda, de un asesinato a sangre fría en las calles de Monrovia, del sitio de Sarajevo. Luego soñaba con muertos, noche tras noche, hasta que un día la mente se quedaba como lavada por una suerte de aleación de lluvia y lejía, y olvidaba. O parecía que olvidaba.
La literatura y el periodismo son dos campos magnéticos que se atraen. Es legítimo que el periodismo utilice todos los recursos que la literatura proporciona, salvo la imaginación. Hay una línea roja que no es delgada, que no es imaginaria. Es un pacto sagrado con el lector. No puedes inventar nada. Ni una ráfaga de lluvia, ni una astilla pintada de azul cobalto clavada en el pecho de un cadáver. Nada. Sigo tanteando en la oscuridad. Hoy es 11 de septiembre, una vez más. ¿Qué recuerdo de aquella mañana en Manhattan?
A veces sueño con escribir una novela. Todavía no he visto la aurora boreal de la que me habló mi abuela, que una noche de invierno cuajó sobre Bouzas, sobre el mar de Vigo, sobre el pasado que viene hacia aquí, lentamente, como un tren de mercancías semejante al que despertaba a Dell Parsons en la madrugada de Partreau en Canadá.