Verba volant, scripta manent
Tito Casio
¡Las palabras no se marchitan más que cuando las imprimen!
André Gide, Los monederos falsos
Foto: Jennifer Sepúlveda
Así como Camus considera que la única verdadera pregunta filosófica es si vale la pena vivir la vida, yo considero que la única verdadera cuestión literaria es si la escritura merece o no existir.
Un escritor o escritora serio debe preguntarse siempre, cada vez que emprende una página, cada vez que empuña una pluma, si sus textos merecen ser leídos o morir en un suicidio creado por el fuego, los ratones o la basura. Algunos escritores han signado sus obras al suicidio –Kafka, Gogol– pero los verdugos ejecutores han rescatado textos que de otro modo no habrían sido ni buenos ni malos por la simple razón de no haber sido leídos. Un texto sin lectores no es un texto. Nadie escribe para sí mismo (aun cuando la escritura sea siempre reflejo personal), por ello aquel proverbio del árbol que cae estruendosamente en un bosque remoto dónde nadie podrá escucharlo se cumple meticulosamente para la escritura: un texto que no sea leído es un texto que no existe, nunca ha existido, ni siquiera para su autor, que es el reflejo en los otros de sus propias palabras.
Otros, autores egocéntricos, han dado respiración artificial y reanimación a sus líneas agonizantes, cuando ya nadie quería, o nunca quiso, leerlas. En dicho caso, el autor no es un suicida pero el público omnipotente condena; sus obras empiezan a morir en el preciso momento que son pasto del olvido.
El olvido, muerte involuntaria que acabará por carcomerlo todo y a todos. Preguntamos entonces ¿vale la pena dar vida a una escritura que está predispuesta desde antes de surgir al miserable olvido? ¿Estará entonces justificada la existencia de la escritura en su paso por este mundo? ¿Está justificada la nuestra?
Eludiendo respuestas metafísicas, podría afirmar que lo está y no lo está. Lo está en cuanto existe aquí y ahora, se justifica a sí misma, paradójicamente, porque existe. No lo está en la medida en que nada puede ser explicado sin contradecir, en última instancia, su propia existencia. Volvemos a Camus: el absurdo nos carcome, incluso antes que el olvido.
De tal modo millones de páginas y líneas trazadas a lo largo de milenios acaban por desmentir aquella sentencia “lo escrito, escrito está” y asemejan la escritura más bien a aquel otro refrán que contiene tan justo el sentido de la lengua oral: “las palabras se las lleva el viento”. Cuánta sangre para nada. Cuanta tinta efímera. Creerán con justeza que este escrito es una inconsecuencia en la medida que pretende tener validez en sí mismo, cuando niega la validez de la escritura en general. Es cierto, es una manifestación más de la paradoja que al afirmar se niega y al negar se afirma. Pero ello no es muestra simplemente del absurdo, sino de la contingencia y el cambio: revela de esta forma una vitalidad y una energía no sospechadas entre tanto en la “muerta” palabra escrita, un cadáver que vuelve a nacer con cada lectura.
Se enfriará un día la vida de quien escribe, después se enfriará el mundo, como dice el poeta Nazim Hikmet, mota de polvo en la inmensidad del universo, y antes el viento se habrá llevado las palabras escritas y habladas, unas más tarde que otras, desgraciadamente para siempre.
Sin embargo aun antes, mucho antes de aquello, habré acabado de escribir estas líneas y ustedes de leerlas. Entonces toda escritura se habrá consumado con ese acto tan simple e intrascendente, efímero, que también será arrastrado sin remedio por la disolución del tiempo: vale sólo y únicamente en este instante finito, irreparablemente mortal en que un lector alumbra una página, como creía Borges –de los más metafísicos autores latinoamericanos– dos momentos del devenir humano habrán confluido así de la manera más imposible para no volver a hacerlo jamás, y el sólo hecho de que ello suceda, alguna vez en alguna parte, revela ya un carácter imposible de la escritura. Eso es hermoso, tanto, como cuando unas existencias confluyen alguna vez, en alguna parte, para amarse.
Porque la escritura es como las flores y el amor: debe marchitarse para ser posible, en ello radica su impenetrable misterio.
Camilo Alzate. 26 años. Moreno. Colombiano por convicción. Nació y vive en Pereira, una ciudad dónde las únicas letras valiosas son las letras de cambio. Enamorado de las montañas. Escribe porque no sabe hacer otra cosa