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La espera en el vestíbulo

 

“Cuando yo tenía veinticinco años perseguía gatos callejeros por todo Manhattan”

Gay Talese

 

De verdad, es de lo más inquietante. Me ha sido concedida la plaza de suplente, y no sé si brindar o mosquearme por ello.

 

Me explico: Situándonos tres o cuatro meses atrás me entero de la posibilidad de pedir una beca para cursar un semestre en algunas universidades de Latinoamérica. Ojeo con aire de superioridad los requisitos, se dispara hacia arriba mi sonrisa cuando veo los destinos, y chasqueo la lengua contra el paladar y carraspeo cuando calculo el posible número de contrincantes y el tamaño de mi media. Pero a uno le gusta jugar, así que preparo con delicadeza un curriculum digno y redacto a golpe de tintero tres borradores de una memoria estudiada, que pasada a limpio y revisada convencería a cualquiera de que merezco una plaza, seis casas, un coche plegable, dos calles en Roma, y un zeppelín para viajar en febrero. Cumplo con todo el papeleo, solicito la beca, y hasta ahora.

 

La notificación es por mail. Es usted suplente decía el correo. Si, algo así, pero con más delicadeza. Esto quiere decir, que yo, junto al resto de alumnos que han sido remitidos a mi categoría, estoy en una especie de lista de espera. Si alguno de los privilegiados (así les llamamos los suplentes) renuncia a su plaza o por cualquier circunstancia hay una vacante, la lista de espera se agita y el suplente con mayor puntuación recibe una llamada con la oferta de ocupar el puesto libre. Reconozco que por un momento he estado a punto de buscar en Facebook el nombre de los privilegiados y tratar de negociar o recurrir a triquiñuelas de engaño y sabotaje. Antes esto era impensable; a uno le dejaban fuera y debía resignarse a comer pipas e imaginar cuan genial era el elegido. La suplencia equivale a cuando el tipo con sombrero entra al burdel, y entre el humo de un cigarro y los sorbos de su copa ve subir contoneándose culos de infarto, que arrastran de la mano escaleras arriba a quienes le dijeron que esperase en el vestíbulo.

 

El problema de todo esto es que, cuando me he enterado, no he sabido si escupir a la pantalla o abrir doce botellas de vino para brindar por mi casi-selección. A uno nunca le explican si hay que alegrarse o enfadarse ante estas cosas, y claro, así, desprevenido, me siento raro, confuso, y supongo que cuando abra el horario de atención en las oficinas de asuntos internacionales de la Universidad, llamaré para charlar con la becaria pidiendo consuelo y palabras de ánimo de tono esperanzador. Me dirá que ahora solo puedo esperar. Eso haré; voy a tener el móvil atado con cinta a mi oreja, esperando. Es lo que nos toca a los suplentes.

 

Y si he de ser sincero, nunca pensé que lo sería. Uno pide la beca, da catorce volteretas si se la conceden, y si no, se olvida. Pero esto de la suplencia es muy duro, muy sufrido, y eso que apenas llevo un día. Esto de la suplencia es como ganar la primitiva el día que millones de personas han acertado; que sí, que está muy bien y tal, pero de qué carajos me sirve ganarla si no veo un centavo.  

 

Además, de toda la vida lo de esperar es un coñazo. La incertidumbre no está mal, pero esperar y esperar acaba siendo como estar atado a un árbol. Desde pequeño te repites a ti mismo que nada de un solo trabajo, ni rutina, ni madrugones, ni esperas, ni leches, ni atascos. Si ya lo decía Casanova: “El solo pensamiento de atarme a algo, me fue siempre repulsivo, como algo contrario a la Naturaleza”. O Jep Gambardella en La Gran Belleza, cuando después de follar decide que no está para perder el tiempo en gilipolleces que no quiera hacer a sus sesenta y cinco años. Ahora, la solución más inminente es pasar de ser suplente a un nuevo privilegiado. Pero me toca esperar, si, por si acaso. De todos modos, lo de Casanova no va a quedar en esto, que da para rato.

 

Volvamos al asunto. Uno pide la beca porque piensa que en Madrid ya lo ha visto todo. Yo también quiero ver hormigas escalando la fachada del Empire State, bucear en el Caribe en calzoncillos, y comer pez globo cocinado en el calor de un camping gas mientras veo amanecer en Sarajevo. Después ya te quedas tranquilo, pero ahora lo último que le apetece a uno es ser suplente. Aunque mientras, también ves cosas admirables. Como al pasar una tarde con resaca en una granja de Brunete, y que un amigo entre al corral donde duermen los cerdos, coja en brazos a uno recién nacido con la intención de hacerse una selfie, y de repente la madre despierte. No había oído a un cerdo gemir en mi vida, pero mi amigo corría en círculos con la cría sujeta como en El Rey León Rafiki levanta al cachorro, mientras la madre, cual jabalí desmedido, le perseguía enfurecida chillando como si ardiese la granja.

 

En fin, suplente o como sea… yo estoy ya estirando y levantando las rodillas en la banda. 

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