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La estación de las lluvias

Empezó a llover a mediados de diciembre y todavía no ha parado. Dicen que seguirá lloviendo hasta comienzos de abril, o incluso hasta mayo. La semana pasada vi el curso del Guadalquivir cerca de Lora del Río. Parecía el Ganges en plena época de los monzones. Dos días después conduje por una carretera que discurre junto al río Corbones, en la sierra sur. Lo que hace un año era un vertedero donde sólo había unas pocas balsas de agua amarillenta, ahora era un tumulto de agua que sonaba con un estrépito wagneriano. Dos operarios tenían que limpiar las cunetas con un bulldozer para evitar que se anegara la carretera. Ni en Irlanda he visto nunca un arroyo tan caudaloso.

 

     Me gusta la lluvia. Hay algo en nosotros -o mejor dicho, en el hombre primitivo que todavía vive en nosotros- que rinde culto a la lluvia porque forma parte de los ritos de la fertilidad. Y quizá hubo un tiempo, antes de que los humanos empezaran a calcular el paso del tiempo por las lunas, en que se dejaran guiar por los días de lluvia. “Cazamos este oso el día que llovió junto al árbol grande”. “Construimos el poblado cuando dejó de llover”. Quién sabe.

 

En la India sale una orquesta a la calle a tocar jazz de Nueva Orleans cuando llega el primer monzón. Recuerdo una orquesta de Bombay que llevaba gorras de visera y uniformes azules con botonaduras doradas, como los Dixie Mockingbirds que tocaban con Paul Simon en su maravilloso There Goes Rhymin´ Simon. Aquella orquesta salió de no sé dónde, en el centro de Bombay, y empezó a tocar When the Saints Go Marching In. La gente salía de los cines y se dejaba empapar por la lluvia, y muchos niños y mayores se pusieron a desfilar detrás de la orquesta. El director abría la marcha, moviendo mucho los brazos, y se llevó la orquesta calle abajo, en dirección al mar. Media hora después, cuando la orquesta llegó a la orilla del Índico, el chaparrón se había convertido en una espesa cortina de agua. De repente llegaron corriendo unos monjes con una estatuilla del dios Ganesha, el elefante que representa la felicidad (yo tengo una máscara de Ganesha en la sala de estar de mi casa, por si acaso). Al ver la estatuilla, todo el mundo en la playa empezó a gritar y dar saltos. La orquesta se puso a tocar Baby Won´t You Please Come Home. Y los monjes se metieron en el agua y elevaron una plegaria y luego arrojaron la estatuilla de Ganesha al mar, en señal de agradecimiento. Cuando la estatuilla se hundió en las aguas grises del Índico, todo el mundo volvió a dar saltos de alegría.

 

     Hace diez años escribí un poema, pensando en lo que vi en la India durante la estación de los monzones. Lo llamé La estación de las lluvias. Como estamos en confianza, voy a reproducirlo aquí abajo (ya he avisado: quien no quiera seguir leyendo es muy libre de hacerlo). Pero antes voy a explicar dos o tres cosas. El letrero “Doo not smok ganja” estaba en mi habitación del Hotel Apsara, un destartalado hotel de Delhi en el que se hospedaban yonquis europeos y empleados hindúes de Correos y Telégrafos sin dinero suficiente para pagarse un hotel decente. El colchón estaba tan lleno de chinches que el primer día tuve que bajar a la calle a comprar un pulverizador de insecticida. En el cubículo de un viejo que vendía escobillas y llantas viejas de bicicleta encontré un aerosol de “flit”, tan antiguo que a lo mejor hasta había servido en su día para matar al mosquito que le había picado en el bigote a lord Mountbatten, el último virrey de la India. Cuando volví a mi habitación, rocié el colchón y abrí el ventanuco que me servía de ventana para respirar un poco. Y entonces vi una cometa flotando en el cielo, y luego otra, y luego otra más. Como no había quien respirase en la habitación, subí corriendo a la azotea. Allí había un niño haciendo volar una cometa, quizá el hijo del conserje o del camarero que servía el desayuno. El niño me sonrió. Miré a mi alrededor. En todas las azoteas había niños sosteniendo sus cometas de colores. Las cometas volaban en el aire, a veces chocaban, otras veces caían al suelo. Unos pájaros muy pequeños, más pequeños que vencejos, perseguían a las cometas y también chocaban con ellas. Se estaba poniendo el sol. Me olvidé de las chinches y de los yonquis y decidí ser feliz, como si en aquel mismo momento estuviera lloviendo y estuviéramos enterrando al dios Ganesha en una playa de Bombay. Ahora me arrepiento de haberme olvidado de las cometas cuando escribí el poema. Ahí va, como la lluvia.

 

                    La estación de las lluvias

 Un lagarto se duerme en la pared

bajo el letrero «Doo not smok ganja».

Las moscas se revuelven como anguilas,

se oye el claxon de un rickshaw, el mugido

de una vaca nerviosa, y llega de la calle

el polvo vengativo, rojo como sangre menstrual.

El cielo se ha teñido de mercurio.

Toda la habitación huele a cloaca.

 

 

La tarde está inmóvil como un dios.

Nadie se rasca, nadie abre la boca.

El dueño del hotel se vierte hielo

en la cabeza. Pasa una chalupa

río abajo, la vela tan fláccida

como un pavo real muerto de hastío.

Un mono ansioso se sube a un baniano.

Dos hombres se pelean, el aire se asfixia,

un perro gime, y un anciano gris

jura que más valdría ser un perro.

 

 

Pero de pronto estalla un relámpago

y una brusca humedad perfora el aire.

Un pájaro sacude la cabeza,

una vieja se asoma, y aquel mono

esconde la cabeza entre las garras.

Se oye un trueno. La vieja se sonríe

igual que el día en que echó a su marido.

Cae la primera gota, altiva y grave

como una calabaza o una moneda de oro,

y se estrella en el polvo. Y otra, y otra

más. El tambor redobla frenético

y ahora caen más gotas, y el cielo encanece

y empieza a derramar lágrimas de alegría.

 

 

Y el dios Ganesha ríe a carcajadas,        

y el cuerpo pierde peso, y el árbol del mango

tirita, y el sudor es agua, y todos

sabemos que acabó el mes del fuego.

Y salimos deprisa hacia la calle

tapados con un plástico, alegres

como niños que encuentran a otros niños,

y la orquesta que baja por la calle

toca música añil de «dixie jazz»,

y los espectadores salen de los cines

a ver qué pasa ahí fuera. Un niño da saltos

igual que una mangosta, y la luz agria

recupera el aliento, y la vida se apacigua,

y los hombres se bañan en las charcas,

y los músicos tocan aún más fuerte,

y las mujeres besan a sus niños,

y el anciano prefiere ser un hombre.

La estación de las lluvias ha llegado.

 

     Aquí, en Sevilla, la estación de las lluvias también ha llegado. Y todavía no se ha ido.

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