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ArpaLa fabrica de los juguetes prodigiosos

La fabrica de los juguetes prodigiosos

 

Cuando el día cae, la noche lo besa y le dice al oído:

“soy tu madre, la muerte, y te he de dar nueva vida”

Rabindranath Tagore

 

 

 

1. El refugio

 

Siempre recordaré las patatas fritas que hacía mi madre. Me las comía cuando volvía a casa después de jugar con los amigos. Yo llamaba con la aldaba de puño de hierro a la puerta de entrada de la casa de dos plantas (en la parte de abajo estaba la fábrica de juguetes, en la de arriba vivíamos nosotros). ¡Pum, pum, pum!, tres golpes secos. La puerta se abría y sujetándome al pasamanos me daba impulso y subía los veintidós escalones de dos en dos.

 

Arriba en el rellano estaba mi madre, majestuosa, con una bata de color azul oscuro y un plato de patatas fritas recién hechas, muy calientes todavía; las patatas eran mi plato del día y casi el único. Yo las llamaba “las fritas”; a veces, si había suerte, mi madre conseguía boniatos y calabazas de algún campesino, que asaba inmediatamente en el hornillo de serrín.

 

Años más tarde, en París, cuando paseaba por la noche desde El Moulin Rouge, en Pigalle, hasta el metro Anvers, siempre compraba cucuruchos de patatas fritas muy calientes en las pequeñas tiendas que regentaban los pieds noirs; en pleno invierno el ardor des frites en mi boca me recordaba a las patatas de mi madre.

 

La guerra es así, decía mi abuelo, “¡cuando no tienes nada que comer, unas cuantas patatas fritas bien doraditas, acompañadas de un huevo frito, son el mejor manjar!”.

 

Lo malo es que no había patatas para todos mis amigos de la escuela. Cada día elegía a dos de ellos y les invitaba a comer “fritas”, de las que crecían en los escalones de terrazo de mi escalera prodigiosa. A cambio me tenían que traer algún regalo, un higo, una rana, unas canicas, todo valía para el intercambio. Cuando venía con mis amigos a comer las patatas, la contraseña para mi madre eran cuatro aldabonazos en la puerta en lugar de los tres de costumbre; entonces ella se asomaba al balcón para ver cuántos amigos venían a comer sus patatas fritas.

 

—¡Es imposible –me decía Juanito– que crezcan patatas en los escalones!

—Pues crecen. Cerrad bien los ojos y después de olerlas os las coméis, ¡pero no las podéis coger con las manos! –decía yo.

 

Nos colocábamos los tres, Juanito, Pere y yo en el antepenúltimo escalón, de rodillas, con los ojos cerrados, como si fuéramos a tomar la comunión.

 

Mi madre nos observaba por la puerta entreabierta y, cuando veía que teníamos los ojos bien cerrados, abría la puerta sin hacer ruido, iba a la cocina, sacaba las patatas fritas recién hechas en un plato, las colocaba en batería una a una, en el borde del rellano como a mí me gustaba, que sobresalieran lo suficiente para que quedaran frente a nuestras bocas y poder morderlas con los dientes, sin utilizar las manos. En ese momento, cuando todos estábamos con los ojos bien cerrados, yo decía las palabras mágicas:

 

—¡Abracadabra, pata de cabra, que crezcan los dedos de la patata!

 

Mis amigos me seguían el juego repitiendo las palabras mágicas e igual que una jauría de perritos hambrientos, comíamos los deliciosos frutos dorados al aceite de oliva, que sabían a gloria.

 

Con la lengua un poco chamuscada pero con el estómago más contento, mis amigos y yo estábamos preparados para pasar otra larga noche en los refugios improvisados por todo el pueblo.

 

Se habían construido con la solidaridad de todos los hombres, mujeres y niños del pueblo en un tiempo récord, dos semanas. Se habían empezado el dieciocho de Julio del treinta y seis, el mismo día del inicio de la guerra, y el uno de agosto ya estaban prácticamente terminados.

 

Pasar la noche al abrigo del refugio que habían construido en el patio de la fábrica de mi abuelo, era para todos los niños una gran aventura.

 

Cuando sonaban las sirenas por todo el pueblo, los vecinos salían corriendo de sus casas, atemorizados. Los del barrio se dirigían a la fábrica de juguetes de mi abuelo, se agolpaban delante de la entrada, un gran portón de madera que daba acceso a un gran patio de tierra donde se apilaban, apoyados en las paredes, los troncos de madera de pino para fabricar acordeones. El refugio podía albergar más de trescientas personas.

 

Aquella noche las sirenas sonaron más de lo normal, los vecinos entraron corriendo, empujando y casi derribaron a mi tía y a mi abuelo cuando les estaban abriendo las puertas del patio de la fábrica. Corrían gritando de miedo como locos:

 

—¡Empiezan los bombardeos!, ¡que vienen los fachas!

 

Había empezado un bombardeo atroz, se oía el silbido de las bombas al caer y luego el estallido bastante cerca. La estación de tren estaba ardiendo. Al otro lado de las vías del tren, la fábrica de aceite de coco también había sido alcanzada. Los vecinos del pueblo, apretujados como sardinas en lata dentro del refugio, estaban aterrorizados, muchas mujeres lloraban. Más tarde comprendí que no solo lloraban por el humo que las cegaba, también lo hacían por la rabia, el temor, el odio y la impotencia que sentían al pensar que sus maridos que estaban luchando en el frente podían estar muertos.

 

Algunos hombres pedían calma, diciendo:

 

—¡No va a pasar nada, solamente quieren destruir la estación!

 

Pero las bombas no cesaban de caer, se oían hasta las que explotaban lejos, era de noche pero el resplandor de los fuegos provocados por el bombardeo lo encendía todo como un amanecer insólito. Yo siempre iba con mi madre que no me perdía de vista, bajábamos de casa corriendo hacia el refugio. Solíamos llegar de los últimos para quedarnos cerca de la entrada. El refugio se llenaba sobre todo de mujeres vestidas de negro que llevaban pañuelos del mismo color en la cabeza, algunas llevaban sacos de tela blanca en las manos donde portaban el pan, cantimploras con agua, algo de comida, trapos para vendas y todo el dinero que tenían en casa. Temían que al volver ya no existiera su hogar, destruido por el bombardeo. En el refugio todo el mundo estaba de pié, apelotonado, apretado contra el miedo de los otros.

 

El refugio mediría unos sesenta metros de largo por dos de ancho, y unos dos metros de alto. Había sido excavado junto al muro de ladrillos de la fábrica. El techo estaba conformado por sacos de tierra roja extraída del suelo, sujetos encima de los troncos de pino. Se habían dejado algunos huecos a modo de respiraderos a lo largo del túnel y constantemente nos caía encima un polvillo rojo que, mezclado con el sudor, parecía sangre. El suelo era de la misma tierra encarnada recubierta con serrín de la fábrica para empapar los orines, algunas piedras del suelo sacaban su calva cabeza reluciente recordando extraños cráneos de los fusilados en las fosas comunes.

 

El ambiente dentro del refugio, sobre todo cuando transcurrían varias horas de encierro, era irrespirable. El polvo, el olor a sudor, a pis y a caca lo hacían insoportable. Todo el mundo tosía, carraspeaba, se miraban los unos a los otros llenos de terror, esperando que cesara el bombardeo. Mi madre me cogía de la mano, me la apretaba hasta hacerme daño, estaba embarazada y yo, con mi mano sobre su tripa, no sabía todavía que estaba acariciando la cabeza o los pies de Vicente, mi futuro hermano.

 

Las noches se hacían muy largas esperando que cesaran los bombardeos y las sirenas; los niños no se atrevían a salir al patio a hacer sus necesidades, lo hacían allí mismo. Nuestros pantalones cortos no llevaban bragueta, solamente una abertura por donde sacábamos la pilila para orinar. Algunas mujeres mayores vestidas de negro tampoco llevaban calzones para poder orinar sin tener que salir del refugio, para ello el suelo se había preparado con abundante serrín que iba empapando los charquitos humeantes de los orines. La escasa luz provenía de unos grandes velones robados de la Iglesia, metidos en unos vasos de cristal sujetos a la pared.

 

El olor en aquel túnel era insoportable, mi familia siempre se quedaba cerca de la salida que también era la puerta de entrada, pero no había puerta, solamente unos troncos de pino cortados por la mitad, unidos con listones de madera, que tapaban la entrada del refugio como rejas de un bosque oscuro que en cualquier momento se podía convertir en cementerio. Yo trataba de meter la nariz por los huecos del portón para respirar aire puro, sólo me adentraba en el túnel cuando queríamos robar algo de dinero para vengarnos de alguna de las mujeres que siempre nos tiraban piedras cuando íbamos a robar higos, frutas y hortalizas a alguno de los huertos de sus maridos.

 

Muchas mujeres llevaban sus monedas en la bolsa de la comida, mi amigo Juan les pedía un poco de pan y cuando lo sacaban, aprovechábamos cualquier distracción para robarles unas monedas. Éramos así de inconscientes. La gente llevaba botijos para beber y al final de la tarde los botijos, impregnados del polvillo rojo que caía del improvisado techo, transpiraban y lloraban sangre.

 

Casi siempre los bombardeos se producían al anochecer, a veces muy entrada la noche o de madrugada, eran impredecibles, yo creía que los Messerschmitt volaban solos, que eran seres vivos que no dependían de los pilotos para volar, que eran dragones voladores que echaban bombas de fuego por la boca. Aquel ruido era como la antesala de la furia del infierno, la música de los ignorantes y asesinos.

 

Todo aquello me parecía uno de los documentales que veía en el Cine Cultural muchas tardes cuando no había bombardeo. Me sentía dentro de una película de batallas en la que los protagonistas, los buenos, eran el pueblo entero que estaba en guerra. La gente en aquel refugio decía que los malos iban perdiendo porque los dragones, a veces derribados por las baterías republicanas, se incendiaban y caían sobre Valencia o cerca del pueblo escupiendo lenguas de fuego. Los golpistas habían empezado ganando posiciones muy rápidamente. En tres meses los rebeldes habían conseguido sitiar Madrid. Entonces el gobierno se había trasladado a Valencia que de repente se convirtió en la capital del Estado. Inmediatamente se había iniciado el éxodo de los madrileños hacia el levante, estaban cortadas todas las carreteras menos las que comunicaban con Valencia, Alicante y Castellón. Mi madre y mi abuelo me decían que iban a ganar los malos porque tenían más tanques, y más dragones debido a la ayuda de los nazis alemanes y fascistas italianos.

 

Mi padre estaba luchando en el frente de Teruel, era soldado de infantería y mi madre tenía miedo de que le ocurriera lo peor, que no volviera. Aquel mismo día había recibido una carta suya y no eran precisamente buenas noticias, le decía que teníamos que irnos al pueblo de mi abuelo, Gestalgar, en Castellón, porque allí estaría más tranquila, mi futuro hermano y ella no correrían tanto peligro como en Misala. Yo debería quedarme en casa de mi abuelo con mi tía Josefina para ir a la escuela del pueblo, siempre que los bombardeos lo permitieran.

 

La noticia para mí no era del todo mala porque me llevaba bien con mi tía, sabía que me quería como a un hijo. Además yo admiraba a mis primas mayores, pero sobre todo adoraba a mi abuelo que me enseñaba a jugar al billar en el casino del pueblo y a tocar el violín que él manejaba con maestría. Mi padre tocaba muy bien la flauta porque formaba parte de la banda del pueblo que dirigía mi abuelo, pero yo no estaba nada dotado para ser músico igual que ellos; un amigo de mi padre me había dado clases de solfeo durante un par de meses, hasta que un día, cansado de la nula atención que yo ponía en el intento, le dijo a mi padre que no insistiera más.

 

Mi abuelo estaba siempre de muy buen humor y a veces me compraba alguna golosina, cacahuetes, chufas, regaliz, altramuces o caramelos, pero sobre todo nunca me regañaba, me dejaba hacer todas las travesuras que se me antojaran, era el niño mimado, la esperanza del futuro. Me compraba tebeos, entre los que estaban los de Flash Gordon, y mi primer libro a color sobre los animales de la selva: los salvajes rinocerontes, elefantes, leones, hienas, gorilas de África, tigres y elefantes de la India. Poco a poco, con mucha paciencia, mi abuelo me había enseñado a leer y a entender que la vida era una selva llena de aventuras en un mundo abierto a otras civilizaciones y culturas. Mi abuelo era mi héroe real, palpable, que hacía las veces de padre. Se ocupó de mí, me enseñó cosas importantes de la vida, como la amistad, la solidaridad, el respeto a las opiniones de los demás, el gusto por la aventura y las empresas innovadoras, como la fábrica de juguetes que él había creado poco antes de la guerra, el amor a los viajes, la música y la lectura, pero lo más importante: me abrió las puertas de la imaginación creadora y de la esperanza.

 

“En esta época tan terrible la mayor felicidad es despertarse todos los días y ver que estamos vivos”, decía. “Y luego durante el día todos tenemos que hacer algo para ser un poco mejores”.

 

Mi abuelo también me informaba de lo que ocurría en la Guerra Mundial. El siete de diciembre de 1941 me dijo que los japoneses habían atacado la base americana de Pearl Harbor en Hawái y habían hundido parte de la flota americana del Pacífico, me contó que había habido muchos muertos pero que era un paso equivocado de los japoneses porque habían hecho despertar al gigante americano que había declarado la guerra a Japón.

 

Ciento veinte mil estadounidenses de origen japonés se convirtieron de pronto en enemigos y los metieron en campos de concentración en el desierto de Utah y también en Oregón. Al mismo tiempo los americanos se alistaron en masa, hasta once millones de personas, y empezaron a construir diez millones de toneladas de barcos, sesenta y cinco mil tanques y otros tantos aviones, y llegaron a bombardear Tokio en el 42.

 

John Ford, que estaba haciendo una película sobre la guerra en Midway, perdió un ojo. Por otra parte, el pintor Fujita estaba luchando con los japoneses por su país y fue hecho prisionero por los americanos.

 

“¡Esta mierda de guerra terminará pronto y vendrán tiempos mejores para la humanidad!”, solía decir mi abuelo.

 

Pero se equivocó, los que vinieron fueron los nazis, con sus ideas de mejorar la raza humana con sus malditos y estúpidos nacionalismos, sus sueños de grandeza, conquista y expansión que causaron más de cuarenta millones de muertos, la desolación y la ruina por toda Europa.

 

En 1942 los campos de concentración llegaron a su punto culminante, se inició el Holocausto, lo que los judíos llamaron la Shoah. Ya se habían unido a Alemania Italia y Japón y la guerra parecía perdida. Stefan Zweig se suicidó al creer que los alemanes iban a ganar la guerra, dejando una nota donde decía “hay que poner fin a tiempo.

 

El momento cumbre fue cuando los alemanes conquistaron Stalingrado. En agosto del 42 Hitler tenía cinco millones de hombres en la ofensiva contra Stalingrado y El Cáucaso. El general Von Paulus conquistó Stalingrado. Churchill y Harriman se entrevistaron con Stalin en agosto de 1942. A pesar de todo, en septiembre cayó Stalingrado en manos de los nazis. Luego llegaría el invierno y empezaría el principio del fin de las tropas nazis en Rusia: a menos de treinta grados bajo cero, hasta el tiempo se alió contra los nazis. El abandono de tierras por parte de los campesinos que huían con sus ganados, dejando atrás solo cenizas de las granjas, dejó a los alemanes sin alimentos. Cuando Hitler fue a ver aquello pensó que había metido la pata pero siguió adelante con la guerra.

 

Además, cuando Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos, empezaron los problemas para los nazis, aunque realmente fue Rusia la que derrotó a Hitler.

 

En España, según mi abuelo, no estábamos bien informados, la información que llegaba era sesgada y a veces falsa, la propaganda era a favor de los nazis, no sabíamos nada de campos de concentración ni de lo que sucedía realmente en el frente. A través de Radio Pirenaica llegaban las noticias desde Francia. Mi abuelo todos los días las escuchaba. En España lo mostraban como una lucha a muerte contra el comunismo que quería acabar con la democracia, y ese era el lema idealizado de la División Azul.

 

Cuando mi abuelo se dio cuenta del desastre que se avecinaba, se reafirmó en su opinión:

 

—¡Malditos nacionalistas, todos se convierten en nazis y fascistas!

 

Mi padre era un héroe que estaba en el campo de batalla luchando, un cowboy contra los malos, como los que veía en las películas que ponían en el Cine Cultural. Esos días de miseria, horror, muerte y desolación, el abuelo estaba cada vez más preocupado por las noticias que llegaban de la guerra.

 

Una noche, cuando ya vivía con mi abuelo, miré por la ventana para ver si atisbaba algún bombardeo lejano, y dije:

 

—Qué noche tan oscura, abuelo, da miedo salir.

 

A lo que mi abuelo respondió, siempre tan optimista:

 

—El silencio oscuro de la noche hace crecer la luz del día.

 

Y después, muy triste y cabizbajo, sentenció:

 

—A este paso, en vez de juguetes vamos a tener que hacer ataúdes.

 

 

Los ojos abiertos.

Alguien mide, sollozando

la extensión del alma.

Alguien apuñala la almohada

en busca de su imposible

lugar de reposo.

 

Alejandra Pizarnik

 

 

12. Los desechables

 

En París en los años sesenta había más de medio millón de españoles que trabajaban en lo que podían. Muchos vivían en bidonvilles, es decir, en nuevos barrios pobrísimos construidos en las afueras de París, aprovechando los basureros donde descargaban los camiones los desperdicios de las obras en construcción, restos de chapas, de uralita, cajas de cartón, madera, hierros, cristales rotos, y otros restos procedentes de diversas obras. Eran poblaciones a veces de más de diez mil personas, de inmigrantes de origen diverso, turcos, magrebíes venidos de Argelia, Túnez y Marruecos, negros procedentes principalmente de las colonias francesas, Senegal o Costa de Marfil, italianos, normalmente del sur, portugueses y españoles. Eran el detritus que las grandes ciudades no podían ni querían absorber, gente muy pobre que no podía permitirse el lujo de alquilar ni una habitación en París.

 

Los bidonvilles, en las afueras de París, crecían rápidamente como pueblos enteros con sus calles estrechas en cuesta, llenas de barro y excrementos, repletas de familias que vivían y dormían miserablemente en esas chabolas. Había familias completas viviendo hacinadas en la miseria. La gente no hablaba de ello, los periódicos, salvo algún artículo esporádico en Le Monde, tampoco. En Francia se empezaba a vivir una época de prosperidad, y nadie quería saber nada de Los Miserables.

 

Uno de los que vivían en esas condiciones era Saturnino que hasta hacía poco más de un mes había estado trabajando en la fábrica de juguetes de mi padre como ayudante de tornero. Había emigrado con su familia a París desde el pueblo de Alacuás, en Valencia.

 

A Saturnino le había conocido realizando el servicio militar, él formaba parte del grupo de chicos que acudían a aprender a escribir a las clases donde me habían puesto a mí de profesor. Saturnino pronto se convirtió en un alumno aventajado porque era de los pocos que querían aprender. Después de la hora de clase, siempre quería más, y de lunes a jueves, él y yo continuábamos con las clases. Al cabo del mes, ya podía escribir su nombre y apellidos y leer la cartilla que le había proporcionado el ejército. Además había aprendido a sumar, restar, dividir y multiplicar. La mayoría de los otros analfabetos solo aprendieron a firmar y a deletrear un poco la cartilla, no tenían ganas de aprender.

 

Saturnino era un campesino alto, medía más de uno ochenta, ancho y fuerte, creo que el más fuerte del batallón, él sólo levantaba del suelo cualquiera de los cañones de artillería con sus dos manos, aunque normalmente se necesitaban dos o tres soldados para dicha tarea. Cuando me despedí de él al terminar la mili, Saturnino me dio un abrazo y un papel en el que figuraba su nombre completo y dirección, escrito ya por él mismo.

 

Yo le dije que en la fábrica de juguetes necesitábamos hombres fuertes para descargar los troncos de madera que, dos días por semana, traía el carro que la familia Folgado desde la estación de ferrocarril de Aldaya, procedente de Galicia. Me escribió a la fábrica y yo le dije a mi padre que le diera trabajo porque era muy buen trabajador, fuerte como un toro y sobre todo era muy fiel, honrado y aplicado. Antes de final de año entró en la fábrica como peón y al poco tiempo pasó a ser oficial de tercera. Era muy obediente y con ganas de hacer cosas, así que nunca estaba parado y se buscaba trabajos para hacer, o cosas que limpiar. Era un ejemplo para los demás trabajadores, sobre todo a la hora de descargar los troncos, a veces hasta cogía dos a la vez. En la fábrica estábamos muy contentos con el nuevo Sansón.

 

Saturnino tenía una novia de Almansa, la Encarna, como él la llamaba, que hacía trabajos domésticos fuera de casa para ayudar a su familia. Saturnino iba a verla desde Valencia al pueblo durante los fines de semana largos y pronto se quedó embarazada, tuvo su primer hijo con tan solo diecisiete años, y Saturnino se la tuvo que traer a Valencia. Con los años, las maternidades continuaron hasta llegar a cuatro hijos, dos niños y dos niñas, lo que complicó sus vidas más de lo que habían previsto porque Encarna ya no podía trabajar fuera de casa, tenía que cuidar a sus hijos y vivir solamente con el salario de Saturnino.

 

Al año de estar en París, recibí una carta de Saturnino diciéndome que hacía un mes que estaba en Nanterre con sus hijos, que su mujer trabajaba como bonne à tout faire, es decir, muchacha de servicio, interna en una casa de París, de la zona dieciséis. Los jefes de Encarna habían accedido a que la pareja viviera en la buhardilla, y así lo hicieron durante unos meses, pero estaban muy tristes porque echaban de menos a sus hijos que se habían quedado con la abuela en Valencia.

 

Encarna estaba muy deprimida y le dijo a Saturnino:

 

—Me estoy volviendo loca sin los niños, cada día los echo más de menos y así no puedo vivir, vamos a Alacuás porque ya no me concentro en el trabajo y me paso el día llorando.

—Pero los niños están bien, Encarna, están con tu madre que los cuida fenomenal, no como la familia anterior que no les daba bien de comer y los maltrataba.

—Sí, pero yo no aguanto más esta tensión de no verlos crecer, no vale la pena sacrificarse tanto para estar sin ellos, no todo vale, el dinero no es lo más importante ¡Son tan pequeños! Nos estamos perdiendo lo mejor de sus vidas.

 

Decidieron traerlos a pesar de los problemas, y los jefes de Encarna al principio estaban encantados con los niños pero pronto hubo protestas de algunos vecinos, y antes de que llamaran a la policía, ya que no permitían que seis personas vivieran en una sola habitación-buhardilla de doce metros cuadrados, decidieron irse a vivir al bidonville más cercano, el de Nanterre, donde vivía un amigo del pueblo de Saturnino.

 

Saturnino me citó en un bar cerca de la salida del metro de Nanterre, me explicó lo mal que lo estaban pasando, pero que al menos con el dinero que ganaba Encarna trabajando para la misma familia francesa podían comer mejor que en Valencia, ya que él ganaba mucho menos en la fábrica de juguetes que Encarna como muchacha de servicio en París.

 

—Este último mes he intentado buscar trabajo por todas partes –me dijo–, pero como no hablo francés ni tengo los papeles del permiso de trabajo, todavía no he podido encontrar nada. Siento mucho molestarte pero estamos desesperados y eres la única persona que conozco en París, tengo que encontrar lo que sea, porque si no, tendremos que volver derrotados y sin nada a Valencia. Encarna trabaja mucho en casa de sus patronos en París XVI, mientras yo cuido de los niños en el bidonville, pero los tengo que dejar a cargo de algunos vecinos para ir a buscar trabajo, te agradecería mucho que pudieras acompañarme en busca de trabajo, ya que hablas francés. Tú siempre has sido mi amigo y consejero, no me puedes abandonar ahora.

 

—Está bien, no te preocupes, empezamos mañana lunes a buscar trabajo. Ahora ya es demasiado tarde, pero antes de venir tenías que haberle pedido a mi padre mi dirección y teléfono aquí en París para decirme que habías decidido venir, yo te lo hubiera desaconsejado; Encarna, tu mujer, sola y trabajando de bonne à tout faire, siempre tendrá trabajo, cada vez hay más familias francesas burguesas que necesitan servicio domestico, pero Francia es un país muy duro para los inmigrantes, yo diría que tremendamente injusto. He tenido que ayudar a muchos españoles haciéndome pasar por abogado, amenazando a los patronos con denunciarlos si no daban de alta en la Securité Sociale a los pobres trabajadores españoles para que les pagaran la hora a diez francos, como exige la ley, en lugar de cinco francos. En París es “lo tomas o lo dejas”, siempre hay un pobre llamando a la puerta de un patrón explotador, alguien que acepta el trabajo que le ofrecen a modo de limosna. Los patrones no los declaran, ni pagan impuestos, y les hacen trabajar como esclavos, por eso le llaman trabajo “negro”.

—Estoy de acuerdo, pero en España está todo mucho peor, con mi salario de la fábrica de juguetes teníamos justo para comer, y eso que tu padre pagaba todos los sábados religiosamente, pero son salarios de hambre, el costo de la vida sube más que los salarios.

 —Te doy la razón, en España se vive todavía peor, por eso hay más de medio millón de inmigrantes, sobre todo mujeres, en París.

 

Durante días recorrimos París en metro de arriba a abajo. Yo compraba todos los días Le Fígaro y nos poníamos a buscar trabajo para mi amigo Saturnino, preguntamos en la Citroën, cerca de los muelles del Sena, fuimos a cientos de obras en construcción porque Saturnino sabía algo de albañilería (había construido su casa de dos habitaciones en las afueras de Alacuás, ayudado solamente por Encarna y algún amigo). Estuvimos en la SNCF (Ferrocarriles Franceses), se ofreció para descargar y subir paquetes para entrega a domicilio, buscó trabajo de jardinero, de carga y descarga en agencias de transportes y similares, pero siempre lo mismo: le pedían los malditos papeles.

 

A la semana siguiente, vi que no encontrábamos nada y me decidí a ir a Les Halles y presentarle a Juan, un capataz. Le expliqué a Saturnino que solo era un trabajo nocturno, eventual, no muy bien remunerado y muy duro, pero que al menos, dependiendo del trabajo que hubiese, se podía sacar de veinte a treinta francos por noche, además tendría algo de tiempo para buscar trabajo por las tardes y por las mañanas y podría ocuparse de los niños mientras Encarna trabajaba.

 

—No hay problema, lo que necesito es un trabajo para ayudar a mi familia, no me importa sacrificarme por ellos, se lo debo.

—Tú no les debes nada, la desgracia es tener que salir de España para trabajar porque nuestro país no te da las oportunidades para ello.

—Yo vivía bien en Alacuás cuando solo teníamos a Juan, pero metí la pata u otra cosa y vinieron Encarnita, luego al año José y después Paquito. Con cuatro niños es imposible vivir allí con un solo salario, aquí en Francia me he enterado de que a las familias numerosas las ayudan mucho, voy a ver si aguanto hasta conseguir alguna ayuda, pero necesito obtener el permiso de trabajo y para ello necesito trabajar.

 

Juan lo aceptó inmediatamente en cuanto vio la corpulencia de Saturnino y esa misma noche ya se quedó a trabajar como descargador en Les Halles, el problema era que tenía que esperar a las seis y media de la mañana para poder coger el primer metro y volver al bidonville en Nanterre. Pensé que si en su momento hubiera denunciado a Juan, ahora no podría haberle pedido el favor, me repugnaba hacerlo, un español explotando a otros paisanos…, pero no tenía más remedio, Saturnino necesitaba ganar algo de dinero.

 

En agradecimiento por haberle encontrado trabajo, Saturnino me invitó el domingo siguiente a su chabola. Era un pequeño habitáculo de unos cuatro por dos metros con una estufa de carbón en el centro cuya chimenea atravesaba el techo de uralita. Tenía dos camas, una para el matrimonio y otra para los cuatro niños, una mesa de madera plegable en el centro y dos banquetas alargadas de madera sin respaldo para poder sentarse a comer. No había lavabo, tampoco agua corriente, la tenían que acarrear en cubos de zinc de una fuente en la que siempre había cola, situada a más de doscientos metros de distancia, había un espejo con marco algo descascarillado colgado con un clavo de un tablón madera que probablemente habían sacado de la basura. Encarna me dijo que se lo había regalado la señora donde trabajaba. El suelo era de tierra, estaba recubierto con las tablas de madera y serrín para empapar la humedad; la puerta estaba hecha de tableros de madera clavados verticalmente, que se ajustaban bastante bien al marco de la puerta. Saturnino, con ayuda de sus vecinos españoles y lo poco que tenía, había conseguido hacer un buen trabajo, al menos un espacio habitable.

 

Encarna me preparó una paella de pollo y verduras que comimos los siete con gran deleite.

 

—Al menos aquí podemos estar todos juntos –dijo– y nuestros hijos son felices y pueden salir a jugar con los demás niños de las chabolas, me recuerda a mi pueblo cuando salíamos a jugar por las calles destapadas.

—Lo malo es el invierno –dije yo–, aquí hace mucho frío, no sé si podréis aguantar, necesitáis una estufa de leña con su chimenea para calentaros.

—Estamos recopilando materiales para hacer una chimenea y antes de que haga frío estará terminada. Va a ser una estufa grande con una chimenea hasta el tejado que dará calor para toda la chabola –dijo Saturnino–. Espero que para entonces la situación esté arreglada y podamos pagarnos una pequeña habitación en París, aunque sean dos habitaciones de servicio juntas.

—¿Pero vosotros creéis que vale la pena este sacrificio? En Valencia vivíais mejor.

—Sí, pero aquí hemos venido para ahorrar, en Valencia no nos quedaba absolutamente nada a fin de mes, a veces ni llegábamos, teníamos que pedir fiado en la tienda de comestibles. Algún día podremos volver y comprar una casita pequeña en Alacuás. Además, si trabajamos los dos, podemos enviar a mi madre algo de dinero, está bastante enferma y no puede trabajar ni cuidar de los niños. Este mes ya le hemos enviado doscientos francos.

—¿Saturnino, que hiciste con la casita que habías construido en Alacuás? –pregunté.

—La tuve que vender para venir aquí, pero aún tenemos algún ahorro y podemos ayudar a la abuela. Es la madre de Encarna, pero para mí es como mi madre, la mía la perdí hace muchos años.

 

Cuando terminamos de comer, estuve jugando con los cuatro niños, preciosos todos, especialmente Encarnita que ya tenía seis años. Parecía que los niños estaban felices porque tenían muchos amigos, todo el barrio los conocía y saludaba. Dimos un paseo alrededor del bidonville. Saturnino vivía en la zona donde estaban los españoles. En otra chabola, vivía un amigo de Saturnino que se llamaba Pablo, del mismo pueblo de Albacete. Era el que le había proporcionado la posibilidad de aquella chabola, porque la pareja de españoles que la habían habitado hasta el día anterior se habían marchado hartos de penalidades, frío, lluvia, hambre, y además no habían podido encontrar un trabajo decente. Fracasados, habían vuelto al pueblo, pero con la esperanza de ver a sus hijos crecer en su país y poder cuidar de los abuelos que estaban muy delicados.

 

En la zona de los españoles había más de mil habitantes, de allí pasamos a la zona de los portugueses atravesando pequeñas callejuelas empinadas, y luego a la de los italianos, turcos, magrebíes. Muchos de ellos eran argelinos pied-noirs, también había negros de las ex-colonias francesas, de Costa de Marfil, Mali, Senegal y otros lugares, sobre todo de África. Se calculaba que en total había unas diez mil personas viviendo en aquel poblado de París que iba creciendo cada vez más, abarcando terrenos baldíos que eran futuros solares. Había bastantes gendarmes vigilando la zona porque muchos delincuentes vivían allí. Todos los días llegaba más gente que preparaba sus materiales para instalarse en una nueva chabola. Algunos nos explicaron que tenían previsto esa misma noche iniciar el montaje de su casita; el único requisito que les exigía la policía era que tenían que ponerle techo a la chabola antes de que amaneciera:

 

—Los gendarmes llegan a las seis de la mañana –dijo Saturnino–. Si la chabola no está terminada, la hacen desmantelar inmediatamente. La policía nos considera una comunidad vulnerable, llena de gente pobre, inmigrante, desplazada y sin futuro, vamos, la escoria de la sociedad.

 

El bidonville era un submundo sin orden, lleno de una injusticia que yo no conocía, una miseria que se veía en las caras de todos los habitantes de aquella zona, era como los excrementos que las ciudades ricas de todo el mundo expulsaban de su vientre; la policía hacía redadas de vez en cuando. Allí se traficaba con todo, había prostitución y muchos franceses llegaban allí para comprar droga, artículos y vehículos, bicicletas, motos y coches robados, o carne fresca de ambos sexos; además la policía sospechaba que había argelinos del FLN (Frente de Liberación Popular) que podían estar preparando y organizando atentados, pero hasta los gendarmes tenían miedo de penetrar en las calles sucias de los bidonvilles, llenas de barro, de escombros y podredumbre, y a veces cuando se atrevían, entraban por parejas porque la gente del poblado les abucheaba al pasar, y a veces “por equivocación” las mujeres tiraban agua sucia a su paso, así los inmigrantes ganaban sus pequeñas batallitas a los policías que los detestaban, no les gustaba patrullar entre la mierda, les llamaban l´ordure de la societé, “los desechables”.

 

Meses después, ya en pleno invierno, recibí una llamada de Saturnino:

 

—José, lo siento mucho pero nos vamos de París, tenías razón, hemos tenido un gran problema: mi hijo Paquito, por culpa mía, se ha quemado la cara en la estufa y ha quedado deformado, está todavía en el hospital, mi mujer ya no quiere seguir aquí.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo ha ocurrido?

—Ha sido una desgracia, hace quince días, un martes, yo me había quedado dormido después de venir de trabajar de Les Halles, sobre las diez de la mañana. Los niños estaban jugando dentro de la chabola porque fuera hacía un frío horrible y llovía, fue entonces cuando Paquito el pequeño y el más travieso de los niños tropezó con una banqueta y se cayó de cara contra la estufa encendida, me despertaron sus gritos desesperados y los de todos los niños. Tuve que pedir prestada una motocicleta para ir al hospital de Nanterre, allí lo ingresaron en cuidados intensivos con una quemadura en la cara que le ha deformado una parte del rostro y le ha dañado el ojo derecho. Ahora mismo Encarna está en la habitación con el niño en la unidad de quemados. La culpa ha sido mía por quedarme dormido, ya no queremos seguir en este París que nos ha traído la desgracia, ya estamos preparando todo para, cuando salga el niño del hospital, volver en autobús a Valencia.

—Siento muchísimo que tengáis que regresar por ese accidente. Iré mañana a ver al niño, quiero veros antes de que os vayáis, además quiero ayudaros por si necesitáis algo de dinero para el viaje.

—Te lo agradezco, pero no te llamaba para pedirte ayuda, sin embargo, es posible que necesitemos algo para volver a empezar en España –me dijo llorando.

—No te preocupes por el dinero, además yo voy a llamar a mi padre para decirle que te dé otra vez trabajo en la fábrica, has sido uno de los mejores obreros que hemos tenido y en los momentos difíciles hay que ser solidario, te lo mereces.

—No esperaba menos de ti, nos vemos mañana para agradecértelo personalmente.

—Gracias, pero no tienes nada que agradecerme, dale a Encarna y a los niños un gran beso de mi parte, dile que lo siento muchísimo, y cualquier cosa que necesitéis, no tenéis más que pedirlo.

—Gracias, Pepe.

 

La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia de cualquiera.

Martin Luther King

 

Yo escribo para quienes no pueden leerme. Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué.

Eduardo Galeano

 

 

22. 1968: La imaginación al poder

 

En 1968 ya tenía fecha para volver definitivamente a España, sería en el mes de julio, aprovechando las vacaciones.

 

Fue un año de preparación para el cambio de vida, de reflexión, porque tenía que hacer algo en España con lo que pudiera ganarme la vida. Temía volver a mi país porque me enfrentaba a una responsabilidad enorme. Tenía una mujer y dos hijos y sabía que Hanna, como buena hembra, era muy exigente y yo tendría que trabajar sí o sí, no podría dedicarme a mis aficiones al cine, al teatro o la literatura. Sin embargo, contaba con la baza de la experiencia. Había aprendido tantas cosas durante esos ocho años en Francia que me sentía capaz de abordar cualquier situación.                                                                                    

 

En París, seguí yendo al Museo del Hombre a hacer montaje de películas, y de vez en cuando Rouch me mandaba hacer algún corto, alguna toma en París para alguno de sus estudios, ya que había visto mi película sobre los españoles en el bidonville de Nanterre y le había gustado la idea.

 

Los fines de semana iba al cine. En aquella época vi Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone; El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner; La semilla del diablo, de Polanski; 2001, Una odisea del espacio, de Kubrick; La noche de los muertos vivientes, de Jorge A. Romero, o Z, de Costa-Gavras, un director griego emigrado a Francia.

 

Todos los días iba a trabajar a la empresa Babcock para traducir los planos que llegaban casi todas las semanas de nuevas azucareras en América Latina y otras partes de Europa. Como casi no tenía tiempo para comer, tomaba un huevo duro y un yogur en una de las cafeterías de la rue de la Boétie que a esa hora se llenaba con los oficinistas que trabajaban en la zona, entre ellos gente de bancos y empresas muy importantes.

 

Aquel año 68, la revuelta estudiantil de mayo que seguía el grito de “La imaginación al poder” se había precalentado con la muerte de Martin Luther King, asesinado el cuatro de abril. Luther King había desarrollado una importante labor al frente de los derechos civiles para los afroamericanos, había sido activista contra la guerra de Vietnam y contra la pobreza y la miseria en general, le habían dado el Premio Nobel de la Paz en 1964. A los jóvenes de entonces nos dio tanta rabia su asesinato que todos mis amigos y yo estábamos completamente consternados: a alguien muy cercano a nosotros lo habían asesinado por defender los derechos de todos los ciudadanos del mundo.

 

Jacqueline, a la que ya no veía con demasiada frecuencia, me escribió una nota diciendo “el defensor de los pobres ha muerto, lo han asesinado vilmente. Es otro Guernica en plena democracia. Tienes que escribir algo”. Le contesté que había iniciado ya una indagación sobre la vida de Luther King porque la verdad es que había materia para escribir una obra de teatro sobre sus discursos, sus palabras hermosas las de He tenido un sueño. Ese sueño había sido violado y traicionado pero quedaría entre nosotros, formando parte siempre de nuestras vidas. Mientras tanto, otro líder negro, Nelson Mandela, estaba en la cárcel en África del Sur y algunos periódicos recordaban el paralelismo que había entre los dos líderes defensores de los afros. Mi idea era contraponer la intolerancia de los blancos contra el valor y la ingenuidad de muchos negros en todo el mundo, que querían libertad y más justicia. Quería hacer un poema de amor para que no se volviera a repetir aquella ignominia que había producido heridas en los corazones de toda la humanidad.

 

La muerte de Luther King no fue en vano y hoy en Estados Unidos hay un presidente negro que está intentando luchar contra las diferencias raciales que todavía existen pero que ya no son como antes. En aquellos años un negro no se podía sentar en un banco público o ir en un autobús, no era humano, los trataban como perros. Había mucho por lo que luchar pero a través de la educación y no de las armas. Teníamos que llegar a una sociedad en la que todos fuéramos iguales. Como decía Tagore, “no es el martillo el que deja perfectos los guijarros, sino el agua con su danza y su canción”.

 

Mayo del 68 ya se había gestado meses antes, con los disturbios de Nanterre, aunque fue a principios de mayo cuando estalló. Rouch me dijo que se podía cubrir con una Bolex Paillard alguna de las algaradas que se producían en las calles de París y yo empecé acudiendo a grabar los fines de semana y acabé pidiendo permiso en el trabajo para poder grabar más tiempo.

 

Las cosas se complicaron, en ese mayo del 68, por la incomprensión de la policía que, en un principio, no le dio importancia a las huelgas de los estudiantes.

 

Algunos carteles aparecieron en la Sorbona con las siguientes palabras: “La escultura más hermosa es el adoquín de granito”. Por aquellos días Herbert Marcuse llegó a París aprovechando un coloquio con motivo del ciento cincuenta aniversario de Karl Marx y aprovechó para ver en su lecho a Rudi Dutschke, uno de los líderes estudiantes víctima de un atentado fascista. Marcuse estuvo de acuerdo con la declaración pública que hicieron filósofos y escritores entre ellos Sartre, Lacan, Blanchot, Lefebvre, que decía: “Estamos dispuestos a afirmar que, frente al sistema establecido, el movimiento estudiantil es de una importancia capital y quizás decisiva, ya que sin hacer promesas opone y mantiene una potencia de rechazo capaz, creemos nosotros, de abrir un porvenir”.

 

Más tarde se involucraron en la protesta los sindicatos franceses y hubo una huelga general que paralizó el país completamente. Los estudiantes querían mejorar las condiciones de los institutos y de la universidad y la forma de trabajar en ellos, de estudiar, querían que el gobierno se implicara de otra manera en la formación de la gente para tener puestos de trabajo, cambiar la enseñanza para hacerla más idónea al momento que se vivía entonces, para que los estudiantes pudieran integrarse mejor en la sociedad. Había una enseñanza anticuada y anquilosada y querían destruir todo aquel sistema establecido para adaptar las cosas a las nuevas generaciones, hacer una sociedad más moderna, pero bajo todo aquello subyacía, en último término, la necesidad de cambiar el mundo. Muchos estudiantes hacían barricadas, quitaban adoquines para utilizarlos como armas arrojadizas, quemaban bancos y tiendas, y la policía cargaba brutalmente contra ellos, aumentando la violencia. Se creó una espiral que no terminó hasta finales de mayo, cuando el gobierno, asustado, cedió a las reivindicaciones estudiantiles capitaneadas por Daniel Cohn-Bendit, un estudiante judío alemán.

 

Recuerdo que una de las veces que yo estaba grabando me tuve que esconder en un portal porque la policía estuvo a punto de arrancarme la cámara y no pude salir hasta que las cosas se calmaron. El bulevar Saint-Germain, Saint-Michel, el Panteón, eran zonas de batalla diaria. Todas aquellas escenas que yo grababa me impactaban por la dureza con la que los gendarmes franceses se empleaban contra los estudiantes, hombres o mujeres. Todos los días había un montón de heridos. Hubo momentos en que más de un millón de manifestantes recorrían las calles.

 

A finales de mayo la cosa se calmó cuando los estudiantes consiguieron sus reivindicaciones, y yo pude volver al trabajo, ya que mi jefe, que sabía de mis aficiones, me había dado unos días libres para recuperarlos luego con las traducciones los fines de semana.

 

Después de aquellos disturbios, París parecía un campo de batalla y no quedó limpio y rehabilitado hasta pasado, como mínimo, un mes.

 

Las grabaciones las entregué al Museo del Hombre con el agradecimiento de Rouch que las utilizaría en varios cortos.

 

Ser testigo de aquel acontecimiento fue algo que me dejó marcado. Yo estaba siempre a favor de los cambios, aunque hubiera que luchar con violencia contra la violencia que se ejercía desde las autoridades para conseguir el fin deseado: el imperio de una verdadera democracia y una sociedad más igualitaria, más tolerante, más a la medida del hombre libre. Mayo del 68 fue un éxito, sembró el germen para cambios políticos y sociales que por desgracia tardaron mucho en llegar.

 

Aquel verano antes de regresar a Robregordo fui a despedirme de José María Gorris. Estaba en la plaza, pintando e intentando vender los cuadros a los turistas. Me ofrecí, ya que volvía en coche, a llevarle cualquier cosa que quisiera para su familia de Valencia. Me lo agradeció pero no quería nada. De allí fuimos a su casa-museo de cristal que estaba casi empapelada con posters de Fidel Castro, del Che Guevara, de Mao Tse-tung y del líder Ho Chi Minh.

 

Según Gorris, lo que los estudiantes querían en mayo del 68 era la destrucción creativa de la sociedad.

 

—Me dijeron que hiciste un cortometraje sobre la huelga de mayo –me dijo.

—Sí, y le ha gustado a Jean Rouch. Él también cree que es preciso transformar el mundo.

—El establishment no se deja y hay que hacerlo con protestas y con la revolución, de lo contrario no se consigue nada. Por cierto –continuó– ¿qué vas a hacer tú en Madrid? Aquello es un cementerio de muertos vivientes.

—No tanto, no creas, ya empieza a haber revueltas en Madrid, en el País Vasco…

 

Finalmente nos abrazamos, nos despedimos con mucho cariño y, de regalo, me entregó un cuadro de un campesino segador de tez morena con camisa blanca y fondo amarillo de trigo maduro. El campesino portaba en su mano derecha una hoz y su mirada era amenazadora, como si estuviera preparado no solamente para segar trigo.

 

—Gracias, José María –le dije–. Algún día este cuadro valdrá mucho dinero. Tiene mucha influencia de Braque.

—Sí –me dijo–. Estoy buscando la simplicidad y la fuerza.

 

Durante el regreso a España, en mi coche Peugeot, un día gris de verano, según iba dando la espalda a París, mis pensamientos se quedaban en todo aquel mundo, en aquellos acontecimientos vividos que formarían parte de mi futuro y mi juventud que cada kilómetro que recorría, se acababa un poco más. Me paré a cenar cerca de Burdeos y luego conduje toda la noche y ya en España percibí algo extraño, como si el amanecer hubiera llegado antes de tiempo, un resplandor excepcional que iluminó toda la tierra. Al día siguiente comprendí lo que había pasado, que los franceses habían hecho explotar una bomba de hidrógeno en un atolón del pacífico. Llegué a Robregordo, con la luz de un amanecer anticipado, sobre las siete de la mañana. Llegué a desayunar en el bar de mis suegros, completamente agotado pero contento de ver a mi familia y de verles tan sanos y felices, sobre todo a mis hijos que para mí significaban la pureza incontaminada de unos seres todavía inocentes.

 

Estaba de nuevo en España y había que empezar otra vez, había que ganarse la vida, pero siempre añoraría ese París donde me había desarrollado como persona y como hombre, había aceptado mi responsabilidad y aunque no estaba demasiado enamorado de mi mujer, teníamos una hija que era una preciosidad y un hijo que tan solo tenía dieciséis meses. Ambos despertaban en mí ternura y amor, tenía la necesidad de protegerles, no podía desentenderme y dejar a esos dos niños a la merced de un futuro incierto. La vida había decidido por mí, solo me quedaba aceptar la decisión y poner toda mi energía en esta nueva aventura.

 

El cinco de junio del 68 fue abatido a tiros Robert Kennedy en el hotel Ambassador de Los Ángeles por un americano de origen palestino, Sirhan Sirhan. ¿Querría vengarse por la ayuda de USA a Israel durante la guerra de los seis días? ¿O serían las mismas fuerzas oscuras que habían encargado la muerte de su hermano John?

 

 

Tomemos en serio la revolución pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos

 

La imaginación al poder

 

Frente al mecanicismo, ¡cread!

 

Acumulen rabia

 

Burgueses, arribistas que quitan la escalera tras ellos para no dejar subir el pueblo

 

Prohibido prohibir

 

La política pasa en la calle

 

El derecho de vivir no se mendiga, se toma

 

El arte ha muerto. Godard no podrá remediarlo

 

Todos somos judíos alemanes

 

La novedad es revolucionaria, la verdad también

 

La poesía está en la calle

 

Tomen sus deseos por realidad

 

Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre

 

Soy marxista de la tendencia Groucho

 

El fascismo al inodoro de la Historia

 

La acción no debe ser una reacción sino una creación

 

 

 

 

Recordad los días de luz

cuando el soñador inventaba el tejido,

porque la fibra seca del hormigón

no tiene porosidad.

Izara Batres

 

 

 

 

Estos textos corresponden a al libro La fábrica de los juguetes prodigiosos, que acaba de publicar la editorial Xorki.

 

 

 

 

José María Abad Tallada nació en Valencia, hijo de una familia que desde hacía ya dos generaciones se dedicaba a la fabricación del juguete, de gran tradición en toda la región. Estudió en el Instituto Luis Vives de Valencia, donde fraguó su amistad con el historiador del arte Alfonso Emilio Pérez Sánchez que sería después director del Museo del Prado. A principio de los años 60 frecuentó los círculos literarios valencianos convirtiéndose en mecenas y director de la revista de arte y ensayo La caña gris, junto con el filósofo Jacobo Muñoz y J. L. García Molina. Después se trasladó a París donde vivió como inmigrante. Allí estudió la civilización francesa, trabajó en el cine y teatro y se inició en la pintura. Al volver años mas tarde a España desplaza el peso de su trabajo al mundo empresarial de la industria de la comunicación y la electrónica, llegando a ocupar el puesto de director del laboratorio farmacéutico Isomed Pharma. A pesar de su dedicación a la empresa no dejó nunca de escribir novela, relatos, poesía y teatro.

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