Hacía un calor insoportable aquel 1 de agosto de 1999 en la isla de Manhattan. Salimos casi sin ropa, vestidos como para ir a la playa de Conney Island, en lugar de a pasear por el World Trade Center, Wall Street y y Battery Park, porque pensamos que allí la brisa del Atlántico podría refrescarnos.
No le gustaban demasiado a Faba ese par de torres gemelas que se veían desde casi cualquier azotea neoyorkina. Resultaban tan mochas en una ciudad de rascacielos rematados por fabulosos pináculos. Si casi todos los edificios de una ciudad terminan engarzándose y entonándose sea cual sea su época, las Torres Gemelas, a pesar del prestigio de su arquitecto, de su procedencia japonesa, (y del supuesto buen gusto que la cultura del Sol Naciente va regando por donde pasa), no terminaban de integrarse en su entorno urbano. Aquel par de torres altísimas le parecían a Faba dos grandes electrodomésticos, como dos estufas catalíticas dscomunales. La malla de rejilla que cubría todo el edificio le parecía inhumano. Además, según había oído, no se trataba de ventanas, no podía abrirse ninguna de ellas.
La pareja de domingueros en pantalones cortos y camiseta, se dirigió a la primera de las torres que encontraron en su camino, donde les indicaron que el ascensor no funcionaba los domingos. Mejor que se acercaran a la segunda torre, que tenía un restaurante en la terraza, desde donde podrían contemplar -a vista de águila- toda la ciudad. Por último les informaron, que podían usar el túnel inferior que unía las dos torres, sin necesidad de salir a la calle.
El túnel resultó un pasadizo subterráneo tan cutre y abandonado como cierto pasaje entre las torres de Colón y la plaza del mismo nombre, en la ciudad de Madrid. Negocios de fotocopias cerrados, tiendecillas vulgares y corrientes de bisutería o bollería industrial… La ausencia de solemnidad se hacía notar en los bajos de aquellos edificios famosos en todo el mundo. ¿Quién iba a decirle que las Torres Gemelas neoyorquinas se comunicaban por un pasadizo tan degradado y vulgar?
Como eran más de las cuatro de la tarde, hacía ya hambre, así que decidieron tomar algún tentempié en un local mexicano destartalado, que era el único abierto en el subterráneo. No había casi nadie en aquel sórdido local de paredes de plástico, alguna mesa aislada y un par de camareros latinos medio dormidos. Se llevó una servilleta como recuerdo de aquel lugar tan poco memorable.
Cuando ascendieron a la puerta de la Torre Sur, donde esperaban poder elevarse hasta el cielo, una especie de conserje negro trajeado, abría paso a un grupo de japoneses, que iban vestidos -a las 5 de la tarde- como si fueran a recoger un Óscar de Hollywwod. Y como Faba es tan clase media, y ha recibido una educación tan española, al ver la cara que puso el negro de la puerta al verlos vestidos de corto, con gorras de beisbol y calzados con chanclas, se dieron la vuelta, y fueron a tumbarse en el césped cercano de Battery Park.
Faba no se enteró de la noticia, hasta la noche del 11 de septiembre de 2001, (más o menos a estas horas; debió ser el último en todo el planeta, en saberlo). Cuando vio en televisión a un avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas neoyorquinas, tuvo una reacción completamente natural, pensando que se trataba de alguna película catastrofista yanqui, que había pillado furtivamente en el zapping.
Cuando comprobó que en todas las cadenas se estaba comentando el atentado, diose cuenta Faba de que algo iba a cambiar en el mundo, de entonces en adelante. El único pensamiento posítivo que sacó de todo aquello, fue lo feliz que dormiría el Empire State Building esa noche, sabiéndose de nuevo, el edificio más alto de Nueva York.
(Ilustramos esta entrada con un cuadro al óleo de Gabriel Faba, en el que realiza su propia versión de la catástrofe del 11 de Septiembre de 2001, con un autorretrato.)