Una vez, hará ya algunos años, tantos como nueve, paseaba yo por Buenos Aires, ciudad en la que entonces vivía y escuchaba en mi mp3 –no había Iphone todavía– las canciones que un compañero me había bajado justo aquella mañana. No me enteraba de mucho porque la mayoría eran cantantes o grupos argentinos que hasta entonces no había escuchado: Charly García, Los redonditos de ricota o La mancha de Rolando. Estaba cerca del Parque de la Memoria cuando escuché por primera vez ‘Los dinosaurios’, de Charly García, aquella canción que venía tan al pelo y que cantaba a las víctimas de la dictadura militar, a esa generación que desapareció: Los amigos del barrio pueden desaparecer. Sí, como los dinosaurios, sólo que, desgraciadamente, no por causas naturales. Entre tanta memoria y argentinidad, algo más tarde, mientras paseaba por las calles del barrio de San Telmo, se coló una canción de alguien a quien nunca había escuchado. No tenía el deje porteño que esperaba. Hubiera jurado que era español, y, de hecho, lo era. Intenté seguir la letra de la canción pero no sé si es porque me acababa de tomar un fernet o porque estaba cansada, pero pensé que aquello no tenía ni pies ni cabeza. El cantante decía que casi había conocido a un tal Michi Panero. Lo he pasado bien, y casi conocí en una ocasión a Michi Panero, y es bastante más de lo que jamás soñaríais en mil vidas. No le di más importancia: no sabía ni quién cantaba ni quién era aquel tal Michi.
Un tiempo más tarde volví a escuchar aquella canción. Fue en España ya, en Madrid. Había vuelto a la universidad y puse de nuevo aquella lista que me trasladó a inmediatamente a mi Buenos Aires querido. Y la canción de Michi volvió. Fracasé una vez, fracasé diez mil y aún así alzo mi copa hacia el cielo. El cantante, según averigüé, era un tal Nacho Vegas. Sí, era Nacho Vegas antes de que todos conociéramos a Nacho Vegas. Compré su último álbum, Desaparezca aquí y así fue como maté dos pájaros de un tiro: lo conocí a él pero también al pequeño de los hermanos Panero: a Michi.
Escuché varias veces aquella canción y entendí que lo de casi conocer a Michi Panero era una metáfora que uno solo captaba cuando hacía un poco de búsqueda en la wikipedia. Significaba quedarse a medias y contentarse con la mediocridad. Casi conocí a alguien que no era nadie y eso fue un logro parecía decir Nacho Vegas. Porque en realidad, Michi no logró hacer nada ‘importante’ –si entendemos que importante es una obra, un libro de poemas o un legado filosófico-. Supongo que Nacho Vegas lo hizo con toda la intención, no escribió casi conocí a Leopoldo Panero, ese poeta emblema del franquismo que sí había dejado un corpus poético relevante –a pesar de su ideología– sino que se quedó con el pequeño de los Panero, con el supuesto don nadie. Puestos a escoger, me quedo con Michi, que dijo aquello que siempre intento tener presente: “En esta vida se puede ser todo menos un coñazo”. Una de esas verdades políticamente incorrectas con las que podríamos estampar camisetas hipsters que se venderían la mar de bien.
A lo que íbamos. Nacho Vegas me llevó a los Panero. Curiosamente por aquellas fechas se acababa de publicar Los últimos días de Michi Panero, libro en el que el periodista Miguel Barrero ficcionalizaba los últimos días del pequeño de la saga, José Moisés Santiago, el gran perdedor y, sin embargo, el más sincero y entrañable de todos. Cuando lo terminé, quise saberlo todo sobre aquella familia maldita. Vi el obligado documental de Jaime Chávarri, El desencanto, rodada una vez muerto el patriarca, Leopoldo Panero. En la película, metáfora del franquismo y fenómeno social, se despedazan los unos a los otros y en ella entraba en juego otro personaje fascinante, la carismática Felicidad Blanch, que eclipsaba las cámaras y hacía que uno se preguntara si es que estaba mintiendo todo el rato o era solo la sensación que daba. El documental de Chávarri me fascinó, sobre todo por la crudeza y por la cantidad de mentiras que transmitían. ¿Por qué al mirar atrás hablaban de una felicidad que no había existido? La sordidez y la angustia envolvían las paredes de la casa familiar de Astorga. Sin embargo las reflexiones acerca de la felicidad perdida, de la infancia como un lugar anhelado, estaban en boca de todos.
En 1990, a la muerte de Felicidad Blanch, Ricardo Blanco rodó Después de tantos años, el segundo documental sobre la familia Panero, que los convertiría –si no lo eran ya– en un mito, en un ejemplo de familia a la deriva, en una representación del derribo de las convenciones de una época. En Lúcidos bordes de abismo, un libro escrito recientemente por Luis Antonio de Villena, éste aborda la teoría de la destrucción de esta familia: “El mito de los Panero empieza primero contra su padre, luego los hijos se volvieron contra la madre, pero en realidad su mito fue contra la vida. El error es la vida”. No sé si hay un mito de destrucción en los Panero. Supongo que ese mito puede aplicarse a cualquier familia que acaba mal. En realidad, lo que los Panero, sobre todo Michi, me enseñaron es que la cantinela de “éramos tan felices” es la frase que uno suele escoger para rememorar el pasado. En el segundo documental, Michi empieza contando que la memoria es lo mas cruel que hay en el mundo, “te recuerda que cada vez estás más cerca de la muerte. El recurso de la nostalgia es el más fácil, es como decir ‘lo he hecho tan mal… pero es que antes era muy bonito’”.
Michi, hecho caldo, lejos del chaval que era en El desencanto, reconoce que decir ‘éramos tan felices’ era una manera como otra de encubrir un fracaso. “A lo mejor fuiste feliz un ratito”, apunta. Esa falsa retórica de la felicidad perdida es asumida una vez que todo ha pasado, y tiene lógica: cuando uno hurga entre documentos del pasado, se topa con fotos en las que sale más guapo o más joven y eso, claro, siempre es un consuelo.
Todo el mundo tiene derecho a defenderse de la vida o de los recuerdos y los pasados hipotéticamente felices funcionan como un buen antídoto contra un presente que no cumple las expectativas. Siendo adolescente anoté una frase que tardé muchos años en entender. “Los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos”. La apunté en la agenda del colegio entre fotos de Titanic y fragmentos de canciones de Céline Dion. La adolescencia tiene eso: que al pobre Proust se el mete en el mismo cajón que a Leonardo DiCaprio. Ignoraba por completo quién era Proust, solo escribí aquella frase como si fuera un enigma que tendría que descubrir mucho más tarde.
Y creo que lo entendí. Con los años supe quién era Proust y comprendí, leyendo –en diagonal– En busca del tiempo perdido, que tal y como recordamos el pasado no tiene mucho que ver con la manera en que éste tuvo lugar. Los ‘good old days’ puede que no fueran tan good como creemos. La memoria es, pues, mentirosa. O tal vez lo somos nosotros cuando nos contamos nuestra vida. Si Jorge Manrique tenía razón y cualquier tiempo pasado fue mejor, la felicidad solo existiría a posteriori. Y lo más terrible del asunto es que solo comprenderíamos que hemos sido felices una vez lo hubiéramos vivido. Y entonces Proust tendría razón.
La retórica de la felicidad perdida es una manera de protegerse de las imperfecciones de la vida, que son constantes y continuas. Una manera de decir “ahora no está, pero ojo, que la felicidad estuvo aquí algún día y volverá”. A todos nos ocurre que, en ocasiones, con el segundo gintónic aparecen un tipo de reflexiones que suelen trasladarnos a los tiempos del colegio, a la Universidad. Qué fácil era entonces. ¿Alguien se acuerda de lo pesados que eran los deberes y esa maldita obligación de irse a la cama a las 21horas? Y en la Universidad, ¿era todo tan maravilloso como las horas de cafetería que se alargaban como un chicle? ¿No hubo algún agosto que no pisamos la playa porque la imbécil de Teoría de la Comunicación nos había dejado con un 4,5?
Nunca fuimos tan felices como nos gusta creer ni tan infelices como decimos ser ahora. Al final, termino por pensar que eso son simplemente trampas de la memoria. Como cuando un novio nos deja y le vemos todas las virtudes. El recurso de la nostalgia es facilón pero funciona.
Aunque fue Proust el primero que me habló de los paraísos perdidos, fue el más pequeño de los Panero el que me desveló un secreto: que el pasado no puede ser un consuelo, como tampoco puede serlo el futuro. Me enseñó que decir éramos tan felices o seremos tan felices es lo mismo y tiene el mismo estatuto ontológico, el de la no-existencia. Si mantuviéramos una dialéctica un poco más apegada al presente no fabricaríamos tantas irrealidades. La vida está llena de pasados mejores que menosprecian este trocito de ahora que se nos escapa y que ya no volverá. Así que cada vez que leo o escucho algo que lleva implícito la cantinela de ‘éramos tan felices’, ‘qué tiempos aquellos’ tengo que parar para no embalarme yo también y sumergirme en la piscina del pasado perfecto. Entonces me detengo. Sí, es cierto: qué divertida fue aquella borrachera, pero ¿alguien se acuerda del final de la noche? ¿y de la resaca del día después?