Francisco tenía la fiebre. Se movía como una culebra entre los pasillos de la escuela, convenciendo a los del grupo que se sentaba en las mesas de la cafetería. Quería ir pronto hacia Central Park. A veces llevaba la pelota de cuero en los brazos, como si sostuviera un niño. Otras veces la iba moviendo entre sus manos mientras nos hablaba:
–Saliendo de clase nos vamos ¿Está bien chamo? Tenemos que ir ya porque así tenemos más tiempo. No te vayas a escapar ¿ok? No seas loser.
Y se reía con toda la cara, los ojos chinos, la boca muy grande. Y se iba como culebra a pasarle la voz a los otros: Al garoto brasileño, a Reynaldo el mexicano, a Mori el japonés, a Youseff el turco que era mesero en un restaurante en Westchester, a Walter, el bigotón fanático de River que siempre se vestía como si estuviera listo para entrar a la cancha: camiseta de Argentina, pantalones cortos, medias blancas y celestes hasta un poco más abajo la rodilla.
Bajamos por las escaleras de la Sétima Avenida y nos fuimos en el mismo vagón del tren: el Uno hasta la 72. Éramos un grupo feroz, pero Francisco era el que tenía la fiebre. Nosotros lo seguíamos. Pape iba siempre a su lado, con esa boina que le quedaba tan bien, con la camiseta blanca de Senegal.
–We have a great team. You gonna see, you gonna see, loser.
Lanzábamos las maletas sobre la grama. Una encima de la otra ¿Cuántos más éramos?: Peter, el polaco; Yoshi el otro japonés, Reynaldo, Walter, Pape, Roberto, el tico que parecía un niño con la camiseta de Costa Rica, el otro venezolano de barba que siempre andaba vestido con la vinotinto o la del FC Barcelona (pero ese no siempre iba, andaba postulando a no sé qué trabajo en agencias de publicidad y salía corriendo después de clases).
Jugamos entre las matas del parque. Francisco alentaba como si los dos equipos enfrentados jugáramos del mismo lado. De vez en cuando se nos acercaban extraños. Hubo un gringo largo y delgado, eufórico, vestido con la camiseta de los Estados Unidos. Hacía buenos pases. Yoshi corría mucho y pasaba bien. Pape era bueno dribleando. Walter sabía quitarse de encima a los delanteros, le encantaba renegar:
–Pero qué pelotudo. Así nunca vamos a ganar.
No recuerdo los muchos tantos, apenas alguna celebración exagerada, los saltos de algarabía entre los árboles. También aquella vez en que Pape caminaba feliz y orgulloso: Senegal le había ganado a Francia, los campeones del mundo. Qué bien que jugaba Senegal. Recuerdo la Fevernova de Francisco, moviéndose sobre el suelo del vagón de tren, de regreso, todos arrimados, celebrando.
Ese verano de 2002 hizo mucho calor. Almorzábamos en una mesa, sobre la ventana de un restaurante chino que miraba a la Sétima Avenida. Había felicidad y era importante en ese momento complicado: porque al fin y al cabo vivíamos dentro de la misma ciudad donde meses atrás se habían tumbado dos torres gemelas. Porque los papeles con la foto de los muertos todavía colgaban descoloridos, engrapados contra algunos postes, pegados en paredes cerca de la escuela. Era un año en que se hablaba mucho de invasiones y de guerra.
A ese Francisco con la fiebre encima, le hubiera gustado saber que 20 años después de ese Mundial de fútbol –el que terminó en el estadio de Yokohama– pasé la tarde del último domingo con mis hijos, pegando las figuras del álbum del Mundial de Qatar.
Se hubiera divertido viéndonos.
Al principio mis hijos sufrieron despegando los stickers, colocando los cromos en los casilleros con los números. Uno de ellos pegó a un jugador uruguayo de cabeza, lo despegó con infinita paciencia y lo volvió a colocar correctamente. A Francisco le gustaría saber que los ayudé a colocar en el álbum la figura del estadio de Lusail, esa joya creada por los árabes para coronar al próximo campeón.
Ese verano de 2002 se acabó y llegó el otoño. Alguna vez lo vimos a Francisco con la camiseta de Ronaldo. Alguna vez salimos de la escuela y nos fuimos en una tarde oscura hacia un estadio público en Riverbank State Park. Cruzamos un puente sobre la West Side Highway. Fue la primera vez que vi a un equipo completo de un deporte que para mí era nuevo( ¿cómo se llama eso? ¿Lacrosse?) Ese equipo de lacrosse nos sacó porque tenía la cancha reservada. Volvimos al tren haciendo pases por la vereda de la 145. Las hojas de los árboles estaban cayéndose, tal como se caen hoy, esta mañana en que escribo.
Otra tarde de ese otoño Francisco reservó una cancha en Chinatown. Éramos 10. Otra tarde jugamos muchos sobre el campo sintético del Chelsea Piers. Poco a poco la ciudad se cubrió de frío y ese verano del Mundial de 2002 se fue convirtiendo en memoria. Se hizo de noche más pronto y los árboles se quedaron desnudos.
Unos meses después Francisco dejó la escuela de inglés e ingresó a la universidad. Pape también: puso un taller de mecánica en la calle 44. Trabajaba de noche y dormía de día. Estuvo de novio con Kumi, una japonesa de la escuela, una mesera que lo negaba cuando lo visitaban sus padres desde Tokio. Yo también terminé, entré a estudiar en Lehman College. En el invierno fuimos al cine juntos y vimos Spirited Away de Miyazaki. Cuando llegó la primavera todos teníamos una vida distinta en Nueva York.
La fiebre ya no volvió.