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La flor al borde del sendero

Confieso que nunca me he sentido a gusto en las tenazas de la simplista dicotomía entre los condicionantes socio-económicos y el libre arbitrio de cada uno. No quiere decir esto que estas dos polaridades sean anecdóticas o secundarias. Nada mas lejos de mi intención destronarlas enteramente de su —al parecer— puesto privilegiado. Una persona que ha nacido en una familia influyente, con recursos holgados y estratégicas conexiones en el ámbito local, regional y nacional, tiene todos los boletos para lograr lo que quiere, siempre y cuando sea mínimamente inteligente, talentoso o/y astuto. Por supuesto, de una forma paralela, nuestras decisiones más soberanas, como por ejemplo, qué estudios escoger, con qué persona convivir, qué trabajo aceptar, no son imputables sino a nosotros, a nuestra intransferible voluntad. Sin embargo, los vericuetos de las decisiones son insondables y donde vemos condicionantes vemos en el fondo reactivos, factores propiciadores, espantajos, etcétera. Y donde vemos soberana libertad vemos frecuentemente ausencia de opciones, vías unidireccionales, callejones sin salida, talantes variopintos, etcétera.

Lo que, desde luego, llama la atención es que en nuestra tradición filosófica española, se ha insistido sobremanera en lo segundo. Ortega vio la vocación como la trayectoria de una flecha salida de un arquero dotado de puntería. Habría una voz que nos llamaría casi desde que tenemos uso de razón, pero sobre todo desde la adolescencia, y toda la tarea vital consistiría en ser fieles a esa llamada, esforzándose en no desviarse de nuestra órbita, preconcebida de manera germinal. A un concienzudo fenomenólogo español, quien parecía aprobar esta idea, le dije en publico que me parecía una visión funcionarial o acomodaticia de la vida. No creo que lo apreció. ¿Qué vocación vamos a pedir a quien le han machacado desde pequeño que su único destino es ser un paleta? ¿Qué fidelidad a su vocación vamos a demandar a aquellos exiliados republicanos que vieron saqueados sus bienes personales por los que decían defender la propiedad privada, que vieron sus cátedras desaparecer y sus perspectivas laborales hechas migajas? Incluso, hoy en día, en nuestras sociedades democráticas en las que se hace creer colectivamente que todos podemos ser lo que queramos ser, no vemos mas que vocaciones y trayectorias truncadas, no forzosamente de manera íntegra, sino en forma de desvíos inusitados, de componendas con el principio de realidad a cual mas inesperada, de subterfugios y requiebros sutiles; todas ellas, en el fondo, formas de salvar la cara, más o menos dignamente. Bien es cierto, que lo truncado o deformado se puede volver a retorcer y, de esta manera, adoptar una forma que recuerde en algo a lo proyectado. Es llamativo que un más que interesante filósofo olvidado del exilio republicano, de trayectoria sinuosa y tormentosa, Luis Abad, siguiendo a su manera a su maestro Ortega, erigiese la voluntad como el pilar que de manera permanentemente nos guía en cada instante, a modo de brújula tácita de todas nuestras decisiones, ese siempre “tener que hacer algo” del que hablara Ortega. Más recientemente, Fernando Savater hizo del heroísmo su norte ético. El héroe, “el hombre que quiere”, hacía de su querer su deber. El mundo del héroe es la aventura, algo que recuerda un poco al pensamiento orteguiano, y no es baladí que los primeros héroes en los que Fernando soñase de niño fuesen Sandokan y los héroes de Verne, Kipling, Melville o, sobre todo, Stevenson, por el que siempre ha sentido una gran veneración, en fin, todos aquellos personajes que le iniciaron en lo que iba a ser la aventura de su vida personal.

Es francamente curioso que en un país en el que por la Guerra Civil, el franquismo y una democracia exitosa, pero llena de rémoras, se han visto tantas vidas truncadas, tantas trayectorias torcidas, dos filósofos tan significativos como Ortega y Savater hayan confiado tanto en los primores de la voluntad.

Lo cierto es que conforme pasa el tiempo las aventuras nos descartan o las descartamos, pese a que podamos apreciarlas, y que, en muy pocas ocasiones somos héroes, salvamos vidas, ayudamos con riesgo de nuestra integridad a personas en riesgo de muerte. Es cierto que necesitamos héroes y este maldito covid nos ha confirmado en ello, en el imperativo de admirar a aquellos y aquellas que en los hospitales se han quedado sin resuello salvando vidas. Ahora bien, ¿cabe pensar que el heroísmo y, sobre todo, la voluntad sea el arquitrabe de un nuevo ethos para el ser humano del siglo XXI? Hoy en día nos alejamos de concepciones que me atrevería a llamar balísticas de la vida. No, la vida no es una parábola, científicamente previsible o agónicamente corroborable. La prueba es que más veces de lo que pensamos nos ponemos a hacer nuevas actividades, insospechadas, después de una larga maduración inconsciente, que, cual río subterráneo corre por nuestro ser, hasta que emerge de manera rotunda, al principio insensiblemente, luego con fuerza y regularidad inusitada, imponiéndose extrañamente como algo evidente a partir de su surgimiento. Todo el mundo ha podido experimentar eso: aficiones y pasiones que se imponen ante nuestro asombro, después de años e incluso décadas en hibernación, sentimientos hacia la misma persona que adquieren una coloración distinta con el paso del tiempo… Son lo que llama el sinólogo François Jullien las “transformaciones silenciosas”.

La vida se acerca mucho más a una exploración de un territorio remoto en el que nos vamos encontrando cosas inesperadas e incluso inusitadas, que a una prueba deportiva en la que se trata de batir un récord. Sí, contrariamente a lo que dijo Ortega la vida no tiene ningún sentido deportivo. Ni metas, ni ocho miles o caras norte por subir, ni medallas ni celebridad. Cuando vemos lo que hicieron los exploradores a lo largo de la historia nos damos cuenta que unos estaban obsesionados con llegar al Polo norte o al Polo sur, otros con descubrir las fuentes del Nilo o descubrir una nueva especie, un “fósil viviente”. No obstante, unos cuantos, no todos, se dieron cuenta que lo verdaderamente crucial para su vidas no fueron  aquellas metas, sin todo lo que se encontraron en esos viajes, sin haberlo previsto.

Edward Norton es mucho menos conocido que Hillary y Tenzing, los primeros en alcanzar la cima del Everest, incluso menos conocido que sus dos amigos, Mallory e Irvyne, que murieron en el intento de subirlo pocos días después de que él alcanzase  la cota de 8 573 sin oxígeno. De Mallory, su compañero fallecido, dirá después que tenía un “corazón de oro”. Años más tarde, rechazó dos veces ser el presidente del Club Alpino. Nos dejó unos cuadernos de dibujos y esbozos, de paisajes, de plantas, delicados e intensos. En una ocasión dijo que dibujaba y pintaba con acuarela con gran febrilidad porque muy rápidamente el agua se congelaba y sus dedos también…Rasmussen y Nansen son seguramente menos conocidos que Admunsen, el primero en llegar y pisar el Polo Sur y el primero en sobrevolar el Polo Norte, los 90°N, mas sin Rasmussen no conoceríamos muchos elementos de la cultura inuit, que anotó en sus treinta cuadernos, reunidos en diez volúmenes, y sin Nansen los rusos blancos y los armenios, dos de los dos grandes éxodos de comienzos del siglo XX, no habrían tenido nunca un pasaporte, llamado con su mismo nombre, que les permitió sortear la condición de apátridas. Von Reck partió a la actual Georgia estadounidense en la primera mitad del siglo XVIII con el fin de fundar una ciudad que sirviese de refugio a los protestantes expulsados de la católica Salzburgo. Desavenencias con sus correligionarios y un desconocimiento geográfico del territorio explican su desengaño y su vuelta a Europa, pero no todo quedó en fracaso, pues nos dejó unos cuadernos de una gran belleza y de una gran precisión científica sobre la flora y la fauna norteamericana. El ruso Roerich exploró con su familia, a comienzos del siglo XX, la cordillera del Himalaya, descubrió valles desconocidos, consignó puertos y collados que no estaban en los mapas, descubrió vestigios arqueológicos. Y es que, en realidad, lo que él buscaba era seguir la estela del supuesto viaje de Jesucristo por Oriente, y también el origen común de la escultura eslava e india, metas desprovistas seguramente de sustento científico, pero de gran significado y carga simbólica. Fue candidato varias veces al Nobel, pero sus libros y cuadros magníficos siguen transmitiendo su afán por una humanidad reconciliada consigo misma y en paz.

Dos mujeres nos interesan también en esta pléyade de exploradores supuestamente de “segundo rango”. Destacaría Mariane North que tuvo la valentía de viajar sola, en el siglo XIX, por tierras lejanas del Amazonas, de Tasmania, de Borneo, de Sudáfrica, con el sencillo objetivo de pintar al óleo la diversidad de los paisajes y de las plantas del mundo. Por su parte, Margaret Mee tuvo una pasión casi exclusiva: pintar las flores del mundo allá donde fuese. Estuvo a punto de naufragar en dos ocasiones y de morir de paludismo. De entre todas las flores del mundo, ansiaba ante todo y sobre todo pintar la Reina de la Noche, una flor muy rara que florece y muere en una sola noche. A los setenta y ocho años, en 1988, la encontró por fin en un lugar remoto del Amazonas. Embelesada por su aroma y a la luz de una antorcha, logró pintarla. A los pocos meses falleció de un accidente de coche. Sus cenizas fueron depositadas al lado de un espécimen de dicha flor.

¿Fue para ella aquella flor lo primordial en su vida? ¿O más bien, para los que la conocieron, su tesón, su cortesía y su inmensa preocupación por preservar el planeta, que es lo que más impresionó? ¿Fueron, mas bien, sus delicados cuadros? Cada cuadro tuvo su flor y nuestro primer día de este año ha tenido una “florecita” modesta que comparto con el lector para que le dé vueltas al asunto.

Le Mans, 1 de enero de 2021.

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