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AcordeónLa frágil piel del mundo. Nuestra ceguera frente al apocalipsis

La frágil piel del mundo. Nuestra ceguera frente al apocalipsis

Presentación. Sentir la piel, por Jordi Massó Castilla Cristina Rodríguez Marciel

Si la pregunta fue directa, la respuesta menos aún se anduvo con rodeos. Pregunta que fue, en realidad, doble, pues al primer interrogante –“¿existe un medio de librar a los hombres de la amenaza de la guerra?”– le acompañaba un segundo que se adentraba en el psicoanálisis, el campo del saber del interpelado: “¿[existe un medio] de canalizar la agresividad del ser humano y armarlo mejor psíquicamente contra sus instintos de odio y de destrucción?”. La amenaza de la guerra distaba mucho de ser en el momento en el que se formularon aquellas preguntas, 1932, un temor infundado. Su autor, Albert Einstein, únicamente expresaba un sentir repleto de zozobra y angustia muy extendido en aquel mundo de entreguerras del que también formaba parte su interlocutor, el también científico Sigmund Freud. Einstein interpelaba a su colega bajo el auspicio del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, la futura Unesco, institución que creía que este diálogo entre intelectuales bajo la forma de correspondencia podría servir para contrarrestar esa creciente ola de “odio y destrucción” mentada por el físico. Por lo que parece, Freud tenía clara la respuesta que dar a ese doble interrogante: “si la propensión a la guerra es producto de la pulsión destructora, hay que apelar entonces al adversario de esa inclinación, al eros. Todo lo que engendra, entre los hombres, lazos sentimentales debe reaccionar contra la guerra”.

Este “apelar al eros” debía, pues, servir para reforzar los vínculos entre individuos y mitigar su tendencia destructiva. Hoy sabemos hasta qué punto aquellos lejanos –o no tanto– años treinta ignoraron la propuesta del psicoanalista austríaco, y cómo hubo que esperar unas cuantas décadas para que aquel empeño erótico recuperase el aliento con los movimientos contraculturales de los sesenta, para volver a decaer poco después. Tal vez por ello, si había algo que urgiese en 2020, año de publicación de la edición original de esta frágil piel del mundo, fuese precisamente revitalizar el impulso de eros, del amor, del deseo, para evitar que la destrucción que se intuía en 1932 sea realidad conforme avanza el siglo XXI. A este llamamiento responden los escritos que conforman este libro, textos animados por un pensar que merece el adjetivo de “erótico” porque retoma aquel impulso para recomponer esos “lazos sentimentales” que eviten que el hombre no ya sólo se destruya a sí mismo, como se temía Einstein, sino que esta destrucción sea la del propio planeta que habita.

Nada hay aquí, empero, de llamamiento new age; tampoco se trata de una actualización de las teorías de Gaia. Estamos, simple y llanamente, ante una filosofía que, enfrentada a una situación catastrófica, ofrece como salida evitar todo catastrofismo y “repensar lo común[1]. La frágil piel del mundo es muy rotunda al respecto y la forma que tiene de expresarlo es clara, cualidad no siempre presente en los ensayos filosóficos. Con todo, pese a lo innecesario de una presentación para este texto, quisiéramos dejar aquí un par de indicaciones que ayuden al lector poco familiarizado con el pensamiento de su autor a contextualizar sus reflexiones. Dos indicaciones motivadas, precisamente, por esos términos destacados con cursivas, “catástrofe” y “común”.

En los últimos años, Jean-Luc Nancy ha alertado recurrentemente de que la humanidad va encaminada a una “catástrofe generalizada”[2]. La expresión se halla en un ensayo motivado, precisamente, por una catástrofe, la de Fukushima, que tuvo lugar en 2011. Fue este un acontecimiento en el que el filósofo detectó algo que ya habían anticipado otras dos hecatombes ocurridas después de 1932, lo cual hacía patente el nulo efecto que tuvo el bienintencionado diálogo público entre Einstein y Freud. La guerra no sólo no fue evitada, sino que además trajo consigo dos formas de aniquilación hasta entonces inéditas, el Holocausto y la bomba nuclear, a las que podemos referirnos, de la mano de Nancy, por su nombre propio: “lo que tienen en común los dos nombres, Auschwitz e Hiroshima, es un franqueamiento de los límites: no de los límites de la moral, ni de la política, ni de la humanidad –en el sentido del sentimiento de la dignidad de los hombres–, sino de los límites de la existencia y del mundo en donde esta existe, es decir, en donde la existencia puede atreverse a esbozar, a iniciar, el sentido”[3].

“Sentido” es, sin duda, un concepto clave del pensamiento de Nancy. Para aprehenderlo en toda su complejidad hay que remitir a su opuesto, el “significado”, que es lo que suele presentarse como algo ya dado y acabado, completo. Por eso se le suele añadir el adjetivo “último” a modo de coletilla, para dejar bien a las claras que no cabe esperar nada más allá o fuera de tal significado y que, por tanto, este lo cubre todo. El “significado último” tradicionalmente más recurrente ha sido Dios, pero en nuestros días tal vez estemos más acostumbrados a hablar de otros, como la producción o el dinero –o el capital–, síntoma de que es la economía la que orienta la existencia humana fijando los fines que deben perseguir nuestras sociedades. Así, mientras que los griegos hablaban de una “vida buena”, de un bienestar como requisito imprescindible para que la humanidad alcance su estado más auténtico y propio, nosotros hablamos de “desarrollo” o de “progreso”, de “crecimiento” y de “riquezas”, buscando siempre la forma de que vayan a más, de que nunca acaben. Lo ilimitado, lo inagotable, es así el nuevo significado último, lo que equivale a decir que hemos fijado como fin lo que no puede tener fin, lo infinito. “El capitalismo constituye la exposición en términos de valor de la proliferante infinitud de fines y de sentido en la que la técnica nos ha introducido”[4], explica Nancy.

Fenómenos como el “decrecimento” económico, por poner un ejemplo, sólo se explican como respuesta a esta obsesión autodestructiva por el más, detrás de la cual se halla, por otra parte, la nueva fe en la técnica denunciada por no pocos pensadores a lo largo del siglo XX, como recuerda Jean-Luc Nancy en este libro. A la técnica le sucede lo mismo que a la economía: se ha convertido en un fin cuando antes no era más que un medio; una y otra son el significado que se le impone a la existencia, cuando por el contrario ésta debería moverse en un medio bien distinto, el del “sentido”. Llamemos como llamemos a los males de nuestro tiempo –desigualdad económica, injusticia social, hambrunas, guerras, desaparición de la biodiversidad, agotamiento de los recursos, cambio climático, pandemias…–, todos se originan en lo que el filósofo denomina la “catástrofe del sentido”. La humanidad ha perdido el sentido del mundo. No es éste un diagnóstico nihilista, como si no hubiera una explicación posible para lo que nos sucede, como si la nada fuese, a su vez, el significado último de una civilización catastrófica. Si se ha perdido el sentido del mundo, es porque éste ha dejado de sentirse, de experimentarse. Se ha perdido el sentido que es el mundo para, en su lugar, rodearse de incesantes significaciones insatisfactorias, de fines que obligan a dirigir la mirada permanentemente hacia el futuro, pues es ahí, en el porvenir, en donde supuestamente lograrán alcanzarse. De ahí que el olvido del mundo sea también un olvido del sentido del presente, del sentido que es el presente.

Otro “olvido” dio título a un libro de Jean-Luc Nancy aparecido hace más de treinta años. Allí, en El olvido de la filosofía, el filósofo abogaba por evitar “significar un ‘porvenir’” y dejar de pensar “en un futuro cuyo sentido proyectaríamos nosotros mismos”. En su lugar, había que permanecer atentos “a lo que no deja nunca de llegar, a lo que está siempre por venir y que no proviene de la significación”[5]. Eso por venir, ese tiempo que vendrá, como reza la profecía que abre esta frágil piel del mundo, no es el del final de los tiempos, el del instante en el que todas las significaciones, todos los significados, ahora sí, se completarán y cerrarán; es, por el contrario, el tiempo del presente en el que se abre el sentido, el aquí y ahora de nuestro mundo: “habría que vivir, que pensar el presente, en la inquietud ante lo que viene, pero prestando atención al sentido de lo que sigue pasando en el presente, esos momentos de verdad, de belleza, de amor, aun cuando hayamos dejado de confiar en el porvenir”[6]. La incapacidad o el mero desinterés por pensar el don del presente –el presente que nos hace el presente– era hacia lo que apuntaba aquel “olvido de la filosofía” que igualmente presagiaba otro olvido: no el que seremos, sino el que somos.

No es extraño que para restañar la herida de este presente que supura planes, proyecciones y fines, rehuyendo así el sentido, haya que empezar por sentir de nuevo: “siempre se trata de eso, de que el sentido, el sentido del mundo, el sentido del que estamos a cargo, que nos preocupa y nos inquieta, pide de nuevo lo sensible en general”[7]. Como puede observarse, toda ética ambiental podría entonces comenzar por una tarea de cuidado: del planeta, del mundo, de la humanidad, pero, sin ir tan lejos, por un cuidado del cuerpo, es decir, por atender a los límites más allá de los cuales encuentro al otro, a los demás seres vivos, a la naturaleza, con los que comparto la fragilidad de una piel siempre expuesta a lo que viene de fuera y que la puede dañar, pero también proteger. Cuidar la frágil piel del mundo pasa, pues, por cultivar la propia sensibilidad. De aquí puede surgir, por qué no, todo un programa que seguir en el presente, dado que “la sensibilidad actúa; moviliza el pensamiento, es incluso su movilidad, su impulso, su pulsión”[8].

Así, como si tratara de dar respuesta a esa tan acuciante pregunta que este mundo de las postrimerías no deja de plantearse –¿qué hacer?, que da título, por cierto, a otra obra de Nancy–, La frágil piel del mundo ofrece unas cuantas ideas para recuperar el sentir y, de esta manera, recobrar el presente y, con él, el mundo. “Lo que necesitamos es una ética del mundo”, sugiere en otro lugar. Es decir, un nuevo modo de morar el mundo, de comportarse en y con él. Y, puesto que el “mundo” no es sino el conjunto de relaciones que establecen los vivientes que lo componen, reencontrar aquel sentir perdido exige insoslayablemente fomentar y reforzar los “afectos colectivos” que conforman el presente. Y es que éste, el presente, es también el espacio en donde coexisten las presencias. “Lo decisivo sería pensar en el presente y pensar el presente. No el fin o los fines que están por venir, ni tampoco una feliz dispersión anárquica de los fines, sino el presente en cuanto elemento de lo próximo. El fin está siempre alejado, el presente es el lugar de la proximidad –proximidad con el mundo, con los otros sí-mismos–”[9].

De ahí que la “catástrofe” de nuestro tiempo deba servirnos para pensar en cómo se produce en esta época la proximidad con los otros, en cómo somos-con los demás. En otras palabras, la triple fragilidad del presente, del sentido, del mundo, exige aquel “pensar lo común” mentado al principio. Lo “común”, otro concepto clave en la filosofía de Jean-Luc Nancy, lo integran, entre otros, esos “lazos sentimentales” que Freud consideraba tan importante recomponer, si bien en este caso no se limitan, como sucedía con el científico austríaco, a los hombres. No obstante, las posiciones de uno y otro no están tan alejadas como este último matiz pudiera sugerir. Y no lo están por cuanto lo que anima el mundo en común hacia el que apuntan ambos pensadores es lo mismo: el eros.

En el caso de Jean-Luc Nancy, el interés por encontrar unos nuevos modos de relación no destructivos ni sometidos al imperio de los fines viene de lejos. En el mencionado ensayo dedicado a la catástrofe de Fukushima, ya había puesto de manifiesto cómo el evitar que se repitiesen accidentes como este que ponían de relieve la imparable destrucción del planeta, requería pensar un nuevo sujeto para un nuevo mundo. El sujeto occidental, tendente al egoísmo y al egotismo, permanentemente insatisfecho y, en el fondo, profundamente vacío, debiera dejar paso a un “nosotros” en armonía, si se nos permite esta manida expresión, con el mundo: “¿Qué articulación podríamos inventar? ¿Cómo juntar las piezas de un mundo, de diversos mundos, de las existencias que los atraviesan? ¿Cómo podemos conectarnos nosotros, ‘nosotros’, todos los entes?”[10].

La acumulación de catástrofes que está viviendo la humanidad en los últimos tiempos, la misma que lleva a este autor a asegurar que vivimos “en el tiempo que sabe que puede ser el del fin de los tiempos”, es ante todo una experiencia inédita. En ella, como antes se señaló de la mano del filósofo, todos los límites se han franqueado, lo que implica que la propia humanidad se ha desbordado. Experiencia, pues, de finitud, pero experiencia en la que “se está gestando un ‘nosotros’ diferente”[11]. ¿Cómo sería, entonces, este nuevo sujeto llamado a cuidar de la frágil piel del mundo? Sería, de entrada, un “espíritu”, es decir, “lo que surge siempre de improviso y sin identidad”, como leemos en las páginas de este libro.

De improviso, porque es lo impredecible y lo incalculable mismo, lo que, por tanto, quedaría fuera de esa lógica desquiciada de fines que no tienen fin. Es, en resumen, lo que ha de venir, lo que llegará lo queramos o no porque, en realidad, ya se está gestando. “Se está produciendo ya una mutación. […] Mutación no significa ni regreso, ni abandono, ni dejar hacer. Tiene que ver con lo imprevisto y con lo imprevisible, excede por tanto las posibilidades ya establecidas. Expone, sin duda, a lo imposible, es decir, desafía toda identificación, todo reconocimiento, toda asimilación”[12].

Y sin identidad porque para que este espíritu, este nuevo “nosotros”, llegue junto con esta mutación, ha de sobrepasar lo individual o lo comunitario, esto es, todo lo que todavía pueda seguir siendo identificable y designable. “Nosotros” es el mundo en su totalidad, con sus ecosistemas y las relaciones entre los seres que los habitan. Es, pues, una pluralidad que acoge a todas las singularidades –el “singular plural” sobre el que tanto ha escrito Nancy–, unidas, recordémoslo una vez más, por el eros. O, mejor aún, digámoslo con él, con su propio término, por la estima:

“Se trata en cada momento de una consideración particular, de una atención y de una tensión, de un respeto, incluso de lo que puede llegar a designar una adoración dirigida a la singularidad como tal. Es menos un “respeto de la naturaleza”, como lo preconiza un discurso ecologista fácil, o un “respeto de los derechos del hombre”, como lo propone un discurso diferente a menudo poco pensado, […] que una estima, en el sentido más intenso del término: el sentido que da la espalda a lo que designa la estimación. Pues la estimación –o la evaluación– pertenecen a la serie de los cálculos de la equivalencia general, ya sea la del dinero o la de sus sucedáneos que son la equivalencia entre fuerzas, capacidades, individuos, riesgos, velocidades, etcétera. La estima, por el contrario, se dirige a lo singular y a su manera singular de venir a la presencia –flor, rostro o timbre–”.

Antes decíamos que La frágil piel del mundo es un libro erótico. Lo es, añadimos ahora para concluir, por esa “estima” que alienta y con la que se podrían reestablecer los lazos sentimentales añorados por Freud. Pero la estima no es sólo lo que sobrepasa cualquier cálculo, cualquier estimación con vistas a un fin. Es, también, el resultado de un impulso erótico que lleva a pronunciar un “te quiero” que en lenguas muy próximas a la nuestra adopta la forma, precisamente, de un “t’estimo”, dirigido, como dice Nancy, al mundo entero. A este mundo en su fragilidad que lo hace, sí, vulnerable, y que por ello apela a nuestra responsabilidad, a la de todos nosotros, para acoger este presente que se presenta como aquello que aún tiene sentido porque es, precisamente, lo que hay que sentir ahora, cuando el tiempo aún no ha venido.

 

La frágil piel del mundo, por Jean-Luc Nancy

Fue más o menos entonces cuando se elevó, con una voz estentórea, desde la sombra en donde el pueblo se parapeta en su salud, la expresión desnuda: “¡Basta!”. Era una orden popular, perentoria, amenazante: había en ella algo cósmico[13].

Apertura

1

Profecía: vendrá el tiempo.

No es una predicción, pues el tiempo vendrá de todos modos, aunque sea como tiempo del fin de los tiempos.

Es una profecía: la palabra de otro, la palabra del otro lado que no podemos ignorar sin renunciar a nuestra humanidad. El intérprete del afuera.

El aquí y ahora no existe sin el otro lado que el aquí y ahora alberga en sí y que, en contrapartida, lo alberga a él y lo expone.

Si hoy en día nos sentimos inquietos, perdidos y perturbados es porque estábamos acostumbrados a que el aquí y ahora se perpetuase echando fuera a todo lo demás. Nuestro futuro estaba allí mismo, ya realizado, todo control y prosperidad. Y he aquí que todo se ha ido al infierno, el clima, las especies, la economía, la energía, la confianza e incluso la posibilidad de hacer previsiones de la que estábamos tan seguros y que parece haberse visto superada.

Ya no podemos contar con nada, tal es la situación.

Pero la voz profética dice que vendrá el tiempo porque es algo que no depende ni de cuentas ni de previsiones. Vendrá el tiempo porque el tiempo está viniendo, porque algo está viniendo, aunque sólo sea hasta el momento en que nada venga. O hasta que venga algo completamente diferente.

Aquí estamos, en efecto, delante de la-nada-o-algo-completamente-diferente. Tanto la una como el otro, de hecho, pueden revelarse como estando ya ahí, como siendo nosotros mismos, que nada sabemos al respecto. Nosotros mismos somos el tiempo que viene. ¿Acaso no nos hemos hallado siempre en una venida improbable, incierta? No ya sólo nosotros, los humanos, sino los seres vivos e incluso los flujos y los granos de la mezcla universal.

La nada-o-algo-completamente-diferente, ¿no ha precedido e impulsado siempre a esta venida que se sorprende a sí misma y que igualmente podría suspenderse y desaparecer?

Vendrá el tiempo y no cabe duda de que será imprevisto (pues de lo contrario no vendría).

También la ameba fue imprevista, y el esqueleto, y el lenguaje, y el ciberespacio. Y cada uno, y cada una.

2

Solamente entenderemos en qué consiste nuestra ceguera frente al apocalipsis cuando consigamos concebirla como un elemento de la situación moral del hombre actual, es decir, como una de las cosas de las que tenemos el derecho, la posibilidad, de hacerlas o de no hacerlas[14].

No es menos cierto que lo imprevisto inquieta. Puede incluso llegar a ser alarmante cuando se hace sensible, casi palpable, de algún modo previsible. Sí, los glaciares se derriten. No, la paz no está a la vuelta de la esquina. Sí, la toxicidad aumenta, química, radiactiva, financiera o moral. No, el progreso no progresa. Sí, la Ilustración ya pasó, al igual que el Imperio Celeste, y los pasados ni se recuperan ni se restauran, precisamente porque el tiempo viene.

Viene de todas partes y a la vez. Nos inquietamos sobre todo cuando permanecemos instalados en las regiones mecidas por el sueño de haber llevado a término a la historia. Ahora bien, en todos los demás sitios todavía se aguarda una historia digna de ese nombre, aun cuando no se sepa bien qué podría ser y aun cuando se considere en general que la comodidad y el lujo technocool de nuestras upper middle classes son un objetivo deseable de la existencia.

Sin embargo, son estas “clases” ahora desclasadas las que se indignan y se angustian por este desclasamiento causado por las transformaciones del trabajo, del enriquecimiento, de las negociaciones colectivas, de las formas y de los símbolos. Mientras que el mundo “desarrollado” de hace medio siglo se autodestruye en el frenesí de una inquietud general, otros mundos quieren probar su suerte.

Suerte que, sin embargo, se ha vuelto oscura y peligrosa, pues si bien existen varios mundos de expectativas y de deseos, sólo hay un universo de management, un universo que parece sordo y ciego ante todas las señales procedentes de otro lugar: de ese otro lugar en el que el arte y el pensamiento (sea filosófico, científico o místico) tienen un único nombre, el de lo imposible. Esa palabra, que, desde Bataille, obsesiona al pensamiento, ha de ser entendida no como lo contrario de lo posible, sino como la indicación y la exigencia de no ceñirse a lo posible –que es el horizonte de la racionalidad del management, y de exponerse a ese otro lugar incalculable e inmanejable[15].

Lo que de ahora en adelante se desvíe de lo imposible, lo único que puede hacer es repetir viejos mantras supersticiosos. Nuestra superstición fue la salvación[16], fuera esta la obra de un dios o de un hombre. La salvación: la plenitud, la culminación, la vida en una vivencia silenciosa y sin afuera.

Después de todo, sabemos perfectamente –con un saber muy confuso– que el amor, el pensamiento, el juego, el arte, la propia palabra y todos los tipos de relación no son, en definitiva, conductas de salvación sino las salutaciones fervorosas de la existencia[17].

3

Sin salvación, frente a lo imposible, únicamente capaces de saludar nuestra tan singular aventura. Únicamente capaces de comprender que, una y otra vez, viene el tiempo de concluir tal aventura o de hacerla salir de sí misma.

No relatamos “otro comienzo”, a la manera de Heidegger[18]. Pues el propio comienzo ya pertenece a la lógica ontológica del punto inicial, del principio y, por consiguiente, del final.

Más bien nos contamos a nosotros mismos eso que precisamente nos inquieta: la ausencia de origen y de fin, la oportunidad a la fuerza peligrosa y, por qué no, digámoslo al menos una vez con total claridad, el peligro de que todo el asunto físico-metafísico de tres millones de años de humanidad se reduzca a un “¡hola!” [“salut”] tan trágico como irónico, dirigido a nadie y tan opulento en términos de sentido como ruinoso en términos de significación.

Exactamente igual que cualquier vida de un individuo o de una cultura, lengua o civilización…

No nos gusta escuchar todo esto y a mí me fastidia escribirlo. Pero hay que preguntarse con decisión por qué, desde hace tanto tiempo (un siglo al menos), nos empeñamos en no prestar atención a tantas y tantas advertencias, las de Valéry o Heidegger, las de Günther Anders o Jacques Ellul, las de Marshall McLuhan o Neil Postman, entre otros muchos. Todos ellos pasan por ser profetas de la desgracia y nosotros permanecemos demasiado atados (una vez más: “nosotros”, las upper middle classes del progreso ilimitado…) al esquema de una historia que padece monoideísmo y que está auto- propulsada hacia una meta que, en el fondo, casi nos hemos imaginado haber alcanzado ya…

“Imaginado”: sí, nos hemos proyectado una imagen de la humanidad que, sin duda, no es perfecta, pero sí satisfactoria, con su razón, sus derechos, su poder y su control del universo. En este sentido, no resulta sorprendente que nuestra autocrítica venga siendo desde hace tiempo la crítica de nuestra imaginería en general, del espectáculo que nos ofrecemos a nosotros mismos y de la irrealidad de nuestras virtualidades. Con la salvedad de que esta crítica –que a su vez se ha convertido en nuestros días en un artilugio más– descansa en la oposición más antigua de nuestra tradición: la de lo “real” y lo “simulado”, cuya base es la misma que la del auto y el alo. Presupone entonces un ser-por-sí-mismo consistente del hombre; del sujeto, del tiempo, del ser.

Pero si viene el tiempo, es porque ni sujeto ni ser están o estarán nunca disponibles. Tanto el uno como el otro tienen que ver con esa llegada, con esa venida que es también una partida, con ese acontecimiento: nacimiento y muerte, encuentro, salvación. Es lo que sucede a cada momento en otro lugar. En otro lugar diferente a aquel en el que yo estoy, pero no lejos: en la proximidad de la inminencia.

4

Nuestra historia se cierra y se abre al mismo tiempo. Los refugiados son extranjeros y están entre nosotros al mismo tiempo. El “entre nosotros” se desliza hacia el pasado y se dispersa en el porvenir al mismo tiempo. Siempre ha sido así, pero ahora es algo manifiesto y se abre ante nosotros.

El progreso lineal de la tecno-economía encierra al porvenir en un futuro calculable y revela su propia errancia al mismo tiempo. Lo que llamamos “destrucción de la naturaleza” destruye de hecho eso mismo que impulsa la técnica: este es el punto más agudo, el más cargado de angustia y de expectativa. Si se trata indiscutiblemente de una autodestrucción, en ese caso es tan posible una aniquilación como una fuerte sacudida procedente de otro lugar (¿dónde está ese otro lugar? aquí mismo, por supuesto).

Tan posible como imposible. Imprevisible, incalculable, pero tan segura como lo es la venida del tiempo.

Tan amplia, envolvente y confusa como aquello que Baudelaire llama “la naturaleza” para designar a eso por donde “el hombre pasa” y no subsiste sin ser arrastrado.

Como prolongados ecos que de lejos se confunden […]
Con la expansión de las cosas infinitas.[19]

Por este motivo, aun cuando el “auto” implica idéntico peligro, como lo repetiré a menudo por aquí, no hay que confundirlo con el pequeño “sujeto” de nuestra cultura. A este sujeto se le reprocha el fantasear y el concebirse a sí mismo sólo como “emancipado”, dotado de derechos ilimitados. Pero este infeliz “sujeto” no es él mismo sino el producto de una expansión mucho más extensa, expansión que ha llegado a ser pluriversal. Al sujeto le ocurre lo mismo que al pequeño “yo” de Freud frente a la superficie de la inmensa masa del “ello”. “Ello”, que es también la resonancia de todos los prolongados ecos del tiempo venidero.

En lugar de sermonear al sujeto, esforcémonos por pensarnos a nosotros mismos en esa resonancia. Se me dirá: ¿qué es entonces lo que usted pretende decir? Lo único que pretendo es que lo que se está buscando pueda decirse. Eso que quiere decirse nos precede desde lejos. Desde muy lejos tanto delante como detrás de nosotros: se trata del mundo, de la vida y de la muerte, de la posibilidad de que cohabitemos.

Nada tiene de catastrofista ni de apocalíptico el pensar que la existencia como tal pueda ser llevada ante su propia fugacidad y finitud. Es incluso ahí en donde adquiere su valor infinito, único e insustituible.

El hombre supera infinitamente al hombre: puede decirse que esta sentencia de Pascal abrió la escansión del tiempo que nos viene.

 

________________

Estos textos corresponden al arranque del libro La frágil piel del mundo, de Jean-Luc Nancy, que, con traducción de Jordi Massó Castilla Cristina Rodríguez Marciel, acaba de publicar De Conatus.

[1] “El pensamiento de izquierdas preconiza una justicia y una igualdad entre todos. Es una idea que porta algo filosófico o espiritual y que no ha sido suficientemente pensado. Realmente no sabemos en qué somos todos iguales. ¿Es porque somos humanos? Pero ¿qué significa ser humano? Lo humano es algo desconocido. Lo que es seguro es que debemos repensar lo común”. ‘L’histoire n’est pas terminée, elle est de plus en plus accidentelle’, entrevista de Catherine Calvet a Jean-Luc Nancy aparecida en el diario Libération, 29 de julio de 2020.

[2] L’Équivalence des catastrophes (Après Fukushima), París, Galilée, 2012, p.18.

[3] Ibíd., p. 27.

[4] Dans quels mondes vivons nous?, París, Galilée, 2011, p. 85.

[5] L’oubli de la philosophie, París, Galilée, 1986, p. 77. [El olvido de la filosofía  trad. Pablo Perera, Madrid, Arena Libros, 2003].

[6] ‘L’histoire n’est pas terminée, elle est de plus en plus accidentelle’, op. cit.

[7] La possibilité d’un monde. Dialogue avec Pierre-Philippe Jandin, Lespetits Pla-

tons, 2013, p. 106.

[8] Que faire?, París, Galilée, 2016, p. 85.

[9] L’Équivalence des catastrophes (Après Fukushima), op. cit., p. 62.

[10] Ibíd., p. 61.

[11] Toujours trop humain, https://www.youtube.com/watch?v=cthb0n7CtQY.

[12] Que faire?, op .cit., p. 17.

[13] Pier Paolo Pasolini, Pétrole, tr. fr. R. de Ceccaty, París, Gallimard,  p.552. El texto prosigue así: “En efecto, el paso del tiempo, aunque sea ilusorio, determina a la vez el fin de un período histórico y el fin de la vida. Quien había gritado ‘¡Basta!’ lo sabía: sabía que hacía el mal y que no estaba expresando únicamente una justa exigencia política. Lo que de nuevo seguía siendo incierto era si se trataba simplemente de un espectador cansado que había gritado, o bien de un fascista al que Pound, como intelectual, tal vez parecido a Evola, se asemejaba demasiado, o incluso de un radical marxista que encontraba simplemente reaccionaria cualquier proposición que pusiera en crisis el concepto de historia”.

[14] Günther Anders, L’Obsolescence del’homme, tr. fr. Ch. David, París, L’Encyclopédie des Nuisances/Ivrea, 2002, p. 318 (el texto alemán data de 1956).

[15] Cf. François Raffoul, ‘Derrida et l’éthique del’impossible’, Revue de métaphysique et de morale, 2007/1, n. 53.

[16] Traducimos “salut” como “salvación”, pero también es un término que se emplea para saludar –equivalente al castellano “¡hola!” o “¡salud!”–, y por ello también significa “saludo”. En los párrafos siguiente Nancy juega con esta doble significación [nota de los traductores].

[17] Cf. Jacques Derrida, Le Toucher, Jean-LucNancy, París, Galilée, 2000, p. 348 [El tocar, Jean-Luc Nancy, trad. H. Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2011].

[18] No puede dejar de señalarse lo extraño que resulta que hayamos escuchado tan poco no sólo a Heidegger, sino también a otros como Günther Anders o Jacques Ellul…

[19] Baudelaire, ‘Correspondances’, Les Fleurs du mal.

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