Almonaster la Real
Una carretera plagada de curvas cubría los quince kilómetros que separaban Castaño del Robledo de Almonaster la Real, pero Moya conducía por allí su pequeño utilitario como si fuese un vehículo de gran cilindrada. A pesar de su remota ubicación, Almonaster había sido un importante enclave árabe durante el califato de Córdoba y bajo el reino taifa de Badajoz, resistiendo mientras pudo la invasión de los integristas almohades. Tras la Reconquista pasó a formar parte de Portugal en 1230, y siguió siendo portuguesa durante un cuarto de siglo, hasta que el papa Inocencio IV dirimió disputas fronterizas incorporándola a la corona de Castilla.
Ya fuese por esto o por su proximidad al país vecino, la iglesia de San Martín –fue lo primero que me enseñó Moya– poseía una puerta de estilo manuelino, gótico tardío que floreció en Portugal durante el reinado de Manuel I, época de los descubrimientos. En toda España sólo había otra puerta como ésa, me aseguró, la de Olivenza. De piedra caliza gris muy ornamentada, con dos característicos pináculos a ambos lados, mostraba ménsulas, arquivoltas, motivos antropomórficos y una cruz de la Orden de los Caballeros de Cristo de Portugal.
En la colina que dominaba Almonaster se erguía una antigua mezquita. Moya no tenía ninguna compasión con su cochecito y lo metía con igual desparpajo por callejones estrechos que por cuestas de firme pedregoso, como si se tratase de un todoterreno. Aparcó junto al pequeño templo musulmán, que resultaba hermoso tanto por su forma irregular como por su aire rústico –incluso arcaico–. Probablemente había sido construido hacia el siglo ix, sobre una basílica visigótica muy anterior que, a su vez, se levantó sobre un templo romano. Las columnas y capiteles de ambas civilizaciones subsistían de hecho en su estructura.
En este juego de matrioskas, los cristianos –que la describieron en algún documento como “antigua iglesia de moros”– habían transformado la mezquita en una ermita consagrada a la Virgen María, agregando un ábside, una sacristía y un pórtico, pero sin modificar apenas la nave principal. Finalmente, el edificio devino almacén y ese uso práctico –“sólo se preserva lo que se utiliza”, observó Moya– era precisamente lo que había conservado casi intacto un tipo de mezquita rural que, sin duda, fue abundante en todo el país durante época musulmana, pero del que apenas quedaban otras muestras que aquélla. Su ciclo de metamorfosis o reencarnaciones aún no había cesado, y ahora era un centro cultural donde se celebraban unas “jornadas islámicas” y a cuyo costado se levantaba una inoportuna plaza de toros.
Recorrimos el interior caminando sobre viejas baldosas de barro. Todo tenía un aire primitivo, misterioso. La escasa luz penetraba por unas troneras estrechas y a través del patio. El mihrab donde se custodiaba el Corán, al que los fieles debían dirigirse mientras rezaban, era un nicho profundo con arco de ladrillo. Del pozo de las abluciones –en él brillaban monedas arrojadas por los visitantes– brotaba un agua fresca y cristalina. Parecía una modesta versión en miniatura de la mezquita de Córdoba. Las golondrinas revoloteaban incesantemente alrededor de las columnas y de nosotros mismos, como si fueran empujadas por la suave y susurrante brisa que recorría la estancia.
Salimos al exterior. Un alminar de planta cuadrada se levantaba junto a aquel templo construido por “alarifes insomnes”. Los montes cubiertos de pinos y encinas que nos rodeaban dibujaban un paisaje hermosísimo. El cielo era de un azul puro y tan sólo se oía el viento. Había algo en aquel lugar que transmitía felicidad. Era imposible no experimentarlo. “Siento ese temblor, me dejo atravesar por ese temblor”. Como si estuviera escuchando mis pensamientos, Moya dijo:
—Hay cosas inexplicables, como lo que sentimos en lugares como éste. Es probable que sea simplemente una cuestión química, pero aun así…
Recordé la expresión de Manuel Vilches, “lugares de poder”. Mi interlocutor mencionó el síndrome de Stendhal, reacción psicosomática producida por la contemplación de la belleza, especialmente si está cargada de historia. Nos sentamos frente a frente sobre antiguos muros de piedra, a ambos lados de un camino que descendía al valle. Hablamos de panteísmo. Hablamos de literatura. Moya afirmó de Lorca que era “un poeta griego surgido en Granada”. Como autores ambos de cuentos, creía que yo me hallaba más cerca de Poe y él más de Chéjov, aunque no se tratase de compartimentos estancos. Toda su obra estaba escrita en Fuenteheridos, donde también había vivido José Bergamín, quien alumbrara allí los versos: “Fui peregrino en mi patria / desde que nací”.
Hablamos de mitomanía literaria, de cómo el fetichismo por nuestros autores favoritos determinaba o condicionaba los viajes que emprendíamos. Los dos, por ejemplo, habíamos recorrido Lisboa tras las huellas de Pessoa, aunque él, sin duda, con más profusión. Yo le conté mi visita a Rasinari, aldea rumana que vio nacer a Cioran. Él me refirió un frustrante viaje a Saignon, pueblo de la Provenza donde vivió durante años Julio Cortázar con su esposa, sin que nada quedara allí que lo recordase. Terminamos hablando del campo de concentración de Auschwitz, en Polonia, pues ambos habíamos estado allí recientemente. Si yo había quedado impresionado por esa visita, a él lo había dejado prácticamente noqueado durante tres meses.
—Como escritores –dijo–, la maldad humana, la crueldad, es algo que nos abruma pero que, a la vez, nos interesa, nos atrae. Yo he escrito una novela sobre la guerra civil en Fuenteheridos de la que ya te he hablado, La tierra negra, y al hacerlo me di cuenta de que hay tres tipos de crueldad, tres arquetipos que se repiten siempre en todo el mundo en situaciones similares, extremas. El primer tipo es el de aquel que practica la crueldad para obtener algo a cambio, como si ahora te empujo por el precipicio porque eso me da algún beneficio. Es puro pragmatismo, el mercado de la guerra. En Fuenteheridos hubo una docena de casos así, como uno al que llamaban el Negro, que delató a otro para quedarse con sus tierras.
—Quizá sea el caso más explicable –observé, pero Moya no me contestó.
—El segundo arquetipo –siguió– es el del resentido. Ya no hay en él ningún componente práctico. En el pueblo había uno al que le decían el Jabicha, una palabra de origen leonés que significa habichuela. Era pequeño, de voz muy fina. Lo llamaban mariquita y siempre le habían hecho la vida imposible. Se metió en el partido comunista, pero lo echaron y tuvo que irse de Fuenteheridos. Estando por ahí fuera se hizo del Movimiento y, cuando empezó la guerra, vino con la lista de miembros del partido comunista anotada en un cuaderno azul y los fue haciendo matar uno por uno, en el mismo orden en que aparecían en su lista. Era la crueldad del que dice: ahora soy yo quien tiene el poder.
Una pareja de ingleses, turistas o tal vez residentes, pasó por el camino que nos separaba interrumpiendo momentáneamente la conversación. Tras responder a su saludo, Moya continuó:
—El tercer arquetipo, el más parecido al de los nazis, es el del loco. Se trata de una crueldad más honda. En Fuenteheridos fue el caso de uno al que llamaban el Coyote. Vivía en esa casa sin esquinas que te enseñé anoche. La cultura que hemos adquirido, la ropa que llevamos y la ley que nos rige son lo que cubre nuestra animalidad. Eso y la sensibilidad de cada uno. Salvo que falle alguna de estas cosas. Si hay una suspensión de la ley, si matar sale gratis, si no me matan por matar, los límites de mi humanidad me los pongo yo mismo, puedo hacer lo que quiera, como en un jueves de ceniza. Cuando las tropas franquistas dieron tres días para neutralizar el pueblo, el Coyote se presentó voluntario. No tenía ideología, era sólo un monstruo. Descubrió el placer, el puro sadismo. Remataba a la gente, se divertía muchísimo haciéndolo, había alcanzado un estado de borrachera de la crueldad como el que años después se daría en Auschwitz. La gente lo odió de forma especial. Por eso, cuando volvió la ley…
Hizo una breve pausa y me miró como desde la lejanía antes de continuar:
—Ese hombre se había casado con una hermana de mi abuela. La mujer se suicidó al poco tiempo y todos sus hijos acabaron antes o después abrazando la locura o el suicidio. Murió en el cincuenta y seis o el cincuenta y ocho, en esa casa redonda. Nadie quería enterrarlo, ni siquiera sus propios familiares. La Guardia Civil tuvo que obligar a cuatro vecinos de Castaño del Robledo a llevar el féretro. Era como un apestado. En el pueblo fue un día de fiesta cuando murió.
Mientras exponía su particular trilogía de la crueldad –el Negro, el Jabicha, el Coyote–, Moya movía mucho la cabeza y los brazos. A ratos, parecía ahogarse. El sol le hacía achinar los ojos parapetados tras sus gafas.
—En Fuenteheridos había seiscientos varones y mataron a cuarenta y cuatro de ellos –prosiguió–, pero a ninguna de las seiscientas mujeres. Las mujeres tienen más capacidad de sentir la pérdida. Al matarles al hijo, al padre, al marido, las dejaban con el corazón roto. Si has matado al hijo, ya has matado a la madre. Era un refinamiento en la crueldad; conseguir que el dolor se ramifique y se pudra es más efectivo que matar de una tacada. La guerra civil fue muy sorprendente para la gente, ocurrieron cosas que nadie esperaba que pudiesen ocurrir jamás. Por eso es importante la memoria histórica. Yo escribí esa novela porque se la debía a la gente, y si hice intervenir varias voces en ella fue porque era una historia colectiva, no era mía. Cuando vives en una comunidad hay cosas que le debes a la comunidad. Los escritores somos guardianes de la memoria y también de la conciencia. De niño, cuando no quería comer, mis padres me contaban cosas de la guerra para que viese lo mal que se podía llegar a pasar. Yo era el escritor del pueblo y les debía esta historia a mis padres y al pueblo, para que no se borrara. Era una forma de fijarla en la memoria común.
Llevábamos una hora sentados en la colina de Almonaster bajo un espléndido sol de febrero, rodeados de hermosas montañas y sobrevolados por “la turgencia cansada de los pájaros”. Y mientras el viento hacía ondearse la melena cenicienta de Manuel Moya, sentado frente a mí en aquel muro de piedras viejas, yo pensé que ya no me recordaba a Falstaff ni a Karl Marx, sino a Gandalf el Gris, y sentí admiración, aprecio, amor por aquel hombre que hablaba como un antiguo rapsoda o como un héroe homérico. “Es ésta la ebriedad. Esto el coraje”.
Regresamos a Fuenteheridos, y había algo de tristeza en la inminencia de la despedida. Como en el caso de Alejandro López Andrada, la amistad entre nosotros había surgido de forma espontánea, casi inmediata. Nos sentamos al aire libre en un mesón llamado Rincón de Rafa y pedí lo que me resultó más extraño de la carta: castañetas (amígdalas de cerdo), sorpresa con salsa de setas y menudo de chivo. En esta ocasión sólo apuramos una botella de vino. Moya tenía que bajar a Huelva con su hijo –quien había adoptado el arduo oficio de editor– para presentar una edición de la obra póstuma del poeta onubense Juan Drago: “La mano que cerró la última puerta / abrió la flor del olvido”. Nos dimos un abrazo de despedida junto la fuente de donde nacía el río Múrtiga, pero, de algún modo, él seguiría conmigo hasta el final del viaje.
Este fragmento corresponde al capítulo séptimo del libro La frontera interior, que obtuvo el XVI Premio Eurostars de Narrativa de Viajes RBA Libros.