…Y entré en el consultorio de mi amigo y compañero Wenceslao para hacerme un control de esos que hay que hacerse cuando uno ya ha pasado de los cincuenta. Mi amigo no estaba. Pregunté por el analista. No había llegado. Llegaría en media hora o algo así. Y me puse a esperar.
Cosa rara aquí (y también en mí), llevaba un libro para leer durante la espera. Aquí es raro ver a las gentes leer durante las esperas. Tanto es así que en las salas de espera de cualquier otro sitio que no sea un consulado no se pueden encontrar las típicas revistas para que los que no llevan su propio libro maten la espera viendo fotos de famosos, o leyendo algún artículo de periódico. Yo tampoco suelo llevar para leer. Estamos en Bata, en Guinea Ecuatorial. Afortunadamente, salvo en los aeropuertos, no voy a sitios donde tenga que esperar mucho.
Una mañana tenía que acompañar a un pariente enfermo a hacerse unas pruebas que le mandó un médico. Primero fuimos a un centro de salud de unas religiosas españolas: son los únicos centros de salud privados que tienen buenos laboratorios a precios asequibles. Aprovechando que tenía que acompañar a mi pariente enfermo quería hacerme dicho control. Y es allí donde surgió la idea de pedir que otro “primo” que conduce lo que aquí se llama taxi, me trajera un libro de casa, porque había mucha gente esperando y yo no sabía cuándo llegaría nuestro turno para ser atendidos.
Entrecomillo primo porque aquí las relaciones familiares no se pueden traducir por su aparente equivalente en español, y más concretamente primo no tiene traducción a la principal lengua africana de aquí (el fang). Pero ésta es otra historia.
Pero también hay que explicar lo que aquí se llama taxi: no es el transporte urbano de alquiler individual, sino que es un turismo de transporte urbano (con colores identificatorios), pero colectivo. Para cogerlo le haces la señal para que se pare, se para le dices a dónde quieres ir, si tiene dicha dirección, te acepta y si no, a esperar a otro.
Volvamos a lo que nos ocurrió en el Centro de Salud María Rafols (hermanas de la Caridad de Santa Ana). A mi pariente le dieron las probetas y le dijeron que tenía que volver al día siguiente con las muestras. Y yo no me iba a quedar a esperar para hacerme el control. Preferí ir a hacérmelo en el Centro Médico de mi amigo, pensando que allí, como en otras ocasiones, no tendría que esperar. Así que nos fuimos del Centro de Salud de las monjas. Mi “primo”, el del taxi, ya me había traído el libro. Mi pariente enfermo se fue a hacer otras pruebas en otro centro y yo me fui al consultorio del Dr. Wenceslao para hacerme el control: por esto llevaba el libro, que me sirvió, porque el analista no llegaría a la hora.
Me senté en una silla que hay al lado de la misma puerta de entrada, porque allí había mejor luz para leer. Y me puse a esperar, ojeando mi libro.
En esto vino una mosca y se posó en mi brazo izquierdo. No hice el ademán de matarla. No me gusta, por el asco que dan sus fluidos cuando lo aplastas. Pero nada más posarse ella en mi brazo y mirarla yo, la mosca se fue: cuál fue mi sorpresa que, en lugar de desaparecer volando, se cayó al suelo encima de la baldosa, justo en la entrada. Se cayó con las alas hacia abajo y las patas hacia arriba. Se me hizo extraño que la mosca cayera de esta forma y que no pudiera levantar el vuelo. Y se me ocurrió que le pasaba algo a la mosca. Porque lo normal es que las moscas sean muy avizoradas, y cuando alzas la mano para matarlas levantan el vuelo y desaparecen o siguen, mangonean, posándose en otro sitio de tu cuerpo. Y suele ocurrir que, como llevas la mano con cierta velocidad, para sorprenderla, además de la frustración de no haberla matado, uno suele darse un guantazo que al final duele.
Pero aquella mosca, la que se posó en mi brazo, al despegar no voló, se cayó patas arriba. Y estuvo aleteando, se supone, queriendo darse la vuelta. Pero, como digo, no lo conseguía. Podía haberla pisado, pero me contuve. Se me ocurrió que a lo mejor la mosca estaba ya en las últimas y que se iba a morir, y que yo, por primera vez, podría observar la muerte natural de una mosca. Porque, salvo los que trabajan como investigadores en laboratorios, no creo que muchas personas hayan asistido a la muerte natural de una mosca.
Decía que si no es en los consulados, es raro ver cosas de leer para los que tienen que esperar. Pero no sólo en los sitios de espera. Es que Guinea Ecuatorial es el ejemplo de un artículo que se leyó en una emisora americana con el título de Los negros no leen. No hay librerías en Guinea Ecuatorial. Poco después de la independencia de Guinea había algunas librerías. Las librerías se acabaron pocos años después de la independencia, con Francisco Macías. Y una de las pruebas de que Teodoro Obiang prefiere mantener el pueblo en la ignorancia es que en su régimen no se ha hecho nada por que haya libros y que la gente lea. Y en los países de nuestro entorno, hay librería, y quioscos para prensa.
No tuvieron vergüenza en publicar en la página web oficial del Gobierno de Guinea Ecuatorial, noticia del 4 de julio de este año, que en el Centro Cultural Español de Bata se había abierto la primera librería del país.
Cuando hay sesiones parlamentarias en Bata, de vez en cuando suelo acompañar a Plácido Micö Abogo (único diputado de la oposición en un parlamento de 100), para seguir los debates. En dicho palacio de la Cámara de los Representantes del Pueblo hay una habitación con el letrero Biblioteca en el dintel de la puerta de entrada: me asomé y no había libros. No es que no hubiera muchos, es que no había nada, ni tan siquiera uno solo. Los guineoecuatorianos, sobre todo los que estamos metido es esto de la política, nos cortamos muchas veces de contar algunas cosas que ocurren en Guinea Ecuatorial, porque tenemos la impresión de que nadie nos creería y nos tomarían por exagerados y fabuladores: es lo que pasa con esto de la Biblioteca del Parlamento que no tiene un solo libro.
Yo sí que tenía un libro aquella mañana, y alternaba la lectura de cada frase con la contemplación de la supuesta agonía de la mosca. Digo supuesta porque yo realmente no sabía lo que le pasaba. Puede que estuviera perfectamente, pero que al salir de mi brazo, y como la baldosa del suelo es blanca, a lo mejor no supo calcular y se encontró con las alas sobre el suelo y las patas arriba. Estuvo aleteando, cada cierto tiempo. El sonido del aleteo me garantizaba que aún seguía con vida, así que aprovechaba para leer alguna frase de mi libro. Cuando iba remitiendo el movimiento de sus alas dejaba de leer para observar a la mosca, porque, como digo, creía que estaba asistiendo al trance de muerte de un insecto: porque a los insectos siempre los matamos aplastándolos o fumigándolos y los que vemos morirse se mueren porque los matamos. Pero sabemos que también se mueren de forma natural, pero nunca los vemos morirse de forma natural, siempre los encontramos muertos, sin haber asistido a su agonía. De ahí mi curiosidad. Y cuando volvía a aletear, miraba otro poco el libro.
Temía que viniera alguien y la pisara, y yo me perdiera verla morir de forma natural. Y apareció una trabajadora del Centro Médico. Venía de la planta superior del edifico, donde están las salas de ingreso, para hacer algo en el mostrador de la recepción, que estaba en la sala de espera. Y me crucé los dedos, temiendo que dicha trabajadora aplastara a la mosca bajo su chancla. Porque la mosca estaba justo en esa área del umbral de la entrada por donde pisamos al entrar o salir. Tampoco quería decirle nada, porque en este tipo de situaciones, cuando le quieres avisar a uno para tenga cuidado, su “susto” y extrañeza suele llevarle a unos movimientos un tanto bruscos que le hacen estropear aquello que justamente querías preservar. Así que mejor guardar la calma y no decir nada, puede haber suerte y que pase sin pisar a la mosca. Como afortunadamente ocurrió. Entró y su pie pasó por encima de la mosca y ésta siguió con su brrrrrr, y yo con mi libro.
Leer un libro y tener curiosidad por fenómenos de la naturaleza, vías para aprender, también es una manifestación de inconformidad con el régimen de Obiang que, como hemos dicho, prefiere mantener al pueblo en la ignorancia.
Lo de que Obiang prefiere al pueblo en la ignorancia no sólo se queda en lo de no invertir en la Educación ni poder subvencionar una actividad como la de tener una librería, sino que también tiene otra deriva que consiste en la promoción, hasta la categoría de ministros o generales del ejército, de gente con muy bajo nivel. Un día estaba comentando sobre esto con un compañero y se me ocurrió algo que le hizo mucha gracia para ilustrar el nivel de ignorancia de algunos miembros de gobierno. Le dije que dichos miembros del gobierno de Obiang nunca habían leído un libro sin dibujos. Y es así. Si es que habían leído alguno. Si la grandísima mayoría de los guineanos que tiene diplomas universitarios no leen, cuánto menos leerán muchos de los miembros del gobierno, que no han superado ni tan siquiera el equivalente al 2º de ESO.
Para encontrar algo para leer uno tenía que ir a los kioscos de los aeropuertos de Malabo y Bata. Y allí podía encontrar fundamentalmente revistas en francés, y alguna que otra de las publicaciones de propaganda del régimen. Hace poco más de año y medio se sumado otros kioscos que ponen Biblioteca Nacional y que se han instalado en algunos sitios de Malabo y Bata. Sólo tienen revistas del mismo tipo que los kioscos de los aeropuertos (han leído bien, sólo un kiosco en cada uno de los aeropuertos) y algún que otro libro editado para la propaganda del régimen. Pero si en Guinea Ecuatorial las gentes son reticentes a comprarse los libros de la Librería del Centro Cultural de Bata por unos 5.000 Francos CFA (unos 8 euros), muchos menos compararán dichos libros de los kioscos del régimen, que cuestan de 15.000 F CFA (unos 23 euros) para arriba.
Una de las cosas más lamentables es que el régimen ha conseguido que las gentes no sólo no den ningún valor a los libros, sino que incuso los desprecien. Cuando me vine de España cargué con los pocos libros que tenía (para lo que las gentes tienen aquí como media, eran muchísimos libros). Los llevé a Valencia desde Madrid para que me los embarcaran al puerto de Douala, en Camerún. Y los recogí y los tenía en Yaundé, donde viví. Y cuando me vine a Guinea los metí en un camión y me los traje. Las preguntas que me hacían sobre los libros, los parientes, amigos y conocidos que venían a saludarme daban a entender que les parecía inútil haber venido cargando con libros en lugar de bienes más útiles: qué hacía con tantos libros, para qué sirven tantos libros, porqué había que gastar dinero para transportar tantos libros, etcétera, etcétera.
Pero yo intento resistirme, y siempre que puedo me compro algún libro cuando tengo oportunidad de viajar a España. Siempre visito la cuesta de Moyano en Madrid, donde he comprado por dos euros libros que he visto en librería por más de 15.
La mosca siguió dando sus brrrr, pero cada vez eran más lentos y breves y los momentos de silencio más largos, y como los momentos de aleteo, que me garantizaban que aún estaba en vida, eran más cortos, yo leía menos y dedicaba más tiempo a observarla y verificar si aún movía las patitas.
La trabajadora del Centro Médico que entró a resolver un asunto en el mostrador se disponía a regresar, pasando por la puerta en la que estaba la mosca, y yo al lado observándola. Y otra vez me quedé quieto. Creo que si le hubiera dicho que no pisara la mosca le habría parecido ridículo. Y esperé a que hubiera tanta suerte como la primera vez. Aquí la gente anda como arrastrando los pies. No levantan y ni posan el pie en el suelo sin arrastrarlo un poco. Con estos pasos, como arrastrando los pies, emprendió la trabajadora el camino de la salida. Y mi corazón empezó a latir un poco fuerte a medida que ella se acercaba a la puerta donde estaba la mosca. Su pie izquierdo se quedó a unos 50 centímetros de la mosca.
Las personas al andar damos pasos de unos 60 centímetros, y como aquí arrastramos los pies posiblemente el área libre, aquella que el pie no toca el suelo entre paso y otro, no sea superior a 40 centímetros. Digo que su pie izquierdo se quedó como a unos cincuenta centímetros de la mosca. Y levantó su pie derecho, miré la trayectoria que llevaba su pie derecho y vi que bien podría pisar al lado de la mosca sin tocarla. Y que yo tendría la misma suerte que la vez anterior. Cerré los ojos, y los abrí justo en el momento en que iba a posar dicho pie derecho en el suelo. Tuvo un ligero balanceo que hizo que su pie derecho cambiara de trayectoria y fuera a dar de lleno sobre la mosca que estaba aleteando. Cuando la volvió a levantarlo sólo había una pequeña mancha de un color entre gris y marrón. Se supone que se le quedó pegada en la planta de la chancla para ir desapareciendo con sus pisadas arrastradas.
Y me quedé con las ganas de contemplar la muerte natural de una mosca. Una pena. Y entró el analista y fui a que me tomara las muestras para mi control. Continué leyendo mi libro en mi casa.
Amancio Nsé Angüe es arquitecto guineoecuatoriano