Pocas ciudades dedican grandes monumentos a algunos de sus más ilustres artistas. Los escritores, dramaturgos y poetas, pueden aspirar a tener su estatua, casi tanto como algunos próceres y políticos; raramente logran un reconocimiento parecido los intérpretes. Ni actores, ni actrices, ni cantantes ni bailarines llegan a alcanzar su monumento; apenas una calle, una plaza o una glorieta, recuerda su nombre. ¿Será que la palabra escrita está más emparentada con la inmortalidad de la piedra, que un trino, un gesto, un suspiro, una pirueta o una palabra?
También en eso Pamplona es una ciudad original. El monumento al tenor navarro Julián Gayarre alcanza los 12 metros de alto. Inspirado en ese estilo solemne y algo funerario de las fuentes que el pintor Luis Paret sembrara por toda la ciudad de Pamplona, el arquitecto navarro Victor Eusa y el artista roncalés Fructuoso Navarro, concibieron y realizaron -en 1950- esta fuente de las lágrimas-obelisco, dedicada a la memoria de la mejor voz que ha dado Navarra.
El artista nacido en Roncal no sólo contaba con una portentosa voz de tenor (que conquistó al público operístico europeo más exigente, desde su debut en la Scala milanesa en 1876); sino que poseía -además- un romántico origen como humilde pastorcillo, que -gracias a su prodigiosa voz- había llegado a conquistar los templos más elevados del Bel Canto. Gozaba además de buena planta y un rostro agraciado.
Y por si todas estas bendiciones y talentos no bastaran para sostener su leyenda, Gayarre murió, a los 46 años, prácticamente delante de su público, en el Teatro Real madrileño. Se le quebró la voz en una romanza, y no pudo volver a recuperarla; se desvaneció en escena ante un auditorio en éxtasis, dispuesto a adorarle. Falleció a los pocos días, el 2 de enero de 1890, probablemente de cáncer de laringe.
El cantante superó en destino trágico a cualquiera de sus personajes. La conmoción que produjo su muerte, reverberaba aún en la Pamplona del pasado siglo, cuando se levantó este monumento, a la entrada del Parque de La Taconera. El magnífico calibre y mejor traza de la obra, pone en evidencia, una vez más, la capacidad de esta ciudad para reconocer el mérito de lo extraordinario.
La soberbia columna gayárrica cuenta con unas fuentes de doble pila en su basamento. Los pequeños surtidores de los que mana tímida e íntima el agua, producen al rebasar las pilas, una especie de murmullo liviano, un rumor discreto de campanillas, un tamborileo lejano de pájaros, justo como si la piedra también llorara por la pérdida de Gayarre.