Marcos Lorenzo*: Roxe de sebes está basado en una experiencia personal extrema, que podemos calificarcomo retiro o como aventura, pero que en todo caso derivó en una honda metamorfosis personal. Frecuentas durante siete años, en períodos de entre dos y cuatro meses, una cabaña en la sierra de O Caurel apartada de cualquier confort de la vida moderna. Aguantando en aquella intensa soledad, atravesado por una crisis personal y expuesto a las exigencias del medio, desarrollas un proyecto filosófico. Quería preguntar por los motivos de aquel enclaustramiento. Una posible interpretación, sin querer caer en un psicoanálisis de andar por casa, diría que la áspera crudeza de la vida en la montaña sirvió como rito de paso para un espíritu ablandado por mil facilidades. También de algún modo, ese ponerse a prueba y enfrontar los propios límites, recuerda a un Ulises ávido por ganar el reconocimiento de su tribu, cuando menos de la figura paterna. ¿Fue eficaz la receta? Quiero decir, ¿lograste ordenar tu mundo interior, te hiciste «un hombre» y al tiempo recibiste la sanción de los tuyos? Y que influyó más en el retiro, si se pudiesen disociar, ¿tu psicopatología, que es la nuestra, o el intelectualismo de la época? Dicho de otro modo, ¿qué había más, necesidad o ambición, afán de cura o aspiración a ingresar en la galería de los héroes de entonces, sean del proletariado o de la alta cultura? O ambas, dolencia y ansia, ¿son dos caras de la misma moneda?
Ignacio Castro: ¿Honda metamorfosis? No sé. Es posible, pero tal vez se trataba solamente de sobrevivir, de lograr que la vida siguiera. Sí, lejos de todo confort, pues se trataba de probar hasta dónde podía llegar una «singularidad» que, después de cien proyectos colectivos, se mostrara intraducible a ellos. Me recuerdas también algo muy sencillo. Efectivamente, se trataba de recuperar la necesidad más primaria, poniendo en pie un proyecto filosófico -es una forma algo grandiosa de decirlo: se trataba solamente del pensamento que se necesita para vivir- que estuviera a la altura de una necesidad mortal, de la absoluta contingencia que constituye cada vida. Me empujaba, en este aspecto, un materialismo radical, mucho menos ingenuo que el de décadas pasadas. Yo necesitaba un «platonismo de lo múltiple» (Badiou), una disciplina móvil para poder vivir. Primero había sido el marxismo, siempre tramado con la filosofía. Más tarde tuvo que ser la actualización tardo-moderna de una anciana espiritualidad, oriental y occidental.
Tienes razón además en otra cosa. Uno ya había comprobado que la vida era muy dura, que los mimos y las facilidades -esas que siguen de moda- son lo más peligroso del mundo. Pero no sé si se trataba de reconocimiento, pues precisamente yo entonces rechazaba toda tribu y las facilidades que podía adquirir acomodándome a las sucesivas comunidades que se me ofrecían: radicalismo marxista, socialismo cívico, nihilismo filosófico, hedonismo cultural, etcétera. Casi todas estas etapas ya pasaran y estaban agotadas. Se trataba entonces de ir hacia un forma de vida que lo juntara todo, que no fuera otra etapa más. En este sentido, la motivación de aquel enorme esfuerzo -que ahora miro con algo de miedo- fue exactamente médica: tenía que dejar atrás la juventud, darle forma de una vez a la vida adulta, ya que se había pasado por demasiadas tentativas distintas. Y no, francamente, no pienso en una motivación externa de reconocimiento, que entonces -insisto- estaba en mí desfondada interiormente, por completo.
En cuanto al padre, tema siempre clave, pienso también que la confianza, incluso la admiración, estaba mutuamente ganada. Era otro el móvil. Simplemente, había que articular intelectualmente una enorme corriente vivida, tan intensa que amenazaba con devorarle a uno. Ya no se podía dar otro paso sin pararse y darle forma al silencio del mundo, aquello que nuestro pasado progresista rechazara como mítico o religioso. Ahora había que conquistar la acción y la subversión que queda en el mero vivir, en el simple estar y habitar. Como si fuera solamente el silencio lo que quedaba por explorar. Por así decirlo, había que intentar la revolución del ser en el devenir: un Nietzsche revivido en la carne, reconciliado con el discreto absoluto local que es tan propio de nuestra época. Actualizar un Nietzsche que no cabe en el vientre de ningún Marx.
¿Sanción? Me estás matando con esa palabra… Los míos, como dices, la familia y los amigos que tanto importan, ya me entregaran todo el afecto, me habían reconocido y «sancionado» afirmativamente. El problema era otro. Lo que quería, lo que necesitaba -para encontrar un otro en mí mismo- era escapar de la trampa del afecto y ser «reconocido» fuera, lejos; reconocido por los desconocidos. Y esto no tanto en el sentido de buscar desconocidos con nombre propio, que llegaron después, como en el de buscar lo desconocido del exterior impersonal. Escribir es eso, publicar es eso: hacerse desconocido y volver a reaparecer en otro lugar. Es normal que los conocidos que te querían se asustasen algo. Pero sin desaparecer yo ya no podía volver, ni permanecer. Me temo que la metáfora de Lázaro, que un escritor me recordó un día, tiene algo que ver con esa muerte que es necesaria para, en el límite, poder revivir. Así como el pequeno hecho, supongo que significativo, de que uno tuviera, como parte de un necesario aislamiento de las facilidades, que adoptar en la montaña como primer nombre el segundo, César.
En resumen -y la pregunta es un poco malvada-, influían sobre mí varios pesos. Primero, una psicopatología a punto de explotar después de varias periodos muy intensamente vividos. Etapas en busca de significado elemental, articulado en un lenguaje y un pensamiento que incluso un animal necesita para orientarse en la selva. Insisto en que entiendo el arte y la filosofía como un instrumento sofisticado que el hombre necesita para sobrevivir. No, según el evolucionismo al uso, coma un lujo que aparece después, en una especie de sábado en el que la humanidad ya solucionó las urgencias básicas. Todas las necesidades de sentido son tan elementales como el hambre, de ahí que la gente muera y viva por muy distintos motivos. Al mismo tiempo, cada necesidad elemental es también una necesidad de mundo. Lamento mucho que nuestro racismo conceptual(Baudrillard) nos mienta tanto en este punto.
Naturalmente, quedaba también en mí una épica que no había muerto totalmente en nuestras cabezas. El intelectualismo de esa época y de otras -el romanticismo, Thoreau, la generación Beat, las cabañas de Wittgenstein o Heidegger- también pesó. Esa vieja tradición de retiro, oriental y occidental, le dio forma al silencio en el que tenía que pasar una larga temporada. Pero ya digo, en primer plano estaba una necesidad casi animal de escribir, de pararme y pensar y anotar la violencia de lo vivido. No había otro «heroísmo», no lo hay casi nunca, que el que brota de lo intolerable, de la imposibilidad de seguir una vida normal.
Pero todo esto que digo al hilo de tus preguntas, en cuanto lo veo escrito me genera dudas. A pesar de la distancia, no resulta fácil volver sobre todo aquello y ordenarlo. Uno hace las cosas empujado por la crudeza de las circunstancias. Y cuesta mucho volver sobre ello.
M. L.: El día a día en la montaña fue un rotundo desafío que requirió el despliegue de toda tu fuerza física y mental. ¿Cómo moldeó tu pensamento y la visión del mundo? ¿Amplió tu perspectiva, abriendo la mente hacia otras realidades, o acabó por ensimismarte? ¿Estimuló tu mirada hacia fuera o te viró hacia dentro?
I. C.: Hacia fuera. A cada quién le cuesta mucho bajar, apearse del propio narcisismo que, al fin y al cabo, es un baluarte de defensa frente a la incomprensión en este mundo democráticamente implacable. Ciertamente, como dices, permanecer allí me exigía toda la fortaleza física y mental de la que uno era capaz, una actividad febril que en el libro Roxe de Sebes llego a llamar neoyorquina. Una de las conquistas conceptuales de aquellos años inolvidables fue la certeza atemporal de la naturaleza. Una naturaleza sofisticada que amaesconderse. No el bonito paisaje que espera tranquilamente en las afueras, sino una común vida mortal que -para hombres, plantas y bestias- es el mayor artificio posible, un espectro omnipresente en cualquier circunstancia. Hablo de la fuerza irreductible que se siente en los árbores y en algunas personas felizmente «peligrosas», sea en el centro de Berlín o de Buenos Aires. Dicho de otro modo, me refiero a la certeza de un vuelo propio de la gravedad, de una levedad que se alimenta del peso. Tengo que repetir que le debo poder narrar esta experiencia a la confianza del escritor, editor y poeta Emilio Araúxo. Quince años antes de esta edición en castellano de Fronterad, pienso que la publicación de Roxe de Sebes en Noitarenga dio cuenta de una vivencia que no tiene hoy, modestia aparte, muchas fáciles comparaciones. Oír hablar de aquello todavía me marea un poco. No more torrent, diría siguiendo a un poeta estadounidense.
M. L.: En el libro hay un capítulo enteramente compuesto por haikus, a mi ver de una enorme delicadeza. A veces son instantáneas casi fotográficas, a veces apuntes de las labores cotidianas; con frecuencia, metáforas silvestres. La atención sobre el detalle menudo, la búsqueda de signos y designios en un insecto, en un árbol, en una sombra, sugiere un intento de ver el mundo de nuevo, de renombrarlo, de reconocer sus formas básicas y trazar un mapa de sensaciones ciertas. Supongo que es un automatismo cerebral: vencer la inquietud de una contorno estraño mediante una conquista cognitiva. Me interesa ese proceso mental de adaptación a otros ritmos y longitudes de onda, de abandono de las rutinas de tantos años para exponerse a un medio en el que uno está desamparado. Me dá la impresión de que el tuyo fue en Roxe de sebes un trabajo de campo ontológico, inscrito en un viaje existencial. Y también intuyo que aquel transito nutre toda tu obra actual. ¿Como lo ves tú?
I. C.: Sensación cierta: bonita forma de decirlo. Hablas, supongo, de una certeza sensible que entonces y ahora nos importa a algunos. Efectivamente, a mucha distancia de nuestro habitual maniqueísmo, se trataba en aquellas montañas de salvarse abrazando la perdición, el hecho traumático de estar sin remedio en aquel sitio sin hombres. Y eso no podía hacerse sin escuchar, como si fuera una forma de vida hermana, la respiración de lo menudo, fueran hojas o bichos. Después vi en Os eidos, en Cómaros verdes y en Campos de Castilla, una apertura similar del hombre hacia lo no humano. Un dejar ser, en otras palabras, como forma más alta de pensamiento. Dejar que el desamparo levante su propia protección: no sé si, hoy o ayer, podemos prescindir de la punta de esta tecnología analógica, que imita a una naturaleza salvada por su propio peligro mortal. Pienso que el arte, también los haikus, trazan una línea de vuelta al espíritu de la tierra que ninguna cultura debería en la actualidad ignorar. En mi caso, efectivamente, con un estilo urbano distinto, sigo viviendo de aquel horizonte telúrico.
M. L.: Por cierto, los ritmos naturales previos al reloj, la lentitud, el silencio… ¿Fueron una dura prueba para un hijo del estruendo y de la velocidad? ¿Lograste dominar el horror vacui?
I. C.: A ver. Por una parte yo fui, como tantos, hijo del estruendo acelerado. Lo dices bien. Pero también fui, como algunos hijos anómalos, heredero de una subespecie de silencio taoísta que siempre latió en el eje de nuestra cultura judeocristiana, desde la Edad Media hasta las versiones modernas que nos rodean, en España o en Texas (¡Malick!). Es evidente que tal corriente nunca fue mayoritaria entre nosotros, pero quedaban residuos significativos. La poética gallega y castellana, de Iglesias a Gamoneda, algunas imágenes actuales de Ballester, de Ortiz, de Lois Patiño en Montaña ensombra, dan testimonio de eso. Así que, es una contradicción más, en la soledad de las montañas recuperé el sentido de la acción mundana. Allá arriba, sumido en una frenética actividad y en un proyecto absorbente, con todo lo que de obsesivo tenga cualquier proyecto, uno apenas tenía tiempo para el vacío. Mejor dicho, me pasaba el día dándole forma, directamente: la naturaleza es eso. Hubo, es cierto, pésimos momentos de desaliento, pero como se tienen también en Barcelona, Madrid o Viena.
M. L.: Durante aquella larga estancia adquiriste nuevos hábitos e nuevas habilidades: pescar, cazar, fotografar, observar y descifrar la naturaleza circundante; cortar leña y encender el fuego, atender a los ciclos y labores agrícolas, la cocina… Estabas inserto en un contexto rural, sino congelado en el tiempo, si retardado con respecto al vértigo moderno. ¿Cómo fue tu relación con las gentes de allí? ¿Cómo te integraste en aquella comunidad? ¿Cómo percibieron los vecinos aquella anómala presencia tuya? ¿Por qué apenas aparecen hacia el final del libro? ¿Quizás -hipótesis kamikaze- por un prejuicio hidalgo, quizás por una formación libresca que desconsidera el diálogo con otro cualquiera? Pienso ahora que una mayor tarea antropológica te podría haber servido de espejo para analizar lo que de ancestral y mítico hay en la modernidad, es decir, en cada uno de nosotros, en ti mismo…
I. C.: Prejuicio hidalgo es una simpática expresión, pero pienso que no es justa y que los labriegos de allí no lo sentían así. Fui allí para estar radicalmente aislado. Dentro de mis límites -vivir a más de una hora de camino de la aldea más cercana, estar muy ocupado por la escritura- la hermandad con mucha gente de abajo era total. Casi diría que, tras más de veinte años, sigo teniendo allí amigos y familia. Por otro lado, en cuanto a las nuevas habilidades, es cierto: ¿hay algo más moderno que la escuela del desierto, de un misterio terrenal que no tiene tiempo? Eso era allí la ley -no escrita- que permitía leer como nunca, pescar y fotografiar con una paciencia infinita. La relación con la gente de Soldón, del Mazo y de Cruz de Outeiro, precisamente por esa fuerte comunión con la naturaleza, fue siempre excelente. Supongo que en un principio me verían como un señorito con un capricho en la cabeza, con dinero y tiempo libre. Creo que poco a poco, desde que pasé las primeras estancias de aislamiento en la cabaña, me convertí en otro veciño máis. Bastante retirado, es cierto, pero César era otro vecino. Insisto en que tengo relaciones prácticamente familiares con la mayoría de aquella buena gente.
M. L.: El retiro, el viaje, la huida del mundo moderno, con sus vicios y patologías, para así poder enfermar a gusto, es decir, para sostener un largo, ilimitado y frontal diálogo con nuestra dolencia y sus raíces… De ese diálogo surge un nuevo discurso. ¿Crees que una visión propia del mundo es una buena herramienta para pararse? ¿Una buena explicación consolará al enamorado? ¿O es tan sólo un ansiolítico de corto alcance? Porque quizás la construción de una arquitectura personal sustentada en la razón, implique un armazón débil. ¡Qué distinto un ego asentado en buenas ideas, en un forjado racional, de aquel sostenido por la emoción y el afecto, el sueño y el mito! ¿No crees? ¿No será «la falta irremediable de firmeza» nuestro destino, dadas las condiciones antropológicas de partida?
I. C.: Sí, es una forma de decirlo: «enfermar a gusto», llevar la enfermedad de vivir hasta un extremo. Esa fue aproximadamente la idea de entonces: luchar contra la histeria de la salud; no curarse más en falso, aplastando la dolencia sin antes escucharla. No hay otra visión del mundo que la que brota de cada vida, con su peligro mortal. Y esto, reconciliarse con lo irremediable, supongo que genera salud, aunque de un tipo distinto a nuestra obsesión médica y social. Si hay una medicina de largo alcance consiste en darle un lenguaje a lo peorde uno mismo, toda esa masa amorfa y no escogida, esa escena originaria que no tiene localización precisa, ni emblemas ni imagen de alta definición. Ciertamente, pienso que el armazón racional de una personalidad es frágil. Las personalidades se forman por afectos, por accidentes y percepciones -no escogidas- que hay que asumir y llevar a una forma, con frecuencia implícita y no conceptual. No nos formamos por conceptos, en el aire. Tenemos que escuchar lo que retorna constantemente desde atrás y se sedimenta. Pobre de quien, a fuerza de ser fanáticamente moderno, no tenga un instrumento elemental para esa escucha de lo que le toca.
M. L.: Las rutinas, las inercias y los automatismos sostienen el entramado de la vida personal. «Lo mejor de nosotros nunca lo elegimos», dices. Comparto y celebro esa frase. Para mí los conceptos de liberdad y de «toma de decisiónes» son un monumental equívoco que sostuvo y sostiene todo un sistema social, así como el abanico de ideologías disponibles en el mercado. Pero me estoy desviando de la pregunta. La cuestión que te quiero formular es: ¿no está el logos sobrevalorado? ¿No es la modernidad una monstruosa inflación de consciencia? De autoconsciencia, concretamente. Y la inflación de consciencia -y de razón, por tanto-, ¿no es un síntoma de pánico a la muere?
I. C.: Sí, parece que repites emblemas antiguos (Unamuno, Cioran) y actuales que comparto absolutamente. Los militantes de Tiqqun hablan en un texto célebre de un mundo enfermo de conciencia. La crítica, la voluntad totalitaria de saber, la manía histérica de la información nos enferma. En resumen, nos mata esa obsolescencia programada en la que queremos salvarnos, pues en nuestra cultura buscamos no parar nunca, no detenernos. Esa es nuestra religión, una circulación perpetua que debe impedir que las sombras nos toquen. De ahí, como se dijo alguna vez, la metástasis -literalmente: máis allá de lo estático- como un síndrome generalizado, pues no soportamos lo que permanece, que por fuerza prolonga el enigma. Comparto tu diagnóstico: todo esta espectacular movilidad, que hace a Occidente tan temible tecnológica y militarmente, es signo también de una patética desvitalización, de impotente resentimento frente a lo elemental de las fuerzas anónimas. Allí precisamente donde otras culturas son con frecuencia superiores. Las naciones emergentes no lo son sólo económicamente. Viajamos a Colombia, a la India o China para vivir una intensidad real que, de Vigo a Ámsterdam, es cada día un poco más difícil.
M. L.: Pienso, junto a Cioran y otros eternos vigilantes -de vigilia- como Bataille, que la muerte ya está presente en nosotros a cada momento. Lo irracional e inconsciente envuelve, como una cinta de Moebius, cada uno de nuestros argumentos. Olvidamos sin desmayo, y cuando fijamos la atención en algo desatendemos el resto de coordenadas del mundo. La consciencia, el control y la planificación no existen más que pálida, episódica, excepcionalmente en nuestras vidas. Y lo que predomina, lo queramos o no, son las pulsiones. Porque somos animales, no dioses. ¿Concuerdas o discrepas con este enfoque? Llámalo irracionalista, surreal, antiilustrado o como mejor te plazca.
I. C.: Concuerdo en lo substancial. No diría que es antinada, pero sí que esta corriente vitalista está escondida en una esquina de nuestra tradición racional e ilustrada. Concuerdo también en lo otro: la muerte no es tanto un final, el remate terminal de un camino, cuanto el eje sombrío de un tiempo que remata en cada impulso, como decía Novoneyra. Esto significa también que lo trágico, que es una estación necesaria, es el mejor camino para recuperar -más allá de los treinta años- una desenvuelta jovialidad. Si hubiera una eternidad, una espiritualidad posible, estaría latiendo en esta intensidad presente, en una infancia que siempre vuelve después de las sucesivas historias. No conocemos otra cosa… Por esto, finalmente, sabiduría y necedad se confunden. Casi toda nuestra vida se resume en un chiste pueril; en un truco, como dice al final el protagonista de La granbelleza. Quién sabe -es una vieja leyenda- si los mismos dioses han de parecerse a un animal, a una bestia que espera una sonrisa o una caricia, para poder amansarse.
M. L.: En Roxe de Sebes quisiste «dar cuenta del orden de aquel azar». ¿Es ese orden un constructo de la mente humana para dotar de sentido lo que percibe y no caer en la locura? ¿O es algo que preexiste al margen nuestro? Lévi-Strauss o Bourdieu creían en las regularidades y en las leyes científicas… ¿Quizás es el sentido un prejuicio de la civilización occidental?
I. C.: El sentido, si se entiende como un orden levantado frente a un desorden exterior, pienso que es un prejuicio nacido da nuestra metafísica de las separaciones: orden vs. azar, humano vs. inhumano, etcétera. Pero hay, también en bordes de Occidente, otro sentido del sentido, un sentido real que se confunde con lo que normalmente llamamos desorden. Este sentido real, el de una «puntuación sin texto», está acaso más en Lacan que en Lévi-Strauss. No sé si Bourdieu podría entenderlo… Me parece un excelente crítico de las mediaciones, pero no sé -tan francés e ilustrado él- si alcanzaría a captar lo que podíamos llamar sentido de la tierra, una vuelta del sentido que no deja nada fuera, ningún sin-sentido en el que vivirían los otros humanos de afuera, inferiores.
M. L.: Con el paso del tiempo, ¿cómo ves aquel proyecto total -filosófico, poético- de síntesis y unidad de los contrarios que pretendiste canalizar a través de aquel libro inédito, Días? En algún momento lo defines con buen humor como «grandilocuente». ¿Dónde se sitúa tu ambición intelectual de hoy respecto a aquello? Es significativa la cita de Rilke con la que comienzas Roxe de Sebes: «Quién habla de vitoria? Sobreponerse es todo». ¿Consideras cumplidas tus propias expectativas?
I. C.: Con el paso del tiempo… me cuesta estar a la altura de aquello, pero no puedo tampoco abandonarlo ni ir más allá. No pretendo de ningún modo desbordar aquel horizonte, que fue tan solitario como común, casi diría una experiencia de comunismo neuronal. Días era grandilocuente en las textura, en la configuración. Pero tenía un fondo de humildad total: bajar de la Razón occidental para entrar en un espacio que siempre vienede afuera, necesriamente contingente, sin avisos. Pienso que non podemos tener un destino más «alto» que esa bajada, un descenso quizás más oriental que occidental, más femenino que masculino. Otra cousa es que a nosotros, los occidentales, más aún si somos varones, nos cueste mucho ese ejercicio de adelgazamento, una reconciliación con la sombra que va por delante del cuerpo. Supongo que conseguí en la montaña, y tenía que ser de este modo silvestre, lo que otros logran más civilizadamente en la consulta de un psicoanalista. A partir de allí la vida pudo recomezar, lentamente, y tener de nuevo un suelo. Pero cada día -ayer mismo frente al conductismo alternativo de Beck en un festival- hay que reinventarlo. Cada tramo vital se hace dialogando con la montaña que llevamos dentro. En aquellas tierras altas aprendí que no tenemos otra patria que el trabajo sobre algo sin figura que está en nuestra columna vertebral.
M.L.: Pienso que en el libro se destila una lección estoica de madurez, el desprendimiento de la épica adolescente, de la mística revolucionaria. ¿Fue esa obra una larga preparación para habitar frente al impulso nómada de lo epicúreo? ¿Lo conseguiste? Porque el filósofo, impertinente cuestionador crónico, no puede dejar de asomarse a la incomprensión y el sinsentido… ¿Sería por lo tanto el filósofo un adulto o un habitante imperfecto?
I. C.: Es posible. La filosofía es una forma de reconciliarse con una imperfección que es irremediable. Non hay nada «intelectual» que nos libre de una inconfesable minoría de edad que siempre nos sigue. La filosofía es un sendero, entre otros muy distintos, para darle forma a lo informe -la no–forma, dice John Cage- que nos sostiene, esa riada de contingencias sin las que no seríamos nada: tener estar orejas, este tono de voz, esta cara en las fotografías… No hay Modernidad o Ilustración que pueda con ese fondo primario de la vida. No estoy seguro, sin embargo, que el innegable estoicismo de aquella tentativa montañesa quisiera superar el gran relato de la Revolución o más bien llevarla al cuerpo, a una existencia cotidiana que no puede tener historia… Llevar la épica a la existencia es una idea que ya estaba en movimientos contraculturales anteriores y posteriores al marxismo… Es como si, arruinada por dentro la idea de una Revolución política -sigo en ese escepticismo-, fuera necesario recuperar la revolución en la vida y fundirla con una carne inconsciente. Esto sigue sin parecerme un retiro a lo privado. Más bien se trata de vivir las singularidades que pueden fundar otra comunidad.
M. L.: En los capítulos más ensayísticos de Roxe de Sebes partes de una ojeada «negacionista» de la Salvación, de la Revolución, el Progreso o la Historia. No entraré en eso porque comparto tu escepticismo y porque, al fin y al cabo, aceptamos definirnos por oposición a algo. También manejas una alusión latente a ciertas dicotomías que semejan sólo una: lo estático frente a lo fluído, el espacio frente al tiempo. El mercado mundial está por eliminar distancias y fronteras, aplastando toda diferencia cultural. ¿Podríamos decir que, por causa de la globalización, el tiempo está a punto de vencer al espacio? ¿O ya no te convencen estos dualismos?
I. C.: Una cosa en la que cambié desde aquellos tiempos de la montaña fue en la ilusión de lograr alguna forma de inmanencia -de inseparación, dicen otros- en el terreno mismo de la historia. Sé que el capitalismo pretende eso, también por su ala izquierda. Pero eso hoy es para mí el terror, el «terror de la inmanencia» ha dicho Han. La inmanencia que supera opuestos, la fórmula mágica de un monismo que sea igual a un pluralismo, sólo se puede lograr en la existencia, no en la historia; en momentos de una vida que es intraducible a la estabilidade transparente de lo social y público. En esto consiste la inevitable trascendencia de cada vida: en que, finalmente, no se puede pedir reconocimiento, pues non hay testimonio estable y neutral para una singularidad que no puede tener un modelo externo. Curiosamente, al final, lo común, esas comunidades que las formas de vida generan, no se puede reflejar en lo social. Si esto es pesimismo, es un «pesimismo» provocador, agresivo, muy inclusivo y activo.
M. L.: Por último, ¿es la teoría social -también la filosofía- una suerte de escapismo, de evasión de las preguntas fundamentales de una vida?
I. C.: Así es normalmente, y en este punto la filosofía -y a veces el psicoanálisis- no son menos ilusorios que la ciencia. Tienes razón además en otra cosa clave: la tarea intelectual y vital, en aquella estancia montañesa y en todos los momentos cruciales, es conquistar un epicureísmo, una jovialidad que este a la altura de lo trágico que cada uno ha vivido. Después de que la crisis del ideal revolucionario, y la lectura de Nietzsche, empujara a un escepticismo algo peligroso, uno necesitaba volverse mundano otra vez, ser capaz de jugar y desdoblarse. Uno de los beneficios de la cabaña en Roxe de Sebes fue comprobar que no hay salida. Pero no debido a la tontería de que la globalización no permite lugares apartados, sin colonizar por Occidente, que es una ideología falsa que ignora mil pueblos y lugares que resisten. Sino porque no hay ningún lugar que libre a cada singularidad, sea individuo o nación, de la sombra -el prejuicio- que le acompaña y le da vida. ¿Es esto pesimismo? Pienso que no. Por el contrario, es el pesimismo vital el que lleva a creer en los dioses Sociedad, Información e Historia. No digo que tengamos que rechazar con las dos manos todo eso, pero sí evitar poner ahí una esperanza mesiánica.
M. L.: Una reflexión ad hoc, contra toda solemnidad. Le atribuimos un enorme valor o trascendencia a aquello que hacemos o decimos, o a aquello que otros hacen o dicen, cuando nuestras acciones o palabras son como aquella piedra lanzada al centro del estanque: genera unas pequeñas ondas que al rato se desvanecen. Y regresa la quietud del viejo orden natural, el equilibrio inestable de las cosas. Mientras tanto, desconociendo aposta esta verdad, nos pasamos el tiempo atemorizados por las ondas, soñándolas, presintiéndolas, acogotados por su amenaza irrisoria. Casi nunca pasa nada. O mejor dicho: lo que ocurre no suele estar en nuestras manos.
I. C.: Totalmente de acuerdo. Pero el hombre no tiene más que la grandeza de esa nada, esa «nada de la revelación» de la que hablaba Kafka. Es necesario reconciliarse con ese estupor, esa absurda contingencia, esa estupidez de partida. Para esto, sea uno Sócrates o Simone Weil, filósofo o peluquera, el camino del hombre es muy largo. Al final sólo queda haber hecho tu vida o no. Eso es todo. En tal aspecto, si te entiendo bien, estoy de acuerdo: no hay grandes batallas externas para nadie. Un gran hombre de Estado puede ser un perfecto pelele ante su propia sombra o la de su amante. Así como un perfecto don nadie puede tener una discreta vida grandiosa. Que casi nadie en el entorno se entere de esa fragilidad o de esa grandeza íntimas no cambia nada, y es por lo demás la ley de la historia. Bajo ella, algunos han conseguido reconciliarse con su frecuencia de onda, vivir cercanos a ese juego inconsciente. Mientras, otros se pasan la vida huyendo, a veces sembrando el suelo de cadáveres. Pero esta huida no es tan fácil de evitar. Paradójicamente, decían los existencialistas, en esa fragilidad mortal de la existencia –inútil, pues no tiene causas externas a ella misma- reside el único absoluto posible. Frente a este absoluto de la finitud, el estruendo de una época es lo relativo. No sé si hoy tenemos el coraje necesario para esta inversión, para poner en un segundo plano el espectáculo social y su popular cobertura.
* Preguntas del economista y sociólogo Marcos Lorenzo sobre Roxe de Sebes publicada, con otro título, en el libro Pontes co diaño («Puentes con el diablo», Santiago, 2015).