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AcordeónLa fuerza de la razón en Chile

La fuerza de la razón en Chile

 

Chile es un país muy complejo. De la misma forma que en el mundo exterior abunda la desinformación sobre Colombia, mi país de origen, ocurre lo mismo sobre Chile, donde resido. Conviene entender el movimiento estudiantil sin apasionamientos y, sobre todo, sin abusar de la emoción que provoca la palabra rebeldía. Menos aún como si fuera justificable una excusa para invitar a ella.

 

Tengo varias perspectivas para hablar de ese movimiento. Como residente en el país, desde hace ocho años he sido testigo de los cambios más importantes que se han producido en Chile a lo largo de ese periodo. Como estudiante de Ingeniería en Prevención de Riesgos en un Instituto Profesional. Y por último como una más de los que tienen que pagar para poder acceder a la educación superior, ya que formo parte de la fuerza laboral chilena puesto que he trabajado durante todo este tiempo. Adicionalmente, estudié un año en la Universidad de Buenos Aires (sin perder mi trabajo en Santiago), así es que conozco de primera mano eso que se llama educación pública gratuita. Todos estos factores no garantizan que por arte de magia sea la persona más autorizada para hablar del asunto. Como sabemos que economistas y expertos en ciencias políticas son en teoría los más adecuados para hacerlo con propiedad y argumentos sólidos, consulté a varios de ellos antes de dar por terminado este texto.

 

 

Qué piden los estudiantes

 

Lo primero es dejar claro qué es lo que piden los estudiantes en Chile. No voy a citar todas las peticiones aquí, pero sí quiero hacer hincapié en las exigencias de los estudiantes de secundaria y los universitarios que me parecen absolutamente necesarias y a las que el gobierno debería prestar la debida atención. Por ejemplo, un aumento del porcentaje del Producto Interior Bruto (PIB) para educación, que pasara del 3,1% actual al 7%, que es el ideal recomendado por la Unesco; mejora de la calidad de la alimentación que proporciona la JUNAEB (Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas); pasar a control estatal los colegios que dependen de los municipios; acabar con la PSU (Prueba de Selección Universitaria, equivalente al ICFES en Colombia y a la selectividad en España), reemplazándola por una selección diferenciada según carrera; y asegurar que los alumnos de los colegios técnicos tengan prácticas laborales justas, seguras, que representen una experiencia provechosa fiscalizada directamente tanto por el Ministerio de Educación como por la  Dirección del Trabajo para garantizar que el alumno recibe la enseñanza adecuada.

 

Estas demandas están muy fundamentadas. Además, en ellas subyacen los problemas medulares de la bajísima calidad de la educación básica y media (primaria y bachillerato para  colombianos y españoles) que reciben  actualmente en Chile. En el paquete de peticiones, sin embargo, hay puntos que se caen por su peso, como la de transporte gratuito las 24 horas del día los 365 días del año. Actualmente todos los estudiantes disfrutamos de una Tarjeta Nacional Estudiantil que nos permite pagar el pasaje en transporte público a 180 pesos chilenos: concedamos que eso es lo más justo, ya que un pasaje normal cuesta 560 pesos (equivalente a 1,20 dólares, o 0,87 euros). Si el Estado aceptara esa demanda, todos los estudiantes de Chile tendríamos acceso a transporte público gratuito.

 

Y es aquí donde se plantea el primer problema: ¿Papá Estado puede proporcionarnos todo eso así como así? ¿Cuánto tiempo se puede mamar de la teta de Hacienda? ¿Es que nunca se seca? Suena bien decir que los ricos paguen para que los pobres puedan acceder a mayores beneficios, de hecho en la fachada de la Universidad Técnica Federico Santa María hay un enorme cartel que insta a eso. La cuestión es qué consecuencias traería aumentar los impuestos a la clase alta chilena. Y aquí surge mi segundo dilema: ¿En qué medida piensan los estudiantes chilenos en las consecuencias de las soluciones que plantean y por las que estás luchando?

 

Las peticiones de la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile) destilan el mismo espíritu que las demandas de los alumnos de secundaria, pero, obviamente, están mucho más elaboradas. Los universitarios reclaman la gratuidad de la educación pública, aumento de la calidad, la democratización y regulación del sistema de educación superior, el fin del lucro, la eliminación de la PSU y perfeccionar el sistema de acceso a la educación superior, además de mejoras en la cobertura de becas y ayudas para los estudiantes y la modificación de la LGE (Ley General de Educación). Esta ley fue promulgada durante la presidencia de Michelle Bachelet, en el año 2009, después de una campaña intensiva llevada a cabo por los estudiantes de secundaria de todo el país y que se conoció en Chile con el nombre de Revolución Pingüina (a los estudiantes de enseñanza básica y media se les llama “pingüinos”).

 

La LGE vino a reemplazar la LOCE (Ley Orgánica Constitucional Educacional), que fue promulgada durante el gobierno militar de Augusto Pinochet, y básicamente regula con más fuerza que su predecesora los requisitos de reconocimiento de las instituciones educativos de enseñanza básica y media, e introduce cambios en el currículo académico. Fueron y son muchos los detractores de esta ley, y actualmente es uno de los puntos de discusión críticos del movimiento estudiantil.

 

A fin de que el Estado pueda financiar la educación pública, la Confederación de Estudiantes de Chile argumenta que el país cuenta con los recursos naturales suficientes para hacer frente a ese dispendio (en clara alusión al cobre) y proponen tres mecanismos: 1) modificar el royalty, es decir, el impuesto que cobra el Estado a aquellas empresas que explotan los recursos naturales del subsuelo (léase: cobre); 2) modificar los impuestos a la renta para los contribuyentes de primera categoría, es decir, reconsiderar el impuesto que le aplica el Estado a las utilidades percibidas por el sector empresarial (esto está claramente dirigido a las empresas más poderosas del país y a los grupos económicos más potentes, uno de los cuales está encabezado por el propio presidente Sebastián Piñera), y 3) modificar la ley de donaciones para las universidades. En resumen, los estudiantes chilenos piden una serie de reformas al actual sistema de educación y para lograrlo le proponen al Estado una redistribución de los ingresos, y esto obviamente solo se logra con una reforma tributaria profunda.

 

Antes de que me endilguen afectos que no cultivo, me gustaría aclarar que apoyo la causa medular de este movimiento. Considero que la educación es un derecho que debe ser garantizado constitucionalmente y que el Estado debe fiscalizar, que el acceso a la educación en todos sus niveles debe ser justo, y que si un Estado invierte mucho más en educación, asegura la gratuidad de la enseñanza básica y media, y regula la aplicación de filtros justos para el ingreso a la educación superior, recurre de esa forma a una de las palancas de igualdad más poderosas dentro de la sociedad, al mismo tiempo que, de paso, ese Estado sube muchos peldaños en la escalera del progreso. Creo que el gobierno de Piñera ha tenido un comportamiento errático y muy poco inteligente a la hora de hacer frente a este conflicto. Todos los que de alguna forma desconfiábamos de Piñera cuando era candidato, desconfiamos más ahora que es presidente, y sabíamos que esto a la larga sucedería.

 

Pero todo tiene un “pero”, dicen por ahí, y este movimiento no es la excepción. Así llegamos al punto más delicado: la politización del movimiento y el papel de Camila Vallejo, presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH), rostro visible del movimiento. Lo que sigue es mi posición personal, pero me siento preparada para aguantar las piedras que van a tirarme.

 

La figura de Camila Vallejo ha revolucionado los medios. Todos quieren escucharla y sobre todo verla. Camila se ha convertido en una heroína, y si mañana se presentase a un cargo de elección popular es muy probable que saliera elegida por mayoría aplastante. Puede que ella tenga un futuro político extraordinario. Camila es miembro de las Juventudes Comunistas (JJCC) y fue elegida presidenta de la FECH representando al colectivo de los Estudiantes de Izquierda de la Universidad de Chile. Pero con sus intervenciones, y su actuación en general, se ha politizado nocivamente un movimiento mostrándole a la sociedad que en él subyace una ideología política más que una reivindicación social. La educación debería estar más allá de toda ideología política, y no tiene por qué ser una lucha que emprende exclusivamente la izquierda, como Camila hace ver.

 

Habría que ser muy ciego –o bien cerrar los ojos ante el puño en alto de Camila en cada manifestación– para creer que ella tiene independencia política. Idealizarla y personalizar en ella este movimiento tan importante y necesario en Chile es el primer error que están cometiendo los más propensos a las emociones. Lamentablemente la personalización y la idealización son actitudes típicas de las sociedades latinoamericanas (ver al expresidente colombiano Álvaro Uribe, basta).

 

Camila es una mujer valiente, sin duda, que se ha enfrentado como portavoz de la Confederación de Estudiantes al estallido social que generó el movimiento, pero no está sola. Lo grave y triste es que se trata de la figura perfecta para que grupos políticos más antiguos que la CONFECH puedan servirse de su altavoz y presionar a través de ella.

 

No le resto ningún mérito a la lucha que ha emprendido Camila, pero ella misma lo dijo: “este es un movimiento político”. Mal. Muy mal. Si hay algo de lo que tiene que desmarcarse este movimiento es de la política. El jueves 9 de agosto sucedió lo que se conoce como el “jueves negro”, por la dura represión a una marcha que no tenía autorización para circular por la Alameda, la vía principal de Santiago. Un día después de esta protesta, Camila Vallejo presentó una querella contra el Estado por prohibir los derechos de reunión y libre expresión. En eso estoy totalmente de acuerdo: el gobierno no respetó un derecho constitucional, que además está garantizado por tratados internacionales que ha suscrito. Pero para presentar la demanda, Camila acudió con dirigentes del Partido Comunista (los mismos que van a su lado en cada marcha y protesta), con los familiares de los detenidos desaparecidos y con el presidente del Colegio de Profesores de Chile, Jaime Gajardo, un personaje vulgar y que tiende a la sobreactuación. Eso no es grave. Lo grave es que se trata de un oportunista que ahora respalda con fuerza la lucha estudiantil, pero fue elegido presidente del Colegio de Profesores en 2007 (cuando gobernaba Michelle Bachelet y el oficialismo estaba representado por la Concertación), sin hacer un solo llamamiento entonces a mejorar el sistema educativo, un sistema que no es de hoy, sino de hace treinta años. Un individuo que preside un colegio que representa a los profesores: los mismos que forman alumnos de unas mediocres enseñanzas básica y media, pero que ahora salen a gritar en las calles como si toda la vida hubiesen tenido esa  inquietud. No es posible que una líder independiente trabaje codo con codo con los actores sociales de la izquierda más rancia de Chile y luego se precie de ser independiente o, peor aún, de hacerle frente a la clase política de Chile por partida doble, llámese Alianza (derecha) o Concertación (izquierda).

 

Hay otro matiz que conviene destacar. Chile lleva treinta años arrastrando un sistema de educación superior que, efectivamente, es herencia de la dictadura de Pinochet. De esos treinta años, durante dos décadas gobernó la Concertación, que es la coalición de los partidos de centro e izquierda. Es casi imposible no resaltar que  a lo largo de esos veinte años los colectivos de izquierda, incluido el Partido Comunista, guardaron conveniente silencio, y la mayor revuelta estudiantil de ese periodo fue la protagonizada por los estudiantes de secundaria, la citada Revolución Pingüina, que brotó entre abril y junio de 2006 y terminó con la aprobación de la LGE  y la derogación de la LOCE (leyes de las que hablé anteriormente y que regulan la enseñanza básica y media). La Concertación hizo frente en su momento a esa movilización con tanta contundencia y tan mal como está haciendo el actual gobierno de derecha de Sebastián Piñera. Con esto quiero demostrar que la clase política chilena es tan oportunista y obtusa como la de muchos países latinoamericanos, con la gran diferencia de que administra con un poco más de éxito los recursos del país generando una estabilidad (macro)económica más o menos confortable.

 

Este contexto es el que la mayoría –embargada por la emoción de la rebeldía- se niega a ver, y el que esconde el síntoma de un problema más grave aún: los líderes estudiantiles como Camila Vallejo son susceptibles de convertirse en marionetas de intereses políticos superiores a la causa misma de la educación. Intereses políticos de la extrema izquierda que se frota las manos, feliz con toda la atención mediática que están recibiendo cada vez que Camila Vallejo asegura ser “marxista-leninista…” ¡en pleno siglo XXI!

 

 

 

Incitación a la rebeldía

 

La incitación a la rebeldía es apasionante mientras sentimos la adrenalina de la protesta, pero los jóvenes chilenos llevan treinta años encadenados entre pesados símbolos y resentimientos pasados que las generaciones de la dictadura les dejaron en herencia como si fuera su obligación cargar con esos muertos ajenos. Los muchachos creen, sinceramente, que humillar, agredir y convertir en una antorcha humana a un carabinero dignifica su movimiento, que su lucha es más genuina porque se legitima en una batalla campal, que no es grave el daño económico colectivo e individual que causan con sus revueltas. Pero eso sí: les aseguro que todos estos jóvenes no dudarían ni un segundo en ir corriendo a pedirle ayuda a ese mismo carabinero si se ven en peligro (los he visto, por eso lo digo), ya que Carabineros, una institución que conozco por dentro porque trabajo hace muchos años con ellos, es una de las más sólidas, prestigiosas y bien formadas de este país.

 

Esta proclividad a la manipulación política es lo que me hace pensar un poco antes de dejarme llevar por la euforia de la masa, enardecida con el movimiento estudiantil. Todos celebran y aplauden cada palabra de Camila Vallejo. Pero muchos no se daban cuenta hasta hace poco, por ejemplo, de que a su lado en la mesa de la Confederación de Estudiantes Chilenos se encontraba Giorgio Jackson, presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica. Giorgio estuvo mediáticamente a la sombra de Camila hasta que le llegó su turno para hablar ante la Comisión de Educación del Senado. Su discurso, espléndido, fue neutral en lo político y apeló a la médula misma del conflicto estudiantil: a la educación.

 

La siguiente arista de este movimiento está en el planteamiento del problema de la educación. Están absolutamente centrados en la educación superior. La palabra “lucro” se halla por completo prostituida porque nadie se ha detenido a revisar exactamente cuáles son los problemas reales de la educación. O para que me entiendan mejor, a los líderes estudiantiles les falta “calle”. Para empezar, la gratuidad no garantiza la calidad y, para garantizar la calidad los centros de estudios deben disponer de suficientes recursos económicos para ello. Pero, aunque los universitarios consiguieran la gratuidad de la educación superior, quedaría todavía por resolver el problema de la educación básica y media.

 

Basta analizar los indicadores de calidad de los colegios en Chile (el SIMCE), limitándonos a Santiago, por ejemplo. El SIMCE es una prueba que cumplimentan los escolares en distintas áreas del conocimiento a fin de que el Estado tenga información para analizar la calidad de educación que están dispensando los colegios municipalizados, privados-subvencionados (en España, concertados) y privados. Según el SIMCE, la educación básica y media es en general pésima. Pero los egresados de instituciones bajo control municipal dispensan una formación extremadamente precaria. Los colegios municipalizados, como su nombre indica, son colegios dependientes de los distintas ayuntamientos de la región. Son completamente  gratuitos para los alumnos, pero su nivel académico es paupérrimo cuando depende de una municipalidad pobre. Un colegio municipalizado de una comuna de estrato medio alto o alto (Las Condes, Vitacura, Providencia) puede llegar a ser excelente, mientras que un colegio municipalizado de una comuna de estrato medio bajo o bajo (San Ramón, La Pintana) es poco más que un foco de miseria.

 

La Confederación de Estudiantes Chilenos está reclamando la desmunicipalización de los colegios y su estatización, es decir, entregarle la responsabilidad al Ministerio de Educación, ese mismo ministerio en el que ellos no confían y al que han denostado por su mala gestión de la educación superior. ¿El ministerio es bueno para la gestión de educación básica y media, pero para la universidad no sirve? Las ideas de este párrafo cuenta con el aval y la colaboración de Pedro Díaz, experto en ciencias políticas y profesor de la Universidad San Sebastián.

 

A todo ello hay que agregar que la confederación no ha hecho suficiente hincapié en el cambio de la calidad de las mallas académicas o planes de estudios, ni tampoco ha esgrimido propuestas concretas sobre cómo mejorar la calidad de la educación básica y media. Los estudiantes de secundaria exigen clases de código laboral, medio ambiente, de conciencia social (¿ahí se ve cómo subyace la ideología?), pero no se dan cuenta de que son lanzados al mundo universitario sin saber redactar bien tres líneas, y con problemas hasta para sumar y multiplicar. ¿Qué cómo lo sé? En el primer mes en mi curso desertaron unas quince personas después de hacer frente a la primera clase de física general. Provenían en su mayoría de colegios municipalizados y les invadió el terror el día en que el profesor dibujó un diagrama cartesiano en la pizarra.

 

Hay un problema grave entre la silla y la mesa del pupitre que los estudiantes están ignorando olímpicamente por andar preocupados más por  la gratuidad que por la calidad. ¿Quién va a financiar la educación pública gratuita? Hablar de royalty, de redistribución de los ingresos y de reforma tributaria es fácil, pero no se puede llevar a la práctica como si Chile fuera un almacén con un libro registro donde se suma en el haber y se resta en el debe y la diferencia es el saldo. Así no funciona la economía chilena, y creo que la de ningún país. La batería de soluciones que presentan los estudiantes demuestra lo entusiasmados que están, pero lo perdidos que andan.

 

Si entiendo bien lo que los estudiantes piden, es necio y peligroso hacer al Estado garante único y total de la educación. Porque existen sectores de la sociedad que pueden perfectamente pagar por sus estudios. Más que la gratuidad, lo que se tiene que replantear es cómo se accede a la educación superior. La PSU, estamos de acuerdo, no es un filtro adecuado. Lo ideal para Chile es hacer algo absolutamente diferenciado, es decir, que todos tengan igualdad de acceso a los exámenes previos para ingresar a cada carrera, exámenes que, obviamente, deberán estar en sintonía con la carrera que se quiera cursar. De la misma forma, el arancel inicial y anual deberían calcularse sobre la base de los ingresos de las personas que se postulan. Un estudiante de talento, con una capacidad indiscutible para, por ejemplo, la medicina, con buenas calificaciones escolares y un alto nivel de educación básica y media reúne todos los requisitos para acceder a la Facultad de Medicina de cualquier institución pública. Y si fuera el caso que no tiene recursos para pagar sus estudios, el Estado podría apoyarlo de muchas formas. Los sectores vulnerables deben ser los más favorecidos, pero los que pueden pagar, que paguen. Argentina es un claro ejemplo de que la educación absolutamente gratuita es un peligro. Para poder disfrutar de una silla con mesa en la Facultad de Filosofía y Letras tenía que llegar al menos una hora antes a clase, porque ese era un lujo que escaseaba. Cuando llegué a Buenos Aires, en enero de 2008, mis profesores llevaban seis meses trabajando ad honorem.

 

El otro grave error que están cometiendo los dirigentes es la estigmatización que hacen de los Centros de Formación Técnica (CFT) y de los Institutos Profesionales (IP), que forman principalmente mano de obra técnica con conocimientos básicos para trabajar en todas las áreas productivas del país. El lucro no es el gran problema de la educación en manos privadas. El problema es que la fiscalización no ha sido la más adecuada. La idea es que cualquier plusvalía que perciba un estamento x vaya en función del mismo establecimiento, bien sea para becas, infraestructura, etcétera. A los líderes estudiantiles se les olvida que han sido los CFT y los IP los que han llegado a suplir la necesidad de mano de obra técnica bien preparada para afrontar el trabajo en las áreas productivas industrial o agrícola, las dos más desarrolladas de Chile y a un precio accesible. Los CFT e IP han generado programas de estudios vespertinos, flexibles, que les permiten trabajar a los jóvenes que por muchas becas y ayudas que reciban no pueden dedicarse solamente a estudiar, y que los preparan para aspirar a mejores sueldos con qué ayudar a sus familias. ¿Quién les dijo que un CFT o un IP no pueden ser buenos educadores? Mis profesores son todos profesionales de instituciones tradicionales (se llaman instituciones tradicionales a las universidades agrupadas bajo el Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas, CRUCH). Así es que si sigo la lógica de Perogrullo que exhiben los dirigentes estudiantiles, estoy siendo formada por los mejores profesionales de Chile, pero como estoy en un IP entonces me están robando el dinero, se están lucrando conmigo y me están dando una educación deficiente. Pero es evidente que no es así. Si hay una buena fiscalización, si hay un fuerte control sobre cómo administran sus ingresos, los CFT y los IP no tienen por qué ser estigmatizados y relegados.

 

Finalmente, la Confederación de Estudiantes Chilenos, a través de sus portavoces dice que, de no llegar a un acuerdo con el gobierno, lucharán para que se convoque un plebiscito. En otras palabras, democracia directa. Pero a la mayoría se le olvidan dos cosas: que Sebastián Piñera fue elegido con el 51% que se requiere para ganar elecciones en Chile en la segunda vuelta. Un año y medio después todo el mundo parece descontento. Y la oposición, feliz, dicho sea de paso. Por otra parte, como me recuerda Pedro Díaz, si hablan de un referéndum que subsane la imposibilidad de reformar la constitución, no se dan cuenta de se requiere la misma mayoría cualificada de 2/3 de votos de los parlamentarios que se necesita para hacer una reforma.

 

Son muchos los que se dejan deslumbrar con los  fuegos artificiales de estos jóvenes en lucha. Son admirables, sin duda, pero la educación, como cualquier otra cuestión transversal en la sociedad debe plantearse sobre la base de un debate racional e informado. Porque lamentablemente la protesta se les está yendo de las manos y no tiene nada que ver con la resistencia. Todos terminan distraídos por los fuegos fatuos de la manifestación, la turbamulta y la pelea y ese gallito, ese pulso entre gobierno y actores sociales es solo eso, un pulso que no resuelve nada. Sí, yo también me emociono cuando ciento cincuenta mil personas salen con pancartas y protestan de forma creativa. También me emociono cuando escucho ese concierto de cacerolas de un pueblo que reclama lo que por derecho le pertenece. Pero después del entusiasmo me queda todo lo que he dicho en este artículo, los análisis y el debate que me he tomado la molestia de investigar. Yo quisiera compartir el entusiasmo de otros e invitarles a lanzarnos siempre la fiesta, y a luchar como este pueblo que no se arredra ante los gases lacrimógenos. Pero sería cínico por mi parte. Porque yo estoy también del otro lado, y el día en que sufrí por primera vez los efectos de una bomba lacrimógena, después de que casi me descalabrase la piedra de un manifestante, entendí que con la violencia las únicas que salen heridas, lastimadas, a veces mutiladas, a veces inválidas de por vida, son las ideas.

 

 

Laura García es una periodista colombiana que lleva muchos años viviendo en Chile. Escribe un blog para el diario chileno La Tercera, es corresponsal para América Latina de la revista OtroLunes.com (España, Alemania), colabora regularmente con la edición impresa de El Espectador, el semanario mexicano La Jornada Semanal y otras publicaciones. Una versión ligeramente distinta de este artículo se publicó en HojaBlanca www.hojablanca.net. El título hace referencia, de forma sesgada, al lema que figura en el escudo de Chile, “POR LA RAZÓN O LA FUERZA”

 

 


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