De tanto en tanto, ante la pantalla del ordenador, en el trance de escribir la crítica de alguna función, uno sopesa con una mano la calavera invisible de su Yorick particular, seguramente idéntica a la que se levanta asombrada sobre los propios hombros, y se interroga sobre el ser y el no ser de lo que está haciendo. ¿Le interesará a alguien los juicios que voy pespunteando? ¿Cumplirán algún cometido más allá de justificar el oficio y ser la cortada para recibir el módico estipendio que reportan? ¿Serán justos o me equivoco en la apreciación de lo que estoy valorando? ¿A la hora de elegir el espectáculo teatral que va a ver, se guiará algún posible espectador por las líneas que estoy escribiendo? ¿Tendrá la crítica algún alcance más allá de ese círculo reducido de lo que se denomina la profesión?
Náufrago en este mar de dudas e inquietudes, amarrado al mástil flotante de algunas pocas convicciones, uno ha llegado a la conclusión de que el ejercicio de la crítica, teatral o de cualquier otra materia, es sobre todo un ejercicio de respeto y humildad. Respeto por quienes han decidido presentar al público el producto de su trabajo, compartir, en suma, una parte de sí; y humildad por ser consciente de los propios límites e incluso como medida elemental de precaución por la cantidad de juicios categóricos que reposan en el cementerio de los despropósitos. Los ejemplos son inagotables. Y a uno no le gustaría ser incluido en un catálogo semejante al elaborado por Constantino Bértolo en 1990; lo tituló El ojo crítico (Ediciones B) y en él agavillaba meteduras de pata monumentales. Veamos algunos ejemplos. Cuando se publicó Ana Karenina allá por 1877, un artículo aparecido en el “Odessa Courier” definía la novela de Tolstoi como “basura sentimental”, y en 1754, un tal Joseph Warton escribía en “The Adventurer” que en El rey Lear de Shakespeare “se encuentran importantes imperfecciones”.
Tampoco quiere decir esto que por miedo a pasarse haya que resignarse a no llegar, como sabe bien cualquier jugador medianamente experto en nuestras domésticas siete y media o el más internacional bacarrá. Así que, enseguida, agazapadas en la próxima vuelta del camino, nos asaltan otras dudas, lo que nos viene a subrayar que no es precisamente la crítica una actividad indudable: ¿Cómo encontrar la justa medida? ¿Habrá que ensayar un improbable y aséptico intento de objetividad? Baudelaire lo dejó claro en su introducción al Salón de 1846: “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada y política”. En febrero de 2001, el entonces crítico de “El País” Ignacio Echevarría seguía en ese diario la senda bodeleriana sentenciando que, para cumplir el servicio que se espera de ella, “a la crítica –que no tiene por qué aspirar, como el periodismo, a la objetividad, y que juega además en inferioridad de condiciones– le suele resultar imprescindible un cierto grado de contundencia”. Probablemente, esa contundencia –razonada, desde luego– fue la que le acabó sentenciando a él, fulminado al parecer por una crítica que no fue del agrado de la dirección del citado periódico, que se publicaba en aquellas fechas con el remoquete impreso bajo su cabecera de “diario independiente de la mañana”.
Miguel García-Posada ha escrito al respecto de los berenjenales críticos, que “la función primordial de la crítica que se hace en los periódicos debe ser la de orientar al lector [sustitúyase cuando proceda ese sustantivo por el de espectador]. Orientarlo según criterios que no pueden ser estrictamente subjetivos ni arbitrarios. Orientar significa valorar con la mayor precisión que sea posible pensado siempre en ese lector [espectador] bombardeado por un cúmulo de información y que para el crítico genuino ha de ser la única referencia válida. Los demás elementos en juego son necesariamente secundarios”.
El público es el destinatario, vale, pero eso no significa que haya que considerarlo un dios de designios y criterios infalibles. Voy a citar otra opinión: “La sentencia con que hoy en el teatro se aprueba o rechaza una obra, no es más que la suma de opiniones individuales que fallan por impresión, acaso influidas por prejuicios y preocupaciones ajenas al arte, contrarias a la razón y funestas a la verdad; por eso el respeto exagerado al público es una especie de adulación”. Estas líneas tan llenas de sensatez las escribió Jacinto Octavio Picón en el primer número de “ABC”, que se publicó el 1 de enero de 1903. En fin, que la del crítico es, a mi juicio, una opinión más, autorizada o singularizada por el hecho de disponer de una tribuna pública donde expresarla y por la experiencia acumulada en el ejercicio de esa opinión. Claro que un dicho norteamericano asegura que las opiniones son como el culo: todo el mundo tiene uno, lo que se evidencia en el océano sin márgenes que son Internet y las redes sociales.
¿Y dónde queda la opinión de los artistas, esos seres prometeicos que esconden el fuego de la creación bajo la boina y a los que el gran Tadeusz Kantor, en el título de un espectáculo memorable, les deseaba que reventasen? Ramón Gaya pensaba que “el crítico es una persona que entiende de una cosa que no comprende”. ¿Serán entonces los artistas personas ocupadas en cosas que comprenden pero no entienden? Ese maestro del pesimismo sulfúrico que fue Emil Cioran aseguraba que la crítica «mata lo que analiza. Seguramente el crítico se alimenta, pero con cadáveres», y afirmaba también que “todo lo que es demasiado consciente es funesto para el acto, para cualquier acto. No se puede hacer el amor con un tratado de erotismo al lado”. Lo recordaba en ABC (4 de junio de 2000) Adolfo Marsillach en su artículo «La maldición de ser crítico», en el que, siguiendo la teoría erótico-sexual del fascinante rumano, subrayaba que el problema de los críticos “se parece muchísimo al del impotente que espera su turno en un burdel no para satisfacerse con la pupila sino porque debe escribir un libro sobre la insatisfacción. No existe la menor posibilidad de alcanzar un orgasmo al mismo tiempo que se medita sobre él”. Prometo meditar sobre ello (que no es lo mismo que decir “meditar sobre ella”, pues ya aseguraba Marsillach que eso es imposible).
Disintiendo cordialmente sobre bastante de lo que se dice en él, pues creo que la crítica forma parte, tangencialmente si se quiere, del hecho teatral, me gusta mucho citar cuando viene al caso este artículo del inteligente hombre de teatro que fue don Adolfo, uno de los ingenios más ácidos, agudos, divertidos y certeros de la España del último siglo. Mencionaba también Marsillach en el texto los sufrimientos de sus amigos críticos “por la tortura que supone ver un drama sin verlo, procurando siempre que la emoción no alivie la severidad del juicio. Los críticos rechazan el placer en nombre de la verdad, sin darse cuenta de que lo cierto es más falso que lo gozoso”, una actitud según él equivocada en virtud de la “idea judeo-cristiana de que están obligados a sufrir porque para eso cobran”.
Por la alusión judaica, me permito tomar prestada del gran Shakespeare la voz de Shylock para reivindicar mi derecho al placer teatral: «Soy un crítico. ¿Es que un crítico no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? […] Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?…». Pues claro. Como ya he escrito alguna vez, yo confieso haber llorado sin pudor por la intensidad de algunas representaciones, haberme sobrecogido o divertido por las virtudes de otras… y también aburrido o fastidiado por lo inane o lo malo de algunas. Como cualquier mortal. Y después he escrito sobre ello, eliminando el sarcasmo ventajista de mi caja de herramientas y , como he dicho antes, procurando siempre respetar a quien tiene el valor de subirse a un escenario. Por convicción propia y por si las moscas, no me fuera a pasar lo que a cierto profesional que, como recogió Fernando Fernán Gómez en su delicioso ¡Aquí sale hasta el apuntador!, fue “apalizado” por la madre de una vedette a quien en una reseña había calificado de «fregona».