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Mientras tantoLa gata Cristina y Checoslovaquia

La gata Cristina y Checoslovaquia


 

 

Antes de que las Torres Gemelas fueran derribadas, la gata Cristina solía pasar las tardes en nuestra casa. Fue una idea de Luigi, el superintendente de The Ascott, nuestra casa en la esquina entre la 28 y Park (Avenue South, la parte menos rutilante de Park Avenue. No la más pobre: esa corría por Harlem). Las hijas de Luigi habían bautizado a las dos gatas que vivían en el sótano dedicadas a mantener a raya a las ratas y ratones de Manhattan: Cristina (por Cristina Aguilera, la más joven y enclenque) y Britney (por Britney Spears (la mayor, e implacable. Se quedaba casi siempre con la ración de su hermana).

 

La niña se encariñó enseguida con ella. Nosotros también. Era un pequeño drama diario tener que desprenderse de la Feles (como muy pronto empezamos a llamarla) para que pasara la noche con su familia. Para distraer a la pequeña de la angustia que se extendió por Nueva York después de que el World Trade Center fuera borrado del mapa le propusimos a Luigi que Cristina se convirtiera en inquilina del 20-A. Adoptarla fue solo cuestión de tiempo. Nada como el calor animal para conjurar la incertidumbre que se apoderó de Estados Unidos y de su metrópoli menos americana tras los atentados. Como si el lomo de gata romana, gris, musgo, plata y castaño, fuera una toma de tierra. A pesar de lo esquiva que era, y sigue siendo, las caricias –cuando se dejaba- eran precioso consuelo.

 

Cuando cuatro años más tarde decidimos regresar a España nos escandalizaba tener que explicar una y otra vez que la gata se venía con nosotros. ¿Cabía imaginar otra cosa? Había renegado de su hermana. Se había convertido en parte de nuestra familia. Los lazos de afecto que se traban con los animales no se pueden explicar a quienes no hablan su idioma. Había engordado y lucía un pelo sedoso y fuerte, se enzarzaba en tan súbitos como inexplicables zafarranchos con su rabo, y se comportaba igual que si hubiera leído todas las viñetas de Garfield.

 

Se adaptó enseguida a la vida de Madrid, con la diferencia de presión atmosférica y ritmo cotidiano que separa un piso vigésimo de un tercero, Manhattan del Retiro, el imperio de una provincia. Se enemistó con las palomas, siguió escaldándose junto a los radiadores en invierno y escondiéndose de vez en cuando tras la colección de vinilos o en los armarios cuando no estaba para nadie. Fiel a su propio carácter, sigue sin hacer concesiones. Se deja acariciar cuando ella quiere, y saca las uñas y bufa cuando se la importuna en sus meditaciones insondables, en sus interminables siestas a todas horas. Lo único que caza, y por pura diversión, sin el menor énfasis y puede que alguna dosis de crueldad inextricable, son moscas.

 

Era domingo. Acababa de amanecer. Me levanté antes que nadie con la intención de salir a dar un paseo. No encendí la luz del pasillo para no despertar al resto de la casa. Pero la leve claridad me hizo reconocer un bulto justo delante de la puerta del piso. Cuando no queremos olvidarnos de un encargo, allí solemos dejar el paquete. Para que no quede más remedio que verlo, o pisarlo. Me agaché y me quedé perplejo. Era Czechoslovakia, la primera edición de la Nagel’s Encyclopedia-Guide, publicada en Ginebra en el año 1975, con sobrecubierta magenta y un estuche protector de cartón gris, del que no lo había extraído Cristina. Comprado en Madrid el 16 de agosto de 1983, las palabras “Franz y Praga” estaban manuscritas, entre otras, con tinta violeta en una de las primeras páginas. Lo compré poco después de que me concedieran un premio por poemario escrito en Tánger. Para que me acompañara en mi viaje a la capital checa en busca de Kafka. Era la primera vez que la gata hacía una cosa así. ¿Qué quería decir?

 

 

La Torre

 

 

El capítulo 26 se titula ‘Nubes en abril’, y empieza con la frase “¿Crees en la verdad?”. Un grupo de jóvenes estudiantes de Dresde, en las postrimerías de la República Democrática Alemana, hablan “tumbados en la hierba de una ladera a orillas del Kaltwasser, Christian observaba las letras cambiantes que dibujaban las corrientes y el viento sobre el verde manzana del pantano. En la otra orilla traqueteaba el tren de los Montes Metálicos, pequeño como un juguete de Märklin, envolviendo en vapor las píceas del trayecto”, escribe Uwe Tellkamp, el autor de la novela La Torre , publicada en España en octubre del año pasado por Anagrama, traducida por Carmen Gauger.

 

¡Qué vida tan diferente la tuya y la mía, Christian Hoffmann! En Dresde corre el mes de abril de 1983. Todavía faltan seis años para que, con la caída del Muro de Berlín, se derrumbe el régimen comunista y todo el sistema fraguado a la sombra y bajo el puño de hierro de Moscú. Christian –que quiere ser médico como su padre- y sus amigos hablan de la verdad, y de los tres años que los muchachos de la Alemania del Este debían servir en el Ejército Nacional Popular: “Matar a seres humanos… En la mili te puede tocar eso… Parece que en la frontera los soldados del NVA siguen en estado de alerta máximo, y si te toca ir allí… Hoy te llaman a filas y mañana entras en Polonia fusil en mano… O en Angola. Mi padre dice que allí están los soldados de Castro, y los rusos también… Yo eso no lo hago”. Quien así se expresa es Falk, otro miembro del grupo.

 

Los padres de Christian, y su tío Meno, no comparten el entusiasmo (verdadero o fingido) de colegas, amigos y compañeros por el sistema basado en la delación, en una red de vigilantes que acabó nutriendo hasta la extenuación uno de los archivos más kafkianos de la historia humana. Christian ha de ocultar sus verdaderos sentimientos en la entrevista con el tutor encargado de que firme su incorporación a filas. La omnipresente Stasi había conseguido instilar en cada alemán oriental el miedo a ser delatado o a ser considerado un “traidor a los ideales socialistas” si no denunciaba, con su espíritu siempre alerta, a la todo aquel que mostrara la más mínima flaqueza ante los señuelos del imperialismo que quería quebrar el “primer Estado socialista en suelo alemán”. Del que por cierto huía, jugándose la vida, todo el que podía. ¿Habría que cambiar de pueblo cuando –como llegó a ironizar Bertolt Brecht- los obreros eran incapaces de reconocer las bondades de un régimen que pensaba por ellos y que ocultaba con propaganda ysu incapacidad para proporcionarles una vida decente, digna de ser vivida, siempre en marcha hacia una futura sociedad comunista? 

 

En 1983, el mismo año en que Christian Hoffmann y sus compañeros se incorporarían al Ejército Nacional Popular de la RDA, visité por primera vez un país del telón de acero. Me impresionaron la herrumbre y la melancolía de los checos, y con qué insistencia negaban que Franz Kafka fuera “uno de los suyos”. A fin de cuentas, escribía en alemán. Y hablaba yiddish con sus amigos actores de Praga. Y escribía libros que podían interpretarse –como más tarde se interpretaron, entre otros por Hannah Arendt- como radiografías de un totalitarismo que acaba haciendo creer a todo ciudadano que es culpable mientras no demuestre fehacientemente lo contrario. Apenas había rastros de Kafka en aquella Praga sombría de 1983, salvo un busto en el chaflán de su casa natal. Recuerdo que tuve que saltar la tapia del cementerio alemán (era domingo, y no me quedan días) para poder abrazarme al monolito sobre la tumba que Franz compartía con sus padres, colocar una piedra sobre la lápida -a la manera judía- y leer en voz alta unos fragmentos de su diario. ¿Qué querías decirme, Cristina?

 

 

(Los libros de viajes de Europa del Este estaban en la estantería a ras de suelo. Chescoslovaquia se desintegró pacíficamente en dos Estados –República Checa y República Eslovaca- en 1993).

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