Quizás Medardo Rosso (Turín, 1858-Milán, 1928) sea el Proust de la escultura. Con él, desde él, parece como si el arte quisiese entrar en una dimensión pura. El creador se convierte ahora en alguien comprometido con unas esencias, una especie de perseguidor de esa línea superior y platónica que el mundo moderno gusta cada vez más de andar ocultando. Pero es que Medardo Rosso nunca fue de este mundo. No pretende construir una realidad, ni una ideología, ni siquiera, al contrario que Rodin (ese amigo/enemigo coetáneo), persigue encarar la realidad desnuda en aras de mostrar una idea general.
No hay interés en él, no existe el compromiso. La realidad es una apariencia exterior, una carcasa que, como una cebolla, posiblemente no esconda otra cosa que el vacío. ¿Qué es entonces Medardo Rosso? Es todo lo que no pertenece totalmente a este mundo: es la emoción, es el instante, el tiempo fugitivo. Rosso se prueba en ese momento mágico, recrea el funcionamiento de una experiencia tan plena como fortuita por el hecho de traducirla plásticamente en su propia esencia casi inmaterial. Pensemos por un momento, de nuevo, en Rodin: su punto de llegada, esa estabilidad de un movimiento interior, es justamente el punto de salida de Rosso: aquí no hay ya movimiento congelado, monumento en bronce, grandilocuencia, sino materia cogida al vuelo, humo, material de sueño, cera.
La cera que, como Rosso, muestra silenciosamente su soberanía, su profundidad cálida y secreta, su misterio y su promesa ausente. Medardo Rosso fue un ser extraño, plenamente consciente desde muy pronto de sus medios expresivos, heterodoxos, impuros para un tiempo que se complacía en la solemnidad del mármol, perfectamente dueño de unas finalidades que chocaban sin embargo con la realidad del fenómeno.
La indiferencia ante este mundo, sus objetos y su tiempo sólo podía ser salvaguardada por una calidez especial, particular; por la sugestión que el instante de cada mirada introduce sobre un material huidizo, inaudito, pasajero.
Medardo Rosso, como el paseante de Baudelaire, cantaba una vida que no reposaba en ninguna estabilidad determinada. La belleza era para él fugitiva como una mujer que corre en la lluvia cobijada bajo su paraguas, como una madre y su hijo adormecidos, como un chanteur sans engagement.
Esta carencia de compromiso con lo social, tal huida de lo común se traduce, asimismo, en una existencia, la del propio Rosso, singularmente esquiva, carente de acontecimientos biográficos determinantes. Fue, sí, un artista pronto reconocido y admirado (es famosa la petición que Rodin, otra vez, le hace de intercambiar una pieza), son conocidas sus protestas contra el sistema académico de su tiempo. Sus partidarios (Degas, Émile Zola, Rouart…), sus, previsibles, detractores. Expone pronto en Milán, en Roma, en París. Allí vive entre 1884 y 1886. Se alía con los independientes, más por contexto que por una verdadera afinidad estética. Y, finalmente, se enfrenta con su falso alter ego: Rodin. ¿La causa? Dirimir quién de ambos reflejaba mejor la visión impresionista en la escultura. Como si los temperamentos y las obras de estos dos hombres pudiesen en algo ser asimilables.
Nada, sin embargo, más lejos de la verdad. La obra de Rosso sucede como algo íntimo y oscuro, aislado: único. No tiende a lo universal, no busca la complacencia del gremio ni la expresión trascendente. Sus piezas gustan de la ausencia, son fenómenos silenciosos que tienden a la concentración ensimismada antes de desaparecer en la lejanía de un imposible.
Evocación, pues, desde lo oscuro y hacia lo oscuro en medio de una iluminación repentina y leve es su destino apenas entrevisto. No es con el monumento con el que esta producción ha de compararse, como a Proust no se le puede juzgar desde postulados épicos. Su razón pende del leve destello de una emoción tan recóndita como pasajera, ligada a una coloración puramente mental desnudada de lo anecdótico; suspendida en una construcción un tanto azarosa desposeída de lo grave y lo real. Su filiación se encuentra en la búsqueda de esos efectos de lo extraño fugitivo en que se enredaron las fantasmagorías de un Rembrandt, del propio Degas, las pieles de Renoir, la fruta esencial y fortuita de Cézanne, la pintura tan leve como intensa de la palabra desasistida de un Mallarmé.
“Todo pensamiento es un infinito, todo ver: una unidad” (Medardo Rosso). Convengamos que el pensamiento se abre a la luz, se hace imagen, extensión estable, a través de la visión. La forma es pues la epifanía de un indefinido que, desvelado, materializado, se ha de proyectar de nuevo como desmaterialización, pensamiento, en la visión del receptor.
Aquello que quede de este contacto ha de ser lo memorable, una presencia mental, inmaterial e íntima, pero a la vez algo muy difícil de determinar como presente. Las piezas de Rosso nos colocan en esta dinámica espectral, huidiza; no sabremos nunca si nos sumergen en la noche de nuestro pasado o nos proyectan hacia el futuro. Sólo intuiremos que jamás serán materia sólida: la obra es el humo o el gesto del pensamiento que queda en pie en esa atmósfera incipiente o ruinosa, lo que a la postre viene a ser equivalente. Como objetos proustianos, apuntan más a la conciencia (y por ella se hacen duración interiorizada: memoria) que al fenómeno. Para poseer el íntimo significado de una obra, afirmó el artista, deberíamos confiarnos completamente a la impresión visual y a todos los ecos sensibles que la obra despierta en nuestra memoria y nuestra conciencia, y no al toque de nuestros dedos. Estética de la experiencia psico-óptica en lugar de la estable opacidad de los objetos: “La estatua no existe. Nada es estatua” (Rosso).
¿Cómo transmitir, cómo hacer obra con estos planteamientos inevitablemente antiescultóricos? Pues Rosso piensa que cuando las cosas se hacen sólidas traicionan su verdad, que es ser movimiento incesante en el espacio. Cuanto menos materia, menor objetividad, mayor proyección de pensamiento, tal es lo único que interesa. Hay en el artista italiano un impulso de condenación de la materia muy cercano al del gnosticismo, por ejemplo. En esta perspectiva, la forma de trascender el mal del mundo corresponde sólo al conocimiento.
Por ello, el arte para Rosso no es tanto creación efectiva como proposición de inteligibilidad de un todo en continua transformación. Lo real sólo puede ser salvado por un trabajo denodado del espíritu: naturaleza, pues, reducida a proyecto, res extensa sublimada en extensión mental. Mundo in fabula. Pero también locura de luz, que es el motor de lo pensado. “Somos casos de luz”, señaló. La materia no existe o, cuando menos, no debería existir: “hacer algo implica haber hecho olvidar la materia”.
Ahora no puede extrañar que la cera sea, sin duda, la marca de la casa de Medardo Rosso. El material que le permite habitar en el territorio proteico del olvido de las estabilidades y fronteras del mundo. Sólo ella podía transmitir, es claro, cada emoción particular, la sugestión que el instante de cada mirada introduce sobre este material poroso y mutable. Cera lumínica, perecedera como el flujo desde y hacia la ausencia que trazan los pensamientos de lo inaudito del infinito. Porque la vida, como la cera deja fácilmente entrever, se constituye por intensidades y no por estabilidades. Nada podrá revelarse nunca justamente, nos dirá el artista, si no se interpreta con tonalidades que han de desfundamentar lo objetivo, lo materialmente constituido.
Esta misma función es la que ejerce el procedimiento fotográfico que Rosso realiza sobre sus piezas. Modo supremo de superar la abstracta objetividad de la estatua.
Rosso concibe la fotografía como una forma de intensificar la búsqueda de tonalidades, nuevas indagaciones que abran la perspectiva. La fotografía permite la irrupción soberana del soberbio juego de la luz. El escultor, interviniendo sobre las placas fotográficas, con raspaduras, con veladuras, enmascaramientos y otros efectos, o recortando irregularmente los positivos, trata de hacer más explícitas las características transformantes en que la obra llega a hacerse emoción, pensamiento sintiente por encima de su forma y materia.
Locura de luz: “¡No existimos! Sólo somos juegos de luz en el espacio” (Rosso). Se avizora una suerte de trastorno nietzscheano, acaso por excesiva lucidez. La luz es en Rosso como espada vengadora de la conciencia sobre el mundo. Por un lado permite abrir la opacidad de las cosas al ojo interior que faculta la visión y lo, en última instancia, decisivo: el desarrollo del pensamiento. Pero a la vez desrealiza aniquilando lo prescindible para la posterior intervención del espíritu: “Si la luz fuera cuatro veces más fuerte, se comería todo, excepto una o dos variantes. Esta dominante, este pensamiento, lo que sobrevive, es lo que hay que esculpir”.
Y aquí es donde surge el peligro: el trastorno del artista, víctima del insuperable desbordamiento proyectivo y trágico de una conciencia que se sumerge beatíficamente en el imaginario, que se hunde en las arenas movedizas de la imagen, allí donde los espejos y reflejos de luz juegan abrasando lo presente, incluso la conciencia misma.
El trabajo escultórico de Rosso, como muy bien ha visto Luciano Fabro, nos llega como desde antes del hombre. El material busca insistentemente hacerse tierra, tierra en un sentido cercano al que le concede Heidegger, que supone al cabo un desterrarse de su tiempo para tratar de volver al lugar del origen. Tal vez por ello la figura humana está siendo literalmente atraída por las fuerzas telúricas que la restituyen al fundamento primigenio del que intentaba emerger, convirtiéndola en signo siempre eternamente incipiente de la forma. La escultura de Rosso es la proyección en libertad de la luz de esta tierra a costa de la materia, humana y objetual. Rosso: “Estoy contento cuando me siento nada, un cero, menos que un guijarro frente al mar”. Alivio quizás no tan inexplicable: redención por el anonimato, el triunfo de la soledad y la suerte del exilio.
Hay en Rosso, como en su contemporáneo Nietzsche, la ubicación de su propia imagen y obra como referencia apocalíptica: final y culminación superadora de una tradición cultural esclerotizada por el excesivo dominio de la razón en contra de la verdad de la vida. Estética competitiva y vitalista donde la transvaloración de los fundamentos artísticos y culturales vendrá dada por la capacidad regenerativa que las obras y la personalidad “heroica” de ambos conseguirán inocular en su lucha con el sistema heredado. De tal modo que, igual que Nietzsche-Zaratustra sabe que tiene que enfrentarse con la tradición textual recibida de la Biblia de Lutero y de la personalidad ejemplar de Sócrates, Rosso asume activamente su ineludible comparación con el concepto de verdad que transmiten las obras clásicas y del Renacimiento, y singularmente con la figura ideal de Miguel Ángel.
Genealogía ético-estética: Incipit tragedia. Es en este momento cuando surge el plano moral en la obra del escultor. La misma visión “desamparada” de todo fundamento estable que se expande en una temática de la humanidad común, de gente humilde y marginal, también de la edad dorada de la infancia, de la mujer, del perseguido y el judío: Ecce puer. Todo ello en tanto que búsqueda irrenunciable y obsesiva de la inocencia. Será la tentativa de regenerar el pecado de las formas restituyéndolas a su momento auténtico, a lo en sí antes de la reflexión, del concepto o la razón formante. Objetividad emocional antes que consciente. No “naturaleza muerta”, sino dictada por la trepidación de nuestro estado de ánimo.
Como entenderá Boccioni, en su escultura ya no puede haber héroes ni símbolos, “sino el plano de una frente de mujer o de niño que apunta a una liberación hacia el espacio”. Liberación contra cualquier límite: impetu anárquico que debe negar todo principio como necesaria limitación. Que ha de luchar contra las cosas entendidas como productos y no como gestos de conformación transitoria de la evanescencia lumínica del mundo: “marca-límites-patria limitada para aquel, creo, poco recomendable producto recuerdo-Mundial luto” (Rosso).
No se pueden establecer divisiones, opacidades, separaciones en el territorio de la luz que es, antes que nada, emoción. “Allí donde no hay aire, hay límites, tuberculosis y objetivismo. Por tanto, ¡nada de patrias limitadas!”. Rosso exige más aire, más luz, más espacio para que, justamente, la tierra pueda continuar su eterna expansión transformante. Su eterno retornar desde y a un origen que se hace en el hombre presencia visionaria.
Como escribió Jabès en su Libro de las semejanzas, toda la tierra está en el reír y la risa hace estallar la tierra. La obsesión de Rosso por la risa, y especialmente la risa prístina del niño, es la de quien, al igual que Nietzsche, percibe que el reír es la cosa más seria del mundo. Porque es respuesta inmanente y no racionalizada de la propia proyección del movimiento expansivo del mundo. Porque es realmente expresión inmediata e inconsciente de la fugacidad de la emoción sintiente. Sólo la risa, es cierto, acaba con el espíritu de la pesadez. La risa es el efecto y el matiz a través del cual el hombre tensa el arco de su relación con lo presente como lo auténticamente pensado, como ese algo que está antes de cualquier expresión del pensamiento y que lo provoca y determina. La risa es la imagen de un pensamiento efectivo y actuante. Y como tal: enigma.
De la risa no sabremos nunca, como tampoco de las obras de Rosso, si nos sumerge en la noche de nuestro remoto pasado o nos proyecta hacia el futuro. De ese momento ausente sólo guarda memoria la expresión desmaterializada –radiación de luz en el espacio– que es la risa, y la obra entonces como su tensión equivalente: único pensamiento que queda en pie cuando esta tremenda inocencia de pensar en lo profundo emerge de su infinito.
Gaya inocencia. Las obras de Medardo Rosso gustan de caminar, como los rabinos jabesianos, sobre el rostro de la infancia. Edad de oro cuya alborada es la sonrisa, y su noche: el sueño profundo. Como si del infinito de esa noche que es la inocencia del pensar sólo pudiese surgir la visión en la unidad del reír.