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La Génova de Nietzsche, el Portofino de Bertram

 

He ido a Génova a comprobar lo que decía Nietzsche de esta ciudad.

 

“He estado contemplando durante un buen rato esta ciudad con sus villas y sus jardines de recreo dice Nietzsche, su amplio círculo de colinas y sus laderas habitadas; al final se me ocurre decir que veo los rostros de generaciones pasadas. Esta región está sembrada de imágenes de una humanidad audaz y soberana”. Sí, en efecto, es asombroso ver esas casas en un terreno tan empinado que las terrazas de un sexto piso dan directamente a la calle de detrás a través de un pequeño puente. Y todas con persianas de colores diferentes.

 

“Veo continuamente al constructor continúa Nietzsche, cómo observa todo lo que se ha construido a lo lejos o a su alrededor, en la ciudad, en el mar y en la silueta de los montes, cómo violenta a la naturaleza y realiza conquistas con esa mirada”. Pues sí, ahí están esos magníficos palacios y villas, voluntariamente construidos transformando las protuberancias del terreno. Nada que ver con las ciudades del norte de Europa que disgustan a Nietzsche por la uniformidad en sus casas y en sus calles, fruto de la obediencia a la ley y el deseo de igualarse. “Aquí, por el contrario, descubrimos en cada esquina a un hombre que conoce el mar, la aventura y el oriente” y todo eso lo incorpora a sus construcciones, para su deleite, para colmarse con la visión de una ciudad que le pertenece.

 

Si me ha sido posible ver todo eso, recordar las palabras del filósofo y disfrutar observando cuánta verdad contenían, es fundamentalmente porque Génova es todavía una ciudad sin turismo de masa. La zona del puerto, central en la ciudad, está llena de callejas en las que hay mala vida y prostitución. Las tiendas son las mismas de hace 50 años: mercerías, zapaterías, relojerías, panaderías. No hay tiendas de souvenirs con delantales en los que el David de Miguel Angel marca paquete; los restaurantes son los de siempre, de mantel blanco y camarero entrado en años; no existen aglomeraciones en ningún museo, no te cruzas con desfiles de chinos detrás de la sombrilla de un guía.

 

Animada por la experiencia, me fui a Portofino, recordando una idea genial de Ernst Bertram, autor de uno de los mejores libros que se han escrito sobre Nietzsche. Rehaciendo sus pasos, a Bertram se le ocurrió que muchos de los aforismos de Nietzsche terminaban “a modo de Portofino”: caminas por un sendero hasta el final del promontorio (el razonamiento de un aforismo) y allí te detienes (el guión antes de las últimas palabras del aforismo) y comienza la inmensidad del mar (el aforismo ha terminado de manera abrupta y eres tú, lector, el que tiene que enfrentarse al pensamiento infinito). Ejemplo: “Es mi ambición decir en diez frases lo que cualquier otro dice en un libro –lo que cualquier otro no dice en un libro”. Otro ejemplo: “Tener talento no basta: hay que tener también vuestro permiso para tenerlo –¿no es así, amigos míos?”.

 

Sin embargo, el sendero estaba lleno de turistas, desembarcados a paletadas en la pequeña bahía; al final del sendero, ahí donde Bertram imagina a Nietzsche abismado en sus pensamientos, hay un bar cutre que ocupa casi todo el espacio encima de las rocas. Y cuando alzas la mirada hacia el mar, lo encuentras poblado de barcos. Imposible comprobar nada de nada.

 

El capitalismo es infantil: no le gusta que le digan que no, quiere siempre seguir su propio placer más inmediato. Y por eso mismo infantiliza: las ciudades de arte, históricas, se convierten en parques de atracciones gigantes con trenecitos para pasearse, guías que te cuentan cotilleos y anécdotas picantes, gente disfrazada con la que hacerse fotos. Así es fácil que los niños puedan acompañar a sus padres en sus viajes turísticos. Pero como adultos que somos ya sabemos lo que pasa con los niños malcriados: que si te descuidas, te sacan los ojos. Y en ese camino parece estar el turismo de masas. No quiero insistir: basta tener una imagen de los cruceros que surcan el Mediterráneo y, por ejemplo, entran en el Gran Canal de Venecia. ¿Cómo se ha podido consentir? Tenemos que poner límites al turismo, al igual que a los bancos y a todo lo que tiene su origen en el capitalismo.

 

Lo único en este mundo que no debe tener límites es el pensar.

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