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Acordeón¿Qué hacer?La gran lección de Nelson Mandela

La gran lección de Nelson Mandela

 

Acaba de salir en España la primera entrega de un cómic sobre la vida de Nelson Mandela, el hombre que acabó con el racismo en Sudáfrica y presidió el primer gobierno de la mayoría negra en este país africano. Aparece en la revista Aguiluchos, editada por los Misioneros Combonianos, con guión del palentino Germán Díez Barrio y viñetas de la ilustradora madrileña Angelines San José. El título es sugestivo y aleccionador: Nelson Mandela, para la libertad.

 

Los destinarios de este cómic son los lectores de esta amena revista infantil y juvenil, que se publica ininterrumpidamente desde 1957, tres años antes de que los mismos Misioneros Combonianos editaran la revista Mundo Negro. Fue en esta revista, en la que empecé a trabajar en 1966, donde conocí a Nelson Mandela. Llevaba entonces dos años en la cárcel por luchar contra el apartheid y por querer hacer de Sudáfrica un país libre en el que blancos y negros pudieran convivir en paz.

 

Las fotografías que teníamos entonces de Mandela en el archivo de la revista Mundo Negro correspondían a su etapa como abogado, antes de ser condenado a cadena perpetua en 1964, cuando tenía 46 años. Volvió a verse una nueva imagen suya en 1990, nada más salir de la cárcel; tenía 72 años. En ambas etapas de su vida Nelson Mandela mantuvo un talante de una persona segura de sí misma y de sus ideales, que distaban mucho de lo que deseaban los blancos y de lo que se proponían muchos de sus correligionarios negros.

 

Lo que a mí me fascina de Mandela es su clarividencia y su convicción de que para gobernar es mucho más eficaz cambiar la mentalidad y la maldad del adversario que destruirlo. Una orden suya, una vez que fue elegido presidente de Sudáfrica en 1994, hubiera bastado para provocar una represalia sistemática contra los blancos. La mayoría de los negros sudafricanos le habrían secundado gustosamente. Esto hubiera desencadenado una sangrienta guerra civil. Tampoco se hubiera diferenciado con este proceder de los tiranos africanos de turno que se ensañaron contra sus propios ciudadanos por pertenecer a otro grupo étnico o por no secundar sus delirios, como hizo Sékou Touré en Guinea-Conakry.

 

Mandela no se propuso aniquilar a los blancos, sino liberarlos de su mala conciencia con un arma mucho más eficaz y perdurable: la reconciliación. No por convicciones religiosas, como lo hubiera hecho su admirado arzobispo anglicano Desmond Tutu, sino por razones basadas en la dignidad del ser humano. Sabía muy bien Mandela que vencer es mucho más fácil que convencer, pero que por esos vericuetos nadie es el amo de su destino, ni el capitán de su alma, como había leído durante sus años en la cárcel en el poema Invictus, del inglés William Ernest Henley.

 

Para superar el odio de los negros sudafricanos contra unos blancos que los sometieron a una violenta persecución, Mandela optó por granjearse el respeto de los blancos jugando su propio juego. Y, además, logró convencer a los negros de que ese era el mejor método para crear una Sudáfrica nueva en la que los blancos los aceptaran y respetaran como iguales.

 

Esta es la grandeza de Mandela: conoció la victoria, pero no se sirvió de ella para exterminar a unos blancos que basaron su acción política en un complejo de superioridad: Para justificar sus leyes racistas hicieron incluso una lectura torticera de la Biblia, según la cual los blancos bóer eran un pueblo predestinado y elegido por un Dios que había condenado a los negros a ser sus siervos.

 

Los empresarios y los dirigentes blancos sudafricanos, con el presidente Frederik Willem de Klerk a la cabeza, comprendieron que Nelson Mandela, el escurridizo “pimpinela negro” de los años sesenta y el irreductible preso 46664 de Robben Island, era la persona ideal para poner fin por las buenas a un sistema racista inviable y agotado. Entendieron muy bien que el apartheid constituía, después de la caída del Muro de Berlín, un valladar que era preciso derribar para salvaguardar su supervivencia y sus propios intereses. Mandela fue muy consciente de ello y por eso pudo jugar ventajosamente con un rival que tenía las cartas marcadas.

 

Uno de los gestos más sagaces de Mandela tuvo lugar en 1995, un año después de ser elegido presidente. Ese año, Suráfrica organizaba el Campeonato Mundial de Rugby, un deporte practicado exclusivamente por los blancos surafricanos y despreciado por los negros, porque era un símbolo de exclusión y  predominio racista. Suráfrica jugó la final con Nueva Zelanda y Mandela subió al palco vistiendo la camiseta verde de los Sprinboks –como se conoce a la selección surafricana– con el número 6 de su capitán, François Pienaar.

 

Los Sprinboks ganaron el campeonato mundial y Mandela entregó la Copa al capitán Pienaar entre las aclamaciones de los 72.000 aficionados que llenaban el estadio. Blancos y negros festejaron juntos un triunfo que simbolizaba la reconciliación. Mandela dijo al capitán Pienaar: “Gracias por lo que habéis hecho por nuestro país”. Pienaar le contestó: “No es nada comparado con lo que ha hecho usted por Suráfrica”. Muy oportunamente, Clint Eastwood dirigió en 2009 la película Invictus, basada en el libro de John Carlin El factor humano, sobre este acontecimiento deportivo y su influencia en la nueva Suráfrica de Mandela.

 

No resultó nada fácil llevar adelante en Suráfrica la reconciliación y la paz social, hecha añicos debido a tantos años de discriminación racista. La grandeza de Mandela fue precisamente sentar las bases para la instauración de un país reconciliado, plurirracial y pluricultural, persuadiendo tanto a los blancos como a los negros de que otra Suráfrica era posible. Él hizo que lo fuera, gracias a su sentido de la tolerancia con el adversario y a su gran talla moral y política.

 

No siempre la libertad y la justicia van de la mano. Es mucho más fácil romper las cadenas de la injusticia que soldar los eslabones de la igualdad, sin la cual la libertad acaba siendo un señuelo. Nelson Mandela lo expresó así: “Ser libre no es solamente desatarse las propias cadenas, sino vivir de una forma que respete y mejore la libertad de los demás”.

 

Nelson Mandela desempeñó con gran dignidad el papel que le correspondía en un momento determinado de la historia de Suráfrica. Sería mera especulación urdir una ucronía sobre qué habría pasado en Suráfrica si Mandela hubiera muerto en la cárcel antes de 1990. Estas reflexiones son pasto para las novelas, y algunos escritores han recurrido a ellas con más o menos talento. La historia es la que es y no hay que darle más vueltas.

 

Mandela y otros dirigentes del Congreso Nacional Africano (ANC, en sus siglas en inglés) fueron condenados a cadena perpetua en 1964 en el juicio de Rivonia, como Walter Sisulu y Govan Mbeki. Y fue en la cárcel donde Nelson Mandela maduró aún más su talla de estadista y reafirmó su convicción de que su papel era contribuir a la cohesión nacional, a la reconciliación entre todos los pueblos constitutivos del Estado surafricano y al mejor servicio a los ciudadanos. Esta certeza la mantuvo sin fisuras cuando fue puesto en libertad y sobre todo después de ser elegido el primer presidente negro de Suráfrica en 1994.

 

A la mayoría de los presidentes africanos les ha embargado un sentimiento de ser indiscutibles jefes todopoderosos y señores absolutos de bienes y personas, haciendo suya aquella máxima de Luis XIV: “El Estado soy yo”. Este es uno de los mayores males de los políticos africanos de antes y de ahora, porque, partiendo de esta base, se han erigido en devoradores insaciables de los recursos de sus Estados. Nelson Mandela, en cambio, es un símbolo de político honesto, veraz, intachable, porque antepuso sus convicciones democráticas a las ambiciones personales, que suelen derivar en mezquindad. Tampoco cayó en la trampa del endiosamiento, como otros dirigentes africanos. El primer presidente de Ghana, Kwame Nkrumah, se hizo llamar osagyefo, es decir, redentor, y Francisco Macías, “único milagro de Guinea Ecuatorial”. Pretendieron ser presidentes vitalicios y, si no lo lograron, es porque fueron derrocados: Nkrumah en 1966 y Macías en 1979.

 

Nelson Mandela, en cambio, no quiso presentarse a una segunda elección para presidente de Suráfrica, que habría ganado de modo aplastante, porque sabía que su sueño ya se había cumplido. Fue, de todos modos, algo más que un “soñador para un pueblo”, por citar el título que le da Antonio Buero Vallejo al rey Carlos III en su exquisita obra teatral. En el siglo XX solo puede compararse con él a Mahatma Gandhi, un hombre que puso en marcha, precisamente en Suráfrica, el movimiento de la no-violencia activa, en el que se inspiró el Congreso Nacional Africano, fundado 1912, tres años antes de que Gandhi regresara a la India.

 

Nelson Mandela fue un hombre excepcional, pero sobre todo un estadista que quiso y consiguió eliminar el odio de los negros y vencer el orgullo y la prepotencia de los blancos, pero sin destruir el tejido económico y social del país más avanzado de África. Lo logró con amabilidad y sencillez, pero sin renunciar ni a sus convicciones ni al orgullo de ser negro y sudafricano. No solo fue así el amo de su destino y el capitán de su alma, sino también el catalizador de la transformación del destino y del alma de los sudafricanos blancos y negros. Pudo lograrlo porque su talla moral, reconocida por unos y otros, le encumbró por encima de todos sus conciudadanos.

 

Esta es para mí la gran lección de Mandela, que ahora se brinda como ejemplo a los jóvenes españoles en un cómic oportuno y sensacional.

 

 

 

 

Gerardo González Calvo es periodista. Trabajó en la redacción de la revista Mundo Negro durante 42 años, buena parte de ellos como redactor jefe. Ha publicado, entre otros, los libros África, ¿por qué?; África: la tercera colonizaciónHola, África y África. Saqueo a tres bandas. En FronteraD ha publicado Máscaras, danzas y un poco de miedoUn silencio clamoroso: África en los medios 

 

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