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La grosera realidad

 

Panamá desapareció el 20 de diciembre de 1989. Ese día, 26.000 soldados estadounidenses invadieron un país que ya controlaban y decretaron la democracia juramentando a un presidente, Guillermo Endara, en la base militar norteamericana de Clayton. Cuando terminaron los saqueos, se enterró al número indeterminado de muertos que dejó la Operación Causa Justa y se traslado al general Manuel Antonio Noriega a una cárcel del Norte.  Se daba por terminada la Guerra Fría y Panamá, como el resto de Centroamérica, desapareció del mapa mediático.

       Cinco administraciones han pasado desde entonces. También mucha corrupción, avances y retrocesos en la construcción de esta democracia y un boom inmobiliario y turístico que comenzó en 2005 y al que le cuesta frenar a la sombra de la criticada ampliación del Canal de Panamá y del paraíso fiscal camuflado en el que descansan casi 300.000 empresas off shore.

       Hasta hace unos días Panamá vivía en un cuento de hadas: una especie de isla de prosperidad -y desigualdad- cuyos dos últimos presidentes -y el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas- situaban a las puertas “del primer mundo”. Sin embargo, la polémica aprobación de una Ley de Aviación Comercial -Ley 30 de 2010- que incluía modificaciones al Código de Trabajo, al Penal, al Ambiental y al régimen de Policía ha provocado que la realidad contamine el ensueño y que se traduzca en violentos disturbios, tres muertos reconocidos por el Gobierno -12, según los movimientos sociales-, cientos de heridos y casi 700 detenidos.

       La revuelta en el paraíso comenzó por una de las provincias más hermosas, ricas y abandonadas del país: Bocas del Toro, un pulmón vegetal que desde hace 110 años ha manejado la empresa bananera a su antojo y al ritmo de los intereses que mueve el llamado oro verde, el plátano de exportación. Allá, el pasado 2 de julio, los 3.900 trabajadores de la Bocas Fruit Company comenzaron una huelga que se ha extendido durante 9 días y que el Gobierno del empresario Ricardo Martinelli ha reprimido a sangre y fuego.

       Los bananeros, la inmensa mayoría indígenas de la étnia Ngöbe-Buglé, piden la derogación de la Ley 30 y con ello han mostrado la cara más grotesca del país: la del 40% de pobreza, la de la institucionalidad precaria, la del racismo -como dijo el Ministro de Seguridad, José Raúl Mulino, se trataba de “indígenas borrachos manipulados por cuatro sindicalistas”-.

       El presidente de la República, Ricardo Martinelli, puso en marcha el pasado lunes toda su maquinaria mediática y en un típico gesto de su mandato visitó a algunos de los indígenas heridos por la Policía que están en un hospital de la capital y les regaló teléfonos móviles para que se comunicaran con sus familias. “Lamento que se haya utilizado a panameños humildes” en los enfrentamientos, dijo el presidente alimentando la tesis del Gobierno de que la huelga ha sido orquestada por la oposición del Partido Revolucionario Democrático y por el Frente Nacional para la Defensa de los Derechos Económicos y Sociales (Frenadeso), el conglomerado sindical y social más fuerte del país. Quizá por eso, el fiscal auxiliar del Estado decidió girar el sábado orden de captura contra 17 líderes sindicales y ambientales generando un domingo tétrico de funestos recuerdos para muchos panameños: policías persiguiendo a los líderes casa a casa, personas informando desde la clandestinidad y miedo, mucho miedo al deja vu dictatorial.

 

La gota que colmó el vaso

La crisis de los últimos días no hace más que cristalizar lo que venía cocinándose desde hace meses. Martinelli, en el poder desde julio de 2009, ha efectuado un mini golpe interno del que poca noticia se tiene fuera.

       Primero, ocupó las dos vacantes en la Corte Suprema de Justicia con abogados que habían trabajado en su campaña electoral. Después, en febrero de este año, esa misma Corte separó de su cargo a la Procuradora General de la Nación -Fiscal General-, Ana Matilde Gómez, a la que acusaba de unos pinchazos telefónicos ilegales durante la investigación por corrupción a un juez. Gómez fue sustituida de forma inmediata por Giussepe Bonissi, un abogado del equipo de Martinelli con varios casos pendientes por corrupción y maltrato familiar.

       Las decisiones respecto al aparato de Justicia del país vinieron acompañadas de reformas en el Código Penal muy polémicas -como la reducción de la edad penal a los 12 años y la ampliación de la pena máxima a 50- y con la instalación de bases aeronavales con asesoría estadounidense en puntos sensibles de este país por donde, según el propio Ministerio de Seguridad, pasa casi el 60% del tráfico de cocaína que viene del Sur. Las bases han provocado reacciones encontradas en un país que no tiene oficialmente Ejército desde 1989 y que tuvo presencia permanente de soldados norteamericanos por casi 90 años. El cuadro de reformas incluyó también la llamada Ley Carcelazo, por el que se puede encarcelar  a cualquier persona que cierre una calle en una protesta y la introducción del conocido como pele police, un dispositivo electrónico con el que los policías comprueban los antecedentes de cualquier ciudadano y que ha servido para detener a unas 5.000 personas en los últimos seis meses, según la propia Policía Nacional.

       Tomaba forma así la estrategia de Martinelli y de su hombre fuerte, Jimmy Papadimitriu, el Ministro de la Presidencia que fue asesor electoral de George W. Bush y del derechista argentino Roberto Lavagna. Con Asamblea Nacional -Parlamento- controlada gracias al acuerdo electoral entre Cambio Democrático, el partido oficialista, y el Partido Arnulfista del vicepresidente Juan Carlos Varela, solo faltaba cierta presión a los medios de comunicación díscolos.

       Martinelli entonces habló de los medios nacionales y dijo que hacían  “un periodismo de pacotilla”, negoció con ellos de forma pública una reducción de las noticias de sucesos, para bajar la sensación de inseguridad en el país, y comenzó una persecución a periodistas que ya ha sido denunciada por Reporteros Sin Fronteras y por la Federación Internacional de Periodistas.

 

 

       Esta semana, Matinelli, mutimillonario dueño de una de las principales cadenas de supermercados del país, de un importante hato ganadero, de ingenios azucareros y accionista de entidades bancarias -entre otros negocios-, se enfrenta a una huelga general y a un clima político y social enrarecido y desgastante. La Ley 30 ha sido la desencadenante de este empacho de grosera realidad, pero todavía no se ha sentido el efecto de medidas poco populares, como el aumento del impuesto directo sobre consumo ni los ajustes fiscales; las protestas de comunidades en el interior por las concesiones mineras e hidroeléctricas que supondrán el desplazamiento de miles de campesinos; la compleja política exterior que ha enfrentado a Panamá con algunos de sus vecinos e, incluso, las tirantes relaciones con Estados Unidos, el socio clásico, preocupado por la impunidad, la desigualdad y por la inseguridad jurídica en el país. Arturo Valenzuela, el jefe de la diplomacia de Washington para Latinoamérica lo recordó en mayo en Panamá: “No se pueden tener sociedades altamente desiguales”.

       Mientras, los ministros de Panamá y los portavoces oficiales y oficiosos no dejan de repetir el mantra del “aquí no pasa nada” y de insinuar que hay fuerzas oscuras detrás de la crisis, pero La Prensa, el principal periódico del país le recuerda: “El gobierno ha estado jugando con fuego y ahora enfrenta las consecuencias. El llamado a la huelga nacional que han hecho gremios y sindicatos es la respuesta a su política de imposición  antes que el diálogo, al garrote sobre el consenso. Han arrinconado a las fuerzas vivas del país que hoy reaccionan defendiéndose, pues llevan meses soportando cada descabellada idea que se les ocurre a funcionarios que, por lo visto, aspiran ser los amos del país”.

 


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