Las guerras modernas entre países avanzados ya no se libran a cañonazos, sino mediante propaganda política, maniobras comerciales, ataques cibernéticos, difusión de fake news y espionaje industrial. Están reunidos los elementos necesarios para englobar bajo el término de guerra las escaramuzas políticas, legales, financieras, los desórdenes públicos, las acciones de guerrilla urbana, aún de mediana intensidad, y los indicios de terrorismo, todavía de baja intensidad, que se están dando, con el reciente añadido de una estrategia basada en una construcción digital de un país virtual, todo esto en una parte del país que no necesito nombrar. Si de una guerra se trata, es preciso asumir que el enemigo usará todos los medios a su alcance, lícitos o no, que sirvan a sus objetivos, con el único freno que le podrá marcar la opinión pública nacional e internacional. No nos deberán sorprender la mala fe, el engaño, las maniobras secretas o las fintas diplomáticas. La causa prima sobre los métodos, con más claridad aún cuando la ideología que sirve de sustento a la contienda es el nacionalismo.
Y puestos a llamar guerra lo que está ocurriendo, y tratándose de esta parte del país que no necesito nombrar, no tenemos más remedio que llamarla guerra de secesión, siendo este el objetivo declarado de uno de los contendientes. Incluso ese contendiente no duda en apelar a otra guerra de secesión, aquella del siglo XVIII, que aunque en puridad fuera una guerra de sucesión, sirve de modelo y referencia histórica útil para envalentonar a las tropas.
Sin embargo, la actual guerra se distingue de las habituales en que el otro contendiente, lejos de declarar o simplemente reconocer que está en guerra, pretende y proclama que es amigo de su enemigo, que le quiere todo el bien posible y que está dispuesto a negociar los términos de un posible acuerdo. No entraremos aquí en discernir si esta pretensión es sincera, o si entre los que propugnan tal actitud se esconde una intima desconfianza hacía el adversario declarado, y que la estrategia del apaciguamiento no es más que una treta destinada a revestirse de un manto de pacifismo con altura de miras y proyecto integrador de largo alcance. No deja de sorprender que unos condenados por la justicia puedan “cumplir” condena en cárceles gestionadas por el enemigo. Como si en una guerra convencional los prisioneros de un bando fueran enviados a su país donde deberían de ingresar en prisión!
¡Vaya intercambio de prisioneros más peculiar! Cualquiera sean los motivos, al primer
contendiente esta actitud le otorga un margen de impunidad y una libertad relativa de acción que le proporciona la ventaja de la iniciativa. Ante esta configuración de la contienda, el defensor se priva a si mismo de la justificación de su resistencia a la agresión sufrida, y renuncia a la legitimidad de las acciones, pocas, que se atreve a emprender, maniatado como está por la necesidad autoimpuesta de evitar “provocaciones”, o “respuestas no proporcionadas”. En realidad es el primer contendiente quién se afana en provocar la intervención armada del gobierno central, sea de la Guardia Civil, o mejor aún del ejército.
Ante estas provocaciones, el gobierno intenta disimular y no caer en la trampa. Sin embargo, en las guerras, las respuestas no pueden ser proporcionadas, sino contundentes. De esta autodeslegitimización proviene la tendencia para el gobierno central, ante un recrudecimiento de los ataques y su acercamiento a una posible derrota, parcial o total, de pasar la patata caliente a la justicia y poder presentarse ante el pueblo con un: “Yo no fui, fueron los jueces”.
Hay que recordar que en esta guerra, el primer contendiente combina, pero no compatibiliza, la posición contradictoria de sustentar la autoridad y la legitimidad institucional de gobernar en la autonomía, en virtud de los dispositivos constitucionales en vigor, con una afirmación de oposición radical contra el mismo Estado del cuál deriva esta legitimidad. Ante esta contradicción flagrante, se percibe más nítidamente el bucle perverso en que se encuentra el Estado, que se ve confrontado en una lucha de supervivencia con un adversario al cual tiene
que respetar si no quiere dar por caduca la construcción institucional que quiere preservar.
En una guerra, todas las armas son válidas, incluyendo sostener una contradicción. Por eso al primer contendiente no le incomoda usar a su favor el poder que le confiere el Estado para agredirle. Si las guerras no fueran lo que son, al gobierno local se le impondría el imperativo ético de abandonar el poder que sustenta gracias al propio entramado constitucional que pretende derribar.
Otro aspecto interesante de este conflicto es que, contrariamente a lo habitual, la población de la zona en guerra está muy dividida respecto del objetivo oficial. En los conflictos entre dos países, suele darse que, aunque una mayoría de la población de cada país teme la guerra y prefiere evitarla, no cuestiona la legitimidad de las pretensiones de su gobierno y lo apoya. En este caso, no solo se sabe que aproximadamente la mitad de la población no apoya con sus votos la postura de su gobierno, sino que, en caso de tener que elegir entre el objetivo declarado del gobierno local, y su fidelidad al Estado constitucional, probablemente la proporción sería todavía mayor a favor de permanecer, aún con retoques en el estatuto de
autonomía. Esa circunstancia debería cargar de razón al Estado cuándo le discute al
independentismo la legitimidad democrática de sus pretensiones. Sin embargo, esta misma circunstancia no hace más que complicar la respuesta central a la agresión periférica, puesto que cualquier medida de represalias ante tal ataque tiene el riesgo de perjudicar al conjunto de la población, incluyendo aquellos que no participan del objetivo de su propio gobierno.
Podría propiciar en la práctica una reacción de rechazo a estas medidas y por ende un
acercamiento a la tesis del gobierno local. Se puede pensar incluso que, ante la tesitura de decidir (¿un derecho?) entre el acatamiento al entramado constitucional en vigor, y la solidaridad con la gente de su pueblo, se inclinen por lo segundo, bajo la premisa de que: “Los nuestros son unos descerebrados, pero son nuestros descerebrados”. No cabe duda que esta consideración forma parte de los cálculos del gobierno sublevado que se siente amparado por la forzada moderación del gobierno central.
Así las cosas, el desafío necesita del gobierno central un ejercicio de acercamiento a aquella parte de la población local deseosa de resolver el conflicto por medios pacíficos, que sin embargo choca contra la pantalla erigida por el gobierno local ante cualquier injerencia del gobierno central. En este sentido, puede que sea un error estratégico considerar que una intervención decidida del gobierno central destinada a destituir el gobierno local para sustraerle su capacidad de perseguir sus objetivos, y en la práctica dar por concluida la guerra abierta, sea contraproducente. Cualquier estrategia bélica tiene sus riesgos, y no se puede excluir o ignorar la eventualidad de una radicalización generalizada de la población de la zona. Sin embargo, la nueva situación creada permitiría una actuación generosa del gobierno central en múltiples aspectos (infraestructuras, competencias, régimen autonómico, etc.), sin que esto pueda ser recuperado por un gobierno local hostil que aún así no se daría por satisfecho sino que vería cualquier concesión como una victoria parcial hasta la batalla final. Dicho de otro modo, la política de concesiones, aparentemente positiva de cara a convencer de las buenas intenciones del Estado, es un incentivo a la continuación de las reclamaciones cuando el recipiente de tales concesiones sigue con su meta secesionista. En el sentido contrario, se dio el caso recientemente de la posible consideración de un recorte de las ventajas fiscales en el País Vasco, que bastó para que las fuerzas políticas de la región se apresuren a afirmar su adhesión al estado actual de las cosas, absteniéndose de cualquier reclamación de ampliación de estas ventajas.
También es un error estratégico creer que por dejar actuar la justicia se consigue cambiar el tablero político. Más bien se encuentran exacerbados los sentimientos de agravio ante un tratamiento considerado como injusto. En el momento en que la actuación de los sublevados es compartida por un sector importante de la población, antes de acatar el dictamen de la justicia, se ve como una confirmación más de que están ante un enemigo, incluyendo su justicia. Esta reacción, por desgracia, es común incluso entre personas que no habrán votado a los partidos que gobiernan la región en este momento.
Asumiendo como reales los objetivos del primer contendiente (a pesar de que algunos piensan que se trata de un farol o de una treta para arrancar ventajas esencialmente económicas), que incluyen el establecimiento de un Estado en forma de república y su secesión del Estado actual, y constatando que esos objetivos son incompatibles con el mantenimiento de la integridad de la nación en su forma actual, y por lo tanto innegociables (porque ningún estado moderno y democrático tolerará la pérdida de parte de su territorio), se llega a la conclusión de que no hay solución política a la contienda, sin antes pasar por un enfrentamiento, que ya está en curso por los métodos “modernos” aludidos antes. Este enfrentamiento necesariamente deberá incluir por parte del agresor actuaciones que desborden y quiebren el ordenamiento legal en vigor, como ya tuvo lugar en septiembre y octubre del 2017.
Ante esta situación, el Estado central se encuentra con la necesidad de definir una estrategia defensiva para contrarrestar la agresión sufrida. Ya hemos apuntado la debilidad de una reacción defensiva que se ve coartada en su capacidad de respuesta, y que tiende a derivar hacía la justicia la responsabilidad de oponer un muro de contención a los ataques sufridos. En esto influye también el recuerdo de la guerra civil que refrena las tentaciones de exhibir la fuerza de las armas y aboga por soluciones pactadas, que es la actitud que propició la transición del 1975. En aquel momento, no se trató de olvidar lo pasado y hacer borrón y cuenta nueva, sino precisamente de no olvidar y de evitar una repetición.
Llegados hasta aquí, no tenemos mas remedio que examinar de qué polvos vienen estos lodos. Si es verdad que la ideología nacionalista encierra en si misma un anhelo de afirmación identitaria, de separación y de xenofobia, que para su realización completa tiene que recurrir a la violencia (decía Mitterand: “Le nationalisme, c’est la guerre”), entonces es inevitable cuestionar la legitimidad que la Constitución española confiere a opciones nacionalistas. Se ha señalado el hecho de que ni la constitución alemana, ni la francesa autorizan formaciones políticas con un ideario nacionalista y menos todavía separatista. Tampoco la constitución alemana autoriza la ideología nazi, por razones que parecerán obvias. Pero el término “nacional-socialismo” incluye lo nacional, y no cabe duda de que la ideología nazi se basaba en una supremacía racial, un rasgo que detectamos en cualquier ideología nacionalista.
Volviendo a la transición, es claro que fue la búsqueda del consenso lo que propició la no exclusión del nacionalismo en la Constitución. Se hizo de forma inteligente, asegurando que cualquier planteamiento tendente a otorgar a un territorio una soberanía plena debía contar con el refrendo del conjunto de la población. Esto permitía restringir en la práctica las veleidades de independencia de ciertas regiones de España, pero dejaba la puerta abierta a qué una situación muy particular pudiera justificar un estatus institucional diferente, y establecer un cierto grado de flexibilidad, por lo menos en teoría. Sin embargo, esta fórmula creó una contradicción epistemológica, consistente en que la Constitución permite propugnar la independencia y la secesión, pero la imposibilita en la práctica, aún si la población de la región se muestra mayoritariamente a favor. En este sentido se podría decir metafóricamente que el independentismo está abocado a un “coïtus interruptus” y la correspondiente frustración.
A partir del momento en que la tensión sube y se entra en un escenario de confrontación, inevitablemente surge, como está ocurriendo, el cuestionamiento de la disposición constitucional referida, y se elevan “voxes” reclamando pura y simplemente la ilegalización de las formaciones nacionalistas. Esta pretensión se solapa con la petición de eliminar las autonomías, por lo que parece redundante. Les falta reclamar un cambio de la ley electoral para restringir o eliminar la presencia de diputados nacionalistas en el Congreso, me extraña que no lo hayan propuesto. El problema es que estas reclamaciones nos llegan contaminadas por la naturaleza de su emisor, que les resta credibilidad y validez. Sin embargo, ¿porqué algo es democrático en Francia y en Alemania, y no en España?
La salida a esta contradicción difícilmente se encuentra en una posible reforma de la
Constitución, porque la mayoría reforzada requerida la hace altamente improbable a partir del momento en que habilite una vía hacía la secesión, y si se limita a instituir un mayor nivel de autogobierno, las negociaciones entre partidos para definir y concretar aquel nivel (prescindiendo del debate semántico de si se trataría de un Estado federal, asimétrico o no) corren un alto riesgo de fracasar, y en cualquier caso de no satisfacer las pretensiones últimas del independentismo.
Si se considera que la Constitución está bien como está, y que no se puede cambiar para dar más opción a que una región logre su separación, entonces la obligada defensa contra la agresión nacionalista no puede ni debe renunciar a las armas que contiene la actual. Constitución para defender la integridad del país. La fuerza de la democracia consiste en no ser tolerante con los intolerantes, no en consentir ataques que ponen en riesgo su supervivencia. Pero una solución política a largo plazo necesita algo más que una reacción defensiva, por muy justificada y legítima que sea. Propongo retomar el problema al revés, dejando para el final la reforma constitucional. Consistiría en una nueva Transición, basada en el replanteamiento del estatuto de las autonomías, donde se daría paso a la plena asunción de la particularidad cultural y nacional de ciertas regiones, pero manteniendo la unidad del país y la igualdad entre ciudadanos de cualquier parte de éste. Estas premisas pueden requerir la inhabilitación de cualquier objetivo de secesión, y esta quimera solo será posible si se forja en base a la generosidad y la lealtad a una “cierta idea de España” como decía De Gaulle de Francia.
La losa del franquismo es pesada. Pero se puede levantar como se acabó de demostrar. España debe sacudir sus complejos y enfrentar el desafío que se le presenta con serenidad y firmeza. Como decía Don Quijote: “Yo sé quién soy…, y sé que puedo ser no sólo lo que he dicho, sino todos los pares de Francia, y aún todos los nueve de la Fama…”. Ojalá España pueda decidir quién es, y afrontar, con éxito esta vez, los gigantes que la amenazan. Puede que estemos en guerra, pero se puede ganar, como se ganó contra otro desafío separatista más cruel. La población lo comprenderá y lo agradecerá, incluyendo aquellos que, ante la dimisión del Estado, se sentirían tentados por la retirada.