“Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos”, escribió Arturo Barea en La ruta, segunda novela de su trilogía autobiográfica La forja de un rebelde (1941-1946). Y un gran cementerio también, podría haber añadido.
Suele ocurrir que hechos cercanos con alta carga emotiva nos evoquen acontecimientos ajenos de mayor renombre. Buen ejemplo de ello es la llamada Guerra del Rif, librada por España –y en su última fase, también por Francia– entre los años 1909 y 1927 contra las rebeldes cabilas (tribus) del norte del actual Reino de Marruecos. Pues bien, tanto por su prolongación en el tiempo como por su acritud, esa contienda puede ser considerada como el Vietnam español. Alrededor de 30.000 españoles perdieron la vida en el matadero africano, junto con un número de rifeños indeterminado, pero seguramente mayor.
Desde un punto de vista histórico, la guerra del Rif fue producto de dos crisis simultáneas y convergentes de diverso origen, sufridas por sendos órdenes políticos aparentemente sólidos y estables que fueron instituidos en el último tercio del siglo XIX. La primera de ellas, el juego de poderes establecido por las principales potencias mundiales a instancias del canciller alemán Otto von Bismarck, anfitrión de la Conferencia de Berlín (1884-1885). Este foro internacional diseñaría un nuevo orden mundial –aunque extemporánea, valga la expresión acuñada en la década de 1990 por el presidente estadounidense George Bush senior– que repartió el continente africano en distintas áreas de influencia colonial, asignadas a los países europeos. La segunda, propia del ámbito nacional español, atañía al régimen político, social y económico de la Restauración borbónica, instaurado en 1874 por el pronunciamiento militar que encabezara en Sagunto el general Arsenio Martínez-Campos.
Las negociaciones de Berlín supusieron la sanción de las fronteras coloniales surgidas de la progresiva penetración europea en África a lo largo del siglo XIX. Y este gran acuerdo sentó como precedente de otros tratados internacionales posteriores de igual género y fin, que también pretendían establecer divisiones territoriales pacíficas de espacios geográficos codiciados por las grandes y medianas potencias… Pactos suscritos, por supuesto, sin consultar el parecer ni contar con el beneplácito de los pobladores originales de las regiones concernidas, y cuyos firmantes no tenían otra intención que aprovecharse unilateralmente de las riquezas naturales de los países o zonas a reparto. Uno de esos acuerdos fue el Acta de Algeciras (1906), por el cual se dotaba a España y Francia de la capacidad jurídica para establecer sendos protectorados en Marruecos.
En virtud de dicha Acta, mientras la República francesa se apoderaba de la mayor parte del territorio marroquí, correspondió a España una porción norteña árida y montañosa, pero poseedora de gran riqueza mineral, sobre todo por los yacimientos de hierro de Uixán y Axara, que distaban poco menos de treinta kilómetros de la ciudad de Melilla y para cuya explotación fue construido un ferrocarril. De hecho, la penetración militar española en el oriente de su protectorado, enfocada en exclusiva a la salvaguarda de las minas y sus medios de explotación, data de 1908. En la iniciativa empresarial que aquellas vetas de mineral inspiraron, estaba implicada buena parte de la plutocracia española de la época, identificada con la élite política de un régimen sustentado en una vasta red de corruptelas administrativas altamente lucrativas.
Como una araña que plácidamente aguarda en su tela la aparición de nuevas presas, así expandía su jerarquía social esa minoría de oligopolistas, prebendados y conseguidores de gruesa cartera, residentes en un cielo de fraude y malversación bajo el cual había un país cultural y tecnológicamente atrasado, con desigualdades económicas abismales –tanto interregionales como sociales– y donde las clases trabajadoras del agro, la industria y los oficios menestrales sufrían condiciones salariales ínfimas, además de cargar con el grueso del esfuerzo bélico estatal, puesto que carecían de medios dinerarios para obtener condiciones privilegiadas de servicio militar. En suma, los pobres de aquella España eran las víctimas de un sistema político languideciente, más interesado en sobrevivir sobre su rentabilidad parasitaria que en atender las demandas reales de unos ciudadanos que en determinados momentos, no hay que olvidarlo, también se sintieron adormecidos en sus justas luchas por la demagogia de las proclamas épicas.
El monarca de turno, Alfonso XIII, era muy parecido a sus precedentes borbónicos –y también a su nieto, el presumiblemente corrupto Juan Carlos I– en su afición a gastar dinero a espuertas, y también a cabaretear y encamarse con mujeres de la farándula. Además, le hacía ilusión al ínclito la perspectiva de ornar su reinado con glorias militares evocatorias de los triunfos imperiales de sus augustos antepasados. De ahí su vivo interés en la ocupación del Rif, cuando aún se dolía el orgullo patrio de las heridas abiertas por la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898). Más que laureles, el rey solo logró emular las más tristes derrotas de sus precedentes, pero su imperial prurito fue oportunamente aprovechado por algunos adláteres, como el conde de Romanones, en beneficio de intereses crematísticos particulares, regados con sangre de los trabajadores y campesinos españoles.
La presencia militar de España en el norte del actual Reino de Marruecos fue cuestionada y combatida por el pueblo amazigh, también conocido como bereber, que llegó a infligir duras derrotas a los ejércitos español y francés. Pero más allá de la pertenencia a tradiciones culturales distintas, ante todo religiosas, no había gran diferencia entre sus combatientes y los soldados españoles contra quienes disparaban: ellos también eran gente pobre, empleada en una economía agraria de subsistencia e intercambio, con un horizonte mundano que hasta la guerra se reducía a las leyes arcaicas de sus cabilas. Del mismo modo, integraban la gran mayoría de la tropa hispana personas de la condición más humilde, extraídas de un mundo familiar igualmente tradicional y cerrado en sus costumbres, y, por supuesto, sin ningún pleito pendiente con los rifeños ni el mínimo beneficio en someterlos. La presencia del soldado español en el Rif solo se entendía por la obligación de servir con las armas al (des)interés patrio.
Más allá de las consideraciones sociales recién expuestas se despliegan las de orden político, y en cuanto a estas podemos decir que la lucha de los rifeños contra los invasores españoles y franceses supuso el primer costurón del latrocinio colonial dimanado de la Conferencia de Berlín, y, por ello, un precedente de las futuras guerras de emancipación del Tercer Mundo. En el marco de esa lucha tuvo lugar el Desastre de Annual, acaecido entre los días 21 de julio y 9 de agosto de 1921.
Grosso modo, los hechos ocurrieron así. Tras una rápida y victoriosa campaña de expansión militar sobre la zona oriental del Protectorado español, dirigida por el general Manuel Fernández Silvestre, un amplio frente cubierto por 845 jefes y oficiales y 20.139 suboficiales, clases de tropa y soldados se desmoronó con la fragilidad de una muralla de naipes ante la ofensiva de un número no superior de combatientes indígenas, que supieron aprovechar tanto la disgregación de las fuerzas enemigas como sus problemas de avituallamiento, aparte de distinguirse por su mejor adaptación al terreno de operaciones y mayor ardor combativo. En esas jornadas, la carnicería se saldó con un número escalofriante de bajas españolas –en torno a los 10.000 muertos– y la reducción a la ciudad de Melilla y sus inmediatos alrededores del territorio controlado por España en el oriente del Protectorado.
Al frente de la sublevación estaba Mohamed Ben Abd el-Krim el-Jattabi (1882-1963), líder de la cabila de Beni Urriaguel y futuro presidente de la efímera República de las Tribus del Rif (1921-1926). Abdelkrim –como era llamado por los españoles– conocía perfectamente la lengua, la cultura y la idiosincrasia hispanas, por haber estudiado y residido en el país. Trabajó incluso para la administración colonial. Sabía también que el ejército español era un gigante con pies de barro, más aparente que temible. La guerra le dio la razón, porque los méritos castrenses de buena parte de la oficialidad, y el esfuerzo y sacrificio humano de la tropa, carecieron de los medios necesarios para obtener un triunfo que fue negado durante largo tiempo a las armas hispanas.
Para ponderar en su justa medida las dimensiones militares del Desastre, piénsese que supuso la mayor derrota de un ejército colonial en la historia de los siglos XIX y XX. Las cifras no dejan lugar a dudas, si comparadas con otros ejemplos significativos. En principio, situémonos en el año 1879, cuando 20.000 guerreros zulúes sorprendieron en el paraje de Isandlwana, en la actual República de Sudáfrica, a una columna de 1.500 soldados británicos, aniquilándola por completo (los zulúes no hicieron prisioneros).
En el mismo continente, pero mucho más al norte, en Adua (Abisnia) un ejército italiano de más de 20.000 hombres –la mitad de ellos, soldados nativos– se extravió en el territorio del emperador etíope Menelik el primer día de marzo de 1896. Sus fuerzas quedaron dispersas y aisladas entre sí, de modo que fueron atacadas por el ejército imperial y progresivamente derrotadas. Los italianos perdieron 7.000 hombres en aquella lid aciaga.
Saltemos al Asia de 1954, con vietnamitas y franceses en ambos lados de la trinchera: 50.000 soldados del Viet Minh (ejército de Vietnam del Norte), reforzados por 100.000 guerrilleros, cercaron y derrotaron en Dien Bien Phu a 15.000 soldados franceses, causándoles más de 2.200 muertos y capturando a 12.000 de ellos.
Los rifeños tenían muchos menos hombres que abisinios y vietnamitas, pero su poder aniquilador resultó asombroso, aunque sin duda favorecido por la ineficiencia del ejército español, al cual lastraban distintos problemas tácticos, organizativos y de corrupción. Sobre esta última, valga decir ahora que una parte significativa de la oficialidad se lucraba con el presupuesto militar, incluso a costa de mantener a los soldados en un estado de atención y equipamiento que parecía propio de indigentes.
Aparte de la humillación militar sufrida, las repercusiones sociales de Annual no fueron menos graves. Esta derrota recordó a la opinión pública española la claudicación ante los Estados Unidos en la guerra de 1898, conflicto que supuso el fin del Imperio donde no se ponía el sol (de ello se enorgulleció en su día el rey Felipe II). La conmoción y el escándalo cundieron entre prensa y población por las trágicas circunstancias de la debacle en el Rif, con guarniciones enteras condenadas a la muerte a falta de refuerzos que pudieran socorrerlas. Estos sucesos desprestigiaban al ejército y al rey, su comandante en jefe, tan proclive siempre a intervenir en los asuntos castrenses. Y cómo no, exacerbaron el sentimiento de agravio de las clases populares españoles, que cargaban, como se ha dicho, con la mayor parte del peso humano de la guerra. Todas estas circunstancias, aleadas, contribuyeron decisivamente a la instauración de la dictadura del general Miguel Primo de Rivera (1923-1930), principio del fin de la monarquía.
Los insurgentes lucharon contra el invasor español y francés con una tenacidad digna de admiración, pero también con una crueldad denostable. Y el horror, aparte de atroz en sí mismo, es también temible. No solo porque materialmente amenaza con alcanzarnos, convirtiéndonos en objeto de su vesania. También puede provocar un eclipse total de nuestra capacidad de análisis, y, cuando así hace, tiende a identificar toda la brutalidad intrínseca a nuestra especie con un grupo humano concreto. De ese modo, la memoria de la guerra del Rif quedó asociada en España a los crímenes –comprobados e injustificables– perpetrados por una parte de los rebeldes, gracias a los cuales se tendió un manto de silencio y olvido no solo sobre las condiciones que provocaron esas sevicias (es decir, los abusos de todo tipo ejercidos bajo el paraguas legal del Protectorado), sino también sobre las propias barbaridades cometidas por el ejército ocupante. Y esa manera de pensar y de eclipsar la realidad, está tan de actualidad en nuestros días que da rienda suelta a la verbigracia de historiadores capciosos, distinguidos con la laureada de la propaganda imperiofílica en los medios de comunicación de lo que el gran Rafael Sánchez Ferlosio llamaba “la carcunda”.
Esos contadores de historias afirman que “nosotros” (España, se entiende) teníamos derecho a estar allí (en el Rif) como cumplimiento de la legalidad internacional dimanada de la Conferencia berlinesa. Una legalidad, sí, huera de cualquier legitimidad desde los criterios jurídicos actuales y, por supuesto, carente de ética en toda época, salvo si se enfoca desde una mentalidad imperialista y bandolera. La inexistencia de una autoridad estatal consolidada en el Rif, que pertenecía oficialmente al sultanato de Marruecos, pero se regía por las leyes consuetudinarias de tribus autónomas con frecuencia enfrentadas entre sí, no implica que sus habitantes carecieran de una conciencia de arraigo y posesión con respecto al territorio donde moraban. Parece absurdo pensar que tales gentes consintieran sin resistencia el expolio de su territorio –aunque ellos no aprovechasen sus riquezas en un sentido capitalista– y doblaran la cerviz ante una autoridad no solo foránea, sino extraña a sus costumbres y religión. Sin embargo, la carcunda historiográfica considera esa actitud rebelde como un signo de maldad intrínseca, opuesta no solo a la civilización, sino a la más elemental condición humana.
Horrible fue la matanza de soldados españoles indefensos a manos de los cabileños, cierto, tanto como el bombardeo de los aduares (aldeas) con armas químicas lanzadas por la aviación española, incluido el célebre gas mostaza usado en la Primera Guerra Mundial (los aviadores militares eran los peores asesinos de la Tierra, sostenía Abdelkrim). O como la crueldad demostrada para con sus propios compatriotas por los soldados regulares (tropas marroquíes del ejército hispano), los mismos que alcanzaron fama de vesania quince años después, con ocasión de la Guerra Civil Española. Sin olvidar al Tercio de Extranjeros, la Legión, que entre otras bellaquerías lanzó por el acantilado a los prisioneros rifeños tras el desembarco de Alhucemas y en presencia de su comandante, un tal Francisco Franco Bahamonde (el hecho es verídico: lo contempló desde el aire el aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros, futuro as de la aviación republicana, y puso denuncia ante la superioridad militar, la cual, por supuesto, se cruzó de brazos). Faltaban menos de cinco lustros para que los legionarios destacaran por su inhumanidad en la represión de la Revolución de Asturias (1934) y en tantos lances de la Guerra Civil, como el asalto al sevillano barrio de Triana o la ocupación de la ciudad de Badajoz.
Uniendo todos estos cabos, las siguientes páginas intentarán exponer y comprender qué ocurrió en el Rif en aquel verano de 1921 desde una perspectiva dispar a las versiones más al uso de lo acontecido, como defensora del derecho de los rifeños a la lucha por su libertad nacional. La intención consiste en fundir en un todo coherente los distintos elementos de aquella contienda, para darle una interpretación que será subjetiva, por supuesto, aunque argumentada, y que no dejará de estar relacionada con el presente, pese a la edad de los hechos tratados.
Para concluir con estas líneas, solo un comentario sobre el título del libro, que expresa fielmente la orientación del mismo. La guerra del Rif es entendida en esta obra como una síntesis de tres contiendas de idéntica raíz y trágica confluencia. La primera, la guerra social librada en España por los ricos contra los pobres (dicho así de llano, pero también así de expresivo), una opresión de dos mil años de antigüedad, tal como la describió Ramón J. Sender en Imán, compendio novelado de sus experiencias en el Desastre de Annual. En segundo lugar, el conflicto colonial propiamente dicho, en el que pobres obligados a la lucha se enfrentaron a otros pobres forzados a defender su tierra, también para beneficio de un puñado de ricos (de nuevo, los oligarcas españoles, pero sin olvidar a sus colaboradores locales). Y, por último, la guerra sin fin que representa el cáncer, probablemente causada por el uso de armas químicas por parte del ejército español y que año tras año ha seguido afectando a los habitantes de la región, entre ellos numerosos niños. He ahí todas las guerras del Rif, y también todas sus víctimas.
Ignacio González Orozco es licenciado en Filosofía. Editor y escritor, ha colaborado en distintos medios digitales, como el diario Público, Culturamas, Las nueve musas, Wall Street International Magazine y Revista Rambla. Es autor de varios libros de viajes y divulgación sobre historia y filosofía, de la obra dramática La farsa de Gandesa, y de las novelas Los días de «Lenín» (Izana Editores), Rapaces (Moixonia Edicions), Orfeo se muda al infierno (Ediciones Hades) y Hervör y la batalla de los hunos (Editorial Gredos).
Este texto corresponde a la introducción al ensayo Annual: todas las guerras, todas las víctimas, publicado por Rambla Ediciones.